Este blog no se priva de nada. Nuestra última fresca entrega de este feriadito del 10 de octubre estará dedicado al sexo. Todo comenzó con la elección norteamericana y el debate Clinton-Trump, que en segunda edición derivó a la pelea de conventillo: un Trump en pijama y una Hillary con ruleros, cruzándose chismes venéreos. Y este jocundo material sicalíptico cruzado por el fantasmón de lo políticamente correcto y socialmente establecido, que resulta más inquisitorial y fulminatorio que lo que alcanzan mis recuerdos de niñito católico en aquellos años de Pío XII pontífice y María Goretti santificada como ejemplo para las jovencitas de aquel tiempo.
Un excursus sobre el segundo debate. Si tengo que atender a lo que se dice por aquí, y a lo que se recolecta de fuente externa, ya que esta vez me he movido con referencias, no sólo Hillary tumbó al rijoso Donald y sus comentarios de ducha de club de suburbio, sino que casi resultaría inútil desenvolver un tercer debate y hasta la elección de noviembre, porque la suerte ya está echada y Trump por los suelos, parecer compartido -dicen-hasta por los más fieles y observantes seguidores del GOP. "Bájese, Donald, y déjele lugar a Pence" sería el grito de todos los que tienen al elefante como ícono. ¿Será que a Trump, excluidas las mujeres, los negros, los latinos, los blancos y anglosajones del partido del burro, sólo le quedarían los del Ku Klux Klan para votarlo? -extraña vuelta de tuerca, ya que los republicanos, desde Abraham Lincoln, fueron siempre antiesclavistas. CNN y YOUGov, sobre todo la primera, señalaban que el triunfo de Hillary había sido masacrante. Salvo el focus group de Frank Luntz, en la CBS, uno de esos encuestadores reconocidos, aunque republicano, que en el primer encuentro había encontrado que Hillary crushed Donald, ahora vio a Trump triunfar. Ya sabemos que los debates, antes que cambiar convicciones, refuerzan las previas del votante. Y que una histérica campaña de descalificación -como la que sufriera el "no" en Colombia-puede producir un resultado contrario en el elector, que además callará su decisión ante la pregunta del encuestador, porque no quiere ser automáticamente adscripto al bando de los villanos. Sea como fuere, me parece que Trump en calzoncillos salió con vida del debate, y que la moneda aún está en el aire. [post scriptum del 11 de octubre: al final vi el debate, porque esto de ser bloguero es como un sacerdocio: créanme, pasados los quince minutos de conventillo, Trump estuvo mejor ubicado y observé a Hillary algo nerviosa y mezclando cuestiones dichas a toda velocidad. La retirada de la plana mayor republicana, especialmente la defección de Paul Ryan, me parece -paradojalmente- que obedece más que al temor de que Trump pierda, al miedo de que Trump pueda, efectivamente, ganar, lo que sería el final de los mandarines del GOP]
Los debates de candidatos, tan ensalzados aquí que hasta se tramita un proyecto de ley para hacerlos obligatorios, están alcanzando un nivel 0 del pensamiento en el país que los estableció y exaltó. Quizás vayamos a copiar ese avance aquí en nuestro próximo futuro.
Los debates de candidatos, tan ensalzados aquí que hasta se tramita un proyecto de ley para hacerlos obligatorios, están alcanzando un nivel 0 del pensamiento en el país que los estableció y exaltó. Quizás vayamos a copiar ese avance aquí en nuestro próximo futuro.
Volvamos al sexo. Nelson Castro se escandalizaba, en TN, porque Donald atacaba al sesgo a su contrincante, trayendo a colación cuestiones de desarreglar sábanas atinentes a Bill, su esposo. Creo que Castro pasa por alto que Hillary y Bill, como he dicho en otro post, son una sociedad política, cuya mayoría societaria corresponde ahora al partner femenino. Los llamo los Kirchner de Arkansas, y no es un sarcasmo. Lo que encaja con uno, cabe al otro, y viceversa.
Siendo este blogger un buen hombre justo, para empardarle a los comentarios de mingitorio de Trump, exhumé este viejo artículo, creo que del 2004, publicado en "La Nueva Provincia" de Bahía Blanca, donde se hace referencia al instrumental de Bill y se rastrean las bases puritanas de estos cruces de acusaciones de fornicio en la arena política norteamericana.
CLINTON: SEXUALMENTE INCORRECTO
Hace muchos años, cuando este cronista transcurría el secundario,
sesteando sobre algún fragmento complicado de Tácito o Suetonio, uno se
preguntaba cómo podía funcionar aquel admirable Imperio Romano, con emperadores
que, según esos sesudos historiadores, ocupaban más su tiempo en increíbles
cachondeos que en las labores propias del gobierno. Aquella pregunta, sumergida
en la corriente del tiempo, asoma ahora con un principio de respuesta,
iluminada por las tribulaciones que sufre nuestro actual imperator mundi, Bill Clinton, a causa de un resonante braguetagate. Sabemos incluso mucho más
acerca de la entrepierna de nuestro dominus
orbis, sus adyacencias y concomitancias, que lo que nos transmitieron de
los de su tiempo aquellos chismosos cronicones romanos. Merced a la memoria
visual y habilidad comparativa de Paula Jones, se conoce que el apéndice viril
del princeps, en erección, tiende a
la forma de un mango de paraguas acostado. Una curiosidad: esta angulación
anómala del pene se denomina en la literatura médica síndrome de La Peyronie.
Cuenta la leyenda que François Gigot de La Peyronie, médico personal de Luis XIV,
la descubrió durante un examen de las reales partes pudendas. La pequeña
diferencia reside en que, entonces, el asunto se redujo a cuchicheos entre los
nobles de la corte del Rey Sol; en el caso de nuestro divus augustus, ni siquiera podrá vanagloriarse en su círculo
íntimo de manifestar un síndrome históricamente conspicuo: lo deberá exhibir
oportuna y democráticamente ante el tribunal donde se ventila la causa de Paula
Jones y, ¿por qué no?, quizás también ante la prensa acreditada, Chiche
Gelblung incluído. De acuerdo con Mónica Lewinsky, apoyada en el punto por
Jennifer Flowers y por la misma Paula Jones, el pacificator muestra cierta preferencia por la felación, actividad
cuyo detalle. a fuerza de prensa, y debidamente matizado, claro está, ha debido
saltar, en los EE.UU., de las páginas especializadas del Informe Kinsey al
manual del alumno de primaria.
Todo esto ocurre en la primera y única superpotencia del mundo
globalizado, cuando los indicadores económicos, según los augures y arúspices
más notorios, se muestran en extremo favorables, la popularidad del Caesar bate records de permanencia en la opinión pública y, a mayor
abundamiento, se prepara a darle una nueva y buena tunda al hostis diabolicus Saddam, que se permite
algún rezongo desde Babilonia, en el limes imperial.
Por cierto, otros presidentes de los EE.UU., en tiempos más
difíciles, pusieron de manifiesto ecuaciones personales entre lo político y lo
amatorio más brillantes que la que muestra Clinton. Para ceñirnos a los
surgidos de las filas de su propio partido, el demócrata, baste recordar a
Franklin Delano Roosevelt, que debió hacer frente a millones de obreros
desocupados tras la Gran Depresión, a granjeros con las tierras a punto de ser
rematadas por los bancos que, como en Kansas, izaban la bandera roja y
saqueaban los drugstores, y a otras
formas de parecida desesperación social. Roosevelt -que mantenía una querida
conocida en todos los mentideros de Washington- puso en marcha el New Deal, con
un sistema de seguridad y asistencia social cuyas últimas trazas borró,
justamente, la política clintoniana. Va sin decir que las aventurillas
amatorias de Clinton no pueden -aún- parangonarse con las de John F. Kennedy,
que en la mejor línea del sueño americano mantuvo un romance con Marilyn Monroe
(los Kennedy, en cuestiones tocantes al desarreglo de colchas, se comportaron como eternos niños mal de familia bien). Si prestamos oídos a las
chicas que pasaron por su cama, Bill echa mano al personal subalterno para
conseguirse mujeres subalternas y su mejor recurso de tenorio consiste en
soltarse los pantalones. Para “las cosas del querer”, talvez no sea más que un
cultivador de sandías de Arkansas con el inmejorable valor agregado de la
púrpura imperial.
Pero no se critica hoy a Clinton por razones de estética o de buen
gusto. La enemiga contra los hábitos galantes del actual presidente de los
EE.UU. tiene, en buena parte, raíces religiosas. Los EE.UU. conforman una
nación donde lo religioso permea casi todas las actividades y corrientes de
pensamiento; en puridad, y aunque parezca asombroso a la observación
superficial, resulta tan difícil hallar una esfera propiamente “laica” en la
vida norteamericana, es decir, un ámbito donde lo religioso esté definitivamente
neutralizado, como encontrarlo en el área de los países de confesión islámica.
La religión en los EE.UU. parte de dos pilares históricos fundamentales: el
puritanismo calvinista de los padres fundadores y el entusiasmo cuáquero y
wesleyano. El componente puritano, como estudió Max Weber en una obra famosa,
contribuyó a motorizar el éxito del capitalismo en los EE.UU. y en el mundo. El
puritanismo, según Weber, propiciaba el trabajo duro y continuado, corporal y
espiritual, como medio ascético (ascesis=ejercicio) para combatir la unclean life, la vida impura, especialmente
en la esfera sexual. El comercio sexual, durante el matrimonio, y sólo dentro
de él, sólo es lícito para la procreación, siguiendo en este punto una cierta
lectura de los evangelios, de ciertas epístolas paulinas y de su desarrollo en
los textos agustinianos. Weber comenta:
“Contra la tentación sexual, como contra la duda o la angustia
religiosa, se prescriben distintos remedios: dieta sobria, régimen vegetariano,
baños fríos; pero, sobre todo, esta máxima: trabaja duramente en tu profesión”.
Receta de transmisión weberiana que quizás sirva en adelante a nuestro Bill. [agregado actual: también a Donald]
Al lado de este tradicional componente puritano, que sigue, en
buena parte, regulando, por lo menos en apariencia, el desempeño de los personajes destacados de
la vida norteamericana, esfuma los límites y biombos entre la vida pública y la
vida privada, pretendiendo que ambas se reflejen recíproca y constantemente, e
invita a las confesiones en vivo y en directo cuando algún desajuste se ha
producido entre ambos planos, entra en juego, en el caso de Clinton, un componente
actual de gran efecto amplificador. Se trata de la “videología de la transparencia”,
ínsita a los medios de comunicación y, sobre todo, al medium electrónico por excelencia: la televisión. En diversas
ocasiones, he sostenido que existe una grave confusión entre publicidad de los actos de gobierno -condición
sine qua non para que exista un sistema
republicano- y transparencia de los actos
de las personas famosas, funcionarios o no. El imperativo dela transparencia, no escrito en
ningún texto constitucional, resulta de la videología clandestina de los medios
electrónicos: para ellos, todo debe ser transparente, menos el lugar desde donde
esa transparencia emana, es decir, los medios mismos. La transparencia cumple
una función de disimulación: oculta el poder informal e irresponsable en que el
medio electrónico se sitúa y de que goza, a expensas de los mecanismos de poder
institucionales. Como anota bien Milan Kundera, en la transparencia se han encontrado
sin problemas la burocracia movida por la razón de Estado, y los medios de
comunicación, bajo la misma finalidad de violación perpetua y constante de la
intimidad del otro. Los métodos para alcanzar tal fin resultan, en ambos casos,
más o menos los mismos: “pinchar” los teléfonos, grabaciones clandestinas, cámaras
ocultas, sobornos y premios a la delación pública. Todo ello se justifica bajo
el “derecho a la información”, considerado como el primero de los derechos
humanos, y abrogatorio de todos los demás. “Derecho a la información”:
privilegio de allanar de cualquier modo la vida privada del otro para exhibirla
y negociarla como una mercancía mediática. La alianza de puritanismo y
transparencia ha resultado terrible en el caso de Clinton y sus amoríos
furtivos en la trastienda del poder imperial.
La intimidad arrebatada al poderoso resulta hoy un manjar mediático,
y por lo tanto una mercadería bien pagada. Con las revelaciones, resurge la
condena puritana, como en los tiempos que se suponían superados y abominados
del maccarthysmo o del código Hays, y a la vez, en una asociación que hubiese
complacido mucho a Weber, se redondea un buen negocio. Se consagra la
indiferenciación entre lo público y lo privado, suplantando la decisión
política por el juicio moral obtenido a través de encuestas. Ernst Kantorowicz
dejó un precioso trabajo sobre la noción medieval de los dos cuerpos en la
persona del rey: uno es el cuerpo político, público, supraindividual, donde se
concentra la dignidad y responsabilidad del cargo; otro, el cuerpo físico,
privado, individual, igual al de cualquier otro. La destrucción del cuerpo público
y político por obra de la ideología de la transparencia mediática elimina la
dignidad como atributo de las funciones, desliga la responsabilidad política del cargo ejercido
y suprime la res publica como esfera
del ejercicio de la libertad ciudadana (se “participa” a través de la opinión
estadística sobre la impresión moral que los actos del individuo a cargo del
gobierno producen en el público mediático). Al reducirse lo público al
escrutinio puritano sobre la intimidad de las vidas privadas, los medios
establecen y confirman constantemente estándares acerca de lo políticamente
correcto, sobre el pensamiento -único- correcto y, también sobre lo sexualmente
correcto. Por un lado, se produce la necrosis de la vida republicana; por otro
se impide la privacidad individual, sometiéndola a la transparencia. Un nuevo
totalitarismo light se va difundiendo
por el planeta, sin que Amnesty tome nota, llevado cada vez más lejos por
buenos muchachos de la prensa con cámaras y grabadores aparentes y ocultos,
enriquecido por el afán de notoriedad de quienes revolotean a cualquier título
cerca de la fama y del poder, bajo el magno justificativo del “derecho a la
información” y a mayor lucro de los oligopolios del ramo, cuyos directivos
cuentan ganancias, pero -literalmente- no saben lo que hacen.
Así las cosas, hasta la bragueta de Clinton puede resultar punto
de arranque de una reflexión provechosa. Salutem
plurimam, Imperator.
Me disculpo con mis eventuales lectores por las ilustraciones, donde no aparece ninguna sex symbol de este momento, ni del estilo predilecto de Bill o Donald. Cada uno camina en la caravana de su tiempo...
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