El pueblo anda
de capa caída. Tan celebrado, incensado, magnificado, solemnizado y cacareado a
cada rato, inscripto aere perennius en los instrumentos
constitucionales de casi todo el planeta, que lo coronan
"soberano"; cantado, poetado, arropado en toda lengua con
acierto vario, símil de la voz de Dios, resulta que de repente se nos ha vuelto
un chico insoportable, mocoso malcriado, gamberro insolente, pendejo capaz de desastrosas travesuras y al que resulta
imperativo darle un sosegate. ¿Qué es eso del voto del Brexit, contrario a los
pronósticos oraculares? ¿Cómo se entiende que hayan votado un día en el Gran Buenos Aires al Macri
antipueblo antes que al dúo Scioli-Aníbal, plebeyos de laya; que hayan preferido las corruptelas peperas a la simpatía de Podemos y sus
seductores/as podemitas; que hayan barrido electoralmente en elecciones municipales a los
petistas que lo invocaban a la sombra tutelar de Lula; que se estén inclinando por
la "Alternativa por Alemania" y, en fin, para rematarla,
hayan votado por el "No" en Colombia, contra la comunidad
internacional, el Papa, los suecos del Nobel, la prensa mundial e tutti
quanti? Los "expertos", como hongos después de la
lluvia, surgen para condenar esa entelequia, ese ente de razón, ese animal tan
fantástico como el hipociervo escolástico, que sólo trae problemas, cuando
existen tantos equipos técnicos con pericia para resolverlos sin necesidad de abrirle a la bestia su jaula neoconstitucional. Algunas
expresiones de esta experticia ("La Nación"
6/X/16, tomado de "The New York Times" Amanda Taub y Max
Fischer ), puestas bajo un copete en que se denunciaban los instrumentos
de consulta popular como un mal atajo, imposición de un relato, altamente
riesgosos y transformables en arma suicida:
- "Creen
muchos politólogos que las herramientas plebiscitarias son conflictivas y
peligrosas"
- ¿Son una buena idea los referéndums? "Casi nunca...oscilan entre lo inútil y lo peligroso" Michael Marsh. Trinity College, Dublin,
- "Los estudios demuestran que más que prestarle un servicio a la democracia, la subvierten"
- "Es una herramienta engañosa"
- "En vez de resolver un problema, los referendums generan problemas nuevos"
- "Creer que una decisión alcanzada en determinado momento por una mayoría es necesariamente democrática es una perversión del término", escribió Kenneth Rogoff, profesor de Economía de Harvard tras el Brexit. "Esto no es una democracia -agregó- esto es la ruleta rusa de las repúblicas".
Con razón se
preguntaba Roberto Starke, que de comunicación política sabe lo suyo, (cartas
de lectores de "La Nación", 9 de octubre): "¿se habría
escrito la misma nota si el resultado del referéndum hubiese sido el sí?".
Por cierto, en ese caso el pueblo habría recibido un fervoroso voto de
confianza en su capacidad de acierto colectivo.
Entre nosotros,
Juan Gabriel Tokatlian, respecto del plebiscito colombiano, se quejaba de que
el presidente Santos lo hubiera convocado cuando "no tenía
obligación política ni jurídica, ni nacional ni internacional" de
hacerlo. ¿Cómo despachar este juicio apodíctico cunado el tratado tenía
297 folios y comprometía una plan de gobierno y directivas políticas para los
próximos años, tramadas entre el equipo de Santos y el equipo de Timochenko,
sin otra participación ciudadana?
Con sonrisita
pícara, nuestra canciller Malcorra deslizó en un programa periodístico:
"voy a decir algo políticamente incorrecto: los referéndums no solucionan
nada". Que una funcionaria cuyas declaraciones nunca han sacado los pies
del plato políticamente correctísimo y totalmente inane, se haya permitido este
pecadillo, señala, más bien, que este repudio de los instrumentos de
participación política más o menos directa ya está cargado en el programa
declamativo de la videología planetaria.
A LA DEMOCRACIA
SE LE HA PERDIDO EL PUEBLO
Como vengo
machacando desde hace tiempo, a la democracia se le ha perdido el pueblo y
nadie sabe dónde está. Más aún, estamos atravesando un estadio de
posdemocracia, bajo el signo del Estado Constitucional, del derecho a tener
derechos en la medida del deseo, de la protección de toda minoría que sepa
victimizarse adecuadamente, del hundimiento de lo común y del bien que en común
puede perseguirse en la realización plena del proyecto biográfico
individual, a como dé lugar. El "pueblo" aquí esta de más, y se
sospecha que no existe. Un suplemento a "Así habló Zaratustra"
debería consignar que, así como Dios ha muerto, el pueblo también ha
pasado al otro barrio. Por cierto, si el pueblo se nos fue "en un
redepente", la democracia no tiene cabida.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, se habla de
democracia todo el día y a toda hora. Esa palabra fetiche no se cae de la
boca de ningún personaje que asome a la pantalla del televisor.
“Democratizamos” el fútbol y lo hicimos para todos y todas. “Democratizamos” la
vetusta definición del matrimonio y lo volvimos “igualitario” para todos y
también para todas. Mujeres marchan en Rosario exigiendo el aborto libre como uso democrático del propio cuerpo, Políticos, intelectuales, juristas, cantantes,
deportistas, ONG’s de todo pelaje y delincuentes presuntos o confesos resultan
los partiquinos de este gran espectáculo, reiterándose casi los mismos día a
día, con mayor o menor audiencia, por el amplio espectro de los medios. La
palabra “democracia” suena allí insistentemente. Pero, el pueblo, como preguntó
allá en los comienzos el síndico Leyva, ¿dónde está? De otro modo, ¿puede
haber democracia cuando se le ha perdido el rastro al pueblo?
Echar un poco de claridad en esta
fundamental cuestión es difícil. Porque de tanto repetir y aplicar a cualquier cosa
las palabras “democracia” y “pueblo”, su sentido profundo se ha extraviado. Y
esto no sucede solamente aquí, en nuestro país. El gran horizonte histórico en
el que nuestra peripecia histórica se ha venido desarrollando, que es la
modernidad, se ha ido agotellando y miramos al mundo como por los caños de una
escopeta. El rasgo definitorio de este crepúsculo de la modernidad es una
pérdida general de sentido y consistencia de la vida histórica y de una razón
trascendente del mundo. Como en toda situación crítica, nos movemos en la
incertidumbre, sin saber bien qué hacer porque no sabemos bien qué pensar, ya
que vacilan no sólo las ideas que tenemos sino –como decía Ortega y Gasset- las
creencias que somos. En tales momentos, no sirve simplemente gargarizar con
buenas intenciones palabras como “democracia”, “separación de poderes” o
“control constitucional”, sino examinar en profundidad, aquí y ahora, qué
ha quedado de ellas, qué es lo recuperable y qué lo que ha quedado
definitivamente en el camino.
Comencemos este
breve recorrido por la noción de “pueblo”. Vamos a dejar de lado las acepciones
del pueblo como entidad metafísica (el “pueblo de Dios”, que en el lenguaje
eclesiástico de nuestro tiempo, como testimonio de la Redención,
está conformado por los pobres, con raíces en el pauperismo de los profetas de
Israel) o creación romántica (el “espíritu del pueblo”). De este modo, tenemos
ante todo una significación de “pueblo” asociada a una comunidad histórica y
cultural, que reconoce una continuidad, un “nosotros” en el tiempo, esto
es, una tradición con raíces persistentes que lo diferencia e identifica
con respecto a otros pueblos, a los que reconoce como tales (los pueblos se expresan en plural, ajenos a lo global monocolor). Otra acepción de
“pueblo”, que suele prestarse a la manipulación ideológica, es la del conjunto
de los trabajadores, los pobres, los desheredados. La plebe, la “chusma
sagrada” de Almafuerte, contrapuesta a los poderosos que manejan las palancas
del mando. Aquí hay un “nosotros” que se opone a un “ellos”,
los que no son pueblo, y tal conflicto tiñe este significado de un componente
político, aunque más asociado a su retórica que a su práctica. La tercera
acepción, que es la que aquí interesa, es la del pueblo en sentido
propiamente político, al que se le atribuye en casi todas las constituciones
existentes, incluida la nuestra, el carácter de “soberano”. En este
sentido, el que más asemeja al demos o al populus del mundo
antiguo, el pueblo es la misma sociedad política y, más específicamente, en
ella, los que no ejercen ninguna función orgánica o magistratura estatal, los
que no gobiernan o participan del gobierno de algún modo. Es
el cuerpo cívico, no entendido como simple padrón electoral, elenco de
todos aquellos que están habilitados como electores para votar por quienes se
postulen como candidatos a magistraturas públicas. Más precisamente, lo consideraremos
como el conjunto de hombres y mujeres libres que se dan entre sí el trato de
ciudadanos y que pueden debatir y decidir también libremente sobre los asuntos
públicos. El pueblo así considerado es, con el gobierno, la única
presencia real en la política: no hay política sin pueblo ni hay pueblo
sin política, así como no hay orden político sin gobierno. Ninguna forma política ha podido prescindir del pueblo,
porque su existencia es condición de la existencia de aquélla y,
recíprocamente, por medio de ella es que el pueblo adviene a la dimensión
superior donde puede hallar la realización de la vida buena. El pueblo político
confirma al pueblo-comunidad y encauza las reivindicaciones del pueblo-plebe.
El pueblo político configura la “cosa común”, la respublica, que no es
de pertenencia estatal, ni tampoco la cosa nostra de los amigos del
poder. La cosa de todos no pertenece a nadie en particular y requiere la buena
y plena deliberación sobre sus asuntos, para obtener una acción adecuada en
vistas del bien común, esto es, el que no podríamos alcanzar particularmente y
es común a las partes y al todo. De acuerdo con un antiguo aforismo romano, lo
que a todos afecta debe ser tratado por todos.
Este pueblo
político es lo que se ha perdido en nuestro tiempo y nadie sabe dónde
está. El que puede aparecer, a veces, cuando se le abre una hendija
participativa, en plebiscitos y referéndums, cuando se le plantea la posibilidad
de responder por sí o por no a alguna pregunta decisiva sobre la cosa común. ¿Qué esta respuesta puede ser
manipulada? Desde luego, toda decisión política puede, y de hecho es casi
siempre, manipulada. Nadie ha demostrado, hasta ahora, que una
consulta popular sea más manipulable que la decisión tomada por una
camarilla de la "casta" política. Old Nick, el viejo Maquiavelo, que la sabía lunga, afirmó que, aunque ambos pudieran equivocarse, el pueblo puede ser más prudente y constante que un príncipe (o que cualquier esclarecido núcleo dirigente) para elegir sobre quién está mejor capacitado para el mando u optar entre los grandes lineamientos que un orden político necesita para persistir.
APARECE EL LIDERAZGO POPULISTA
¿Populismo, entonces? El
populismo no es como aseguran las homilías del constitucionalismo y sus
repetidores periodísticos subsidiarios, una degeneración de los buenos usos
constitucionales. El populismo es la reacción anunciada ante los cadáveres
exquisitos del constitucionalismo clásico: representación política como
panacea; separación “geográfica” e inútil de “poderes”; poder constituyente
confiado a un clero contramayoritario de juristas que operan como “guardianes
de Platón” –cuando no son manipulados directamente desde los ejecutivos, como
el Tribunal Constitucional venezolano. A esto el neoconstitucionalismo ha
agregado el superderecho cosmopolítico global, la “gobernanza”, mando de
expertos sin contaminación politiquera, desparramado por todo el planeta, y
asegurado, si llega el caso, por fuerzas de intervención “humanitaria”. Allí
aparece entonces el líder populista y planta bandera. En ambos casos, el
pueblo ausente, pero sufriente.
Los
líderes populistas asumen, pues, como monócratas, la íntegra representación del
pueblo, en general a partir de una crisis de la ficción que encierra la
representación política partidocrática como forma indirecta de "gobierno por
el pueblo". La representación congresista o parlamentaria es lo no
democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta
como su opuesto, lleva el elemento representativo a su punto extremo.
Se
advierte cuál es el círculo vicioso hispanoamericano actual: democracias
demoliberales, donde el pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación
partidocrática (como el “puntofijismo venezolano hasta 1999), y populismos
donde el pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación absoluta en la
persona del líder. En ambos casos, ello ha sido posible por la
desaparición del pueblo, entendido, como dijimos más arriba, por los que no
gobiernan. Quienes lo integran pueden no ser prósperos, pero deben ser
libres, en situación de ciudadanía, como sus antepasados los politái griegos
o los cives romanos. O los que los hermanos Reyes trajeron caminando
desde Berisso y Ensenada un 17 de octubre de 1945. Hoy no existe el “pueblo”,
ni siquiera la “masa”. En el extremo del subjetivismo, los
neoconstitucionalistas nos dicen que las sociedades civiles son un adunamiento
de biografías, de proyectos individuales, de constelaciones singulares de
deseos que se traducen en reivindicación de derechos. Existen “redes sociales”
de contacto virtual, en la medida de coincidencia de intereses entre estos
proyectos individuales, que deben maximizarse. Y tenemos una explosión de
minorías organizadas y demandantes: homosexuales, barras bravas, veganos, y
toda una indefinida serie de particularidades más o menos estructuradas, entre
las que se destaca el “partido único de los políticos”, los “sospechosos de
siempre” que se turnan en los programas del ramo. A la seudo democracia liberal
y a la seudo democracia populista se les ha perdido el pueblo y no saben dónde
está. Tampoco quieren saberlo, en verdad. Les basta con los agregados
clientelistas que sucesivamente han ido componiendo, a costa de la pérdida de
la libertad; en otras palabras, de la reducción a la esclavitud de una parte
importante de la población, mediante el congelamiento en la marginalización y
el mantenimiento mínimo con planes sociales de reparto, sin los cuales
sucumbirían. Nuestras dirigencias políticas, los jueces de los tribunales
supremos, las capas superiores empresariales, quizás sin saberlo,
comparten con el viejo Aristóteles la idea de que hay algunos que nacieron para
obedecer. Y mantienen así a aquellos marginales, condenados a no poder salir de
tal condición, hasta el momento de arrearlos a las liturgias o a las
votaciones. Con una ventaja suplementaria: al resto del pueblo, al que todavía puede
considerarse libre, se lo atemoriza –en esta “posdemocracia” que nos ha tocado
en suerte- con que, si no soporta las exacciones y demasías de las nomenklaturas
y sus grupos favorecidos, se les soltará la bestia enjaulada: la plebe esclava
que barrería con todo si no se le asegura su subsistencia. De hecho, para que
se la tenga bien presente, esta amenaza se concreta continuamente a cuentagotas
de delincuencia desorbitada, batallas campales en los estadios, piquetes de
enmascarados que anuncian lo que podría pasar alguna Gran Noche, etc.
Bajarse
de este ciclo de caídas y recaídas requeriría una reinvención de la democracia,
para hacerla realmente participativa de abajo hacia arriba y de la periferia
local al nudo central de poder. Exigiría el hallazgo de formas eficaces
de oponer contrapoderes al poder. En lo inmediato, a través de formas
negativas, impedientes, tribunicias al modo romano, plantearse cómo limitar y
recortar el poder activo, que tiende a ser omímodo y vitalicio, del cabecilla populista.
No es con la separación "geográfica" de poderes, que nunca funcionó
entre nosotros, ni ha podido expresarse en un mecanismo continuado de pesos y
contrapesos; ni con el recurso a los "guardianes platónicos" en que
se convierten los jueces constitucionales. Liquidados por sus extravíos los
contrapoderes tradicionales -fuerzas armadas, Iglesia-. pulverizada la
mediación de los partidos políticos, sólo aparecen entre nosotros las grandes
movilizaciones como obstáculos efímeros, pero que apuntan a una participación
que no encuentra otros canales expresivos. Todo ello sostenido por una
renovación de raíz de los conceptos jurídico-políticos repetidos como mantras
inútiles, por un posconstitucionalismo que supere las viejas recetas de un
derecho de matriz subjetivista y contractualista.
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