CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y CONTROL DE
CONVENCIONALIDAD: RÁPIDO REPASO DE LÍMITES Y PROBLEMAS
Van aquí unos apuntes sobre dos cuestiones que ocupan un lugar central en
la enseñanza y en la práctica actual del derecho: control de constitucionalidad
y control de convencionalidad. Hay que entenderlas desde el tríptico donde se asientan las
reflexiones del jurista posmoderno, es decir: Estado constitucional,
neoconstitucionalismo, democracia constitucional. Obsérvese la utilización
imprescindible de los prefijos “neo” (neoconstitucionalismo) y “post”
(posmoderno), que están indicando
situaciones de incertidumbre, en las que no se sabe bien qué hacer porque no se sabe bien qué
pensar: “neo” –algo nuevo que no sabemos
todavía qué es; “post” –algo que viene después de otra cosa, pero a lo que todavía
no podemos darle un nombre propio.
Control:
sentido “fuerte” y sentido “débil”
Interroguemos ante todo a la palabra “control”. “Control”,
que no es propiamente voz castellana, cuando nos remontamos a sus orígenes nos conduce a una
bifurcación de sus significados. Por un lado, resulta un galicismo por
verificación, registro, inspección; así, en la expresión “control de
identidad”, por ejemplo. Por otro, es un anglicismo por dominio, manejo,
supremacía, dirección o gobierno de un asunto, como en las expresiones
“controlar de un territorio” o “autocontrol”.
La locución “control de constitucionalidad” se
utiliza aquí en su sentido “fuerte”, que es el único en la que puede hablarse propiamente de “control”
y que resulta, además, el predominante desde el tríptico que más
arriba señalamos como marco de referencia. Veamos primero, para diferenciarlos
adecuadamente, el sentido “débil” de la expresión.
El sentido “débil” es el que surge de la modalidad
originaria del llamado “control difuso”, como el norteamericano o el argentino,
este último ejemplo solitario de tal orientación en la ecumene jurídica hispanoamericana.
En la versión “débil”, se reconoce, ante todo, que la afirmación y defensa de
la constitución “es función primaria de todos los poderes constituidos del
Estado”[1]; esto
es, del presidente de la República, de acuerdo con los términos de su juramento
(art. 93 CN); del Congreso federal, cuyos miembros, atados también por
juramento, pueden incluso juzgar y
deponer al presidente, vicepresidente, jefe de gabinete, ministros y jueces de
la Corte Suprema de Justicia, cuando su conducta los haga indignos de la
función constitucional que desempeñan; de los jueces, asimismo juramentados, que
pueden declarar inaplicable al caso, y solo al caso, las normas o actos que
consideren contrarios a la constitución y al orden por ella establecido, y de
los ciudadanos en general, que están obligados a “armarse en defensa de…esta
Constitución” (art. 21 CN) y a los que se otorga “el derecho de resistencia” (art. 36 CN) contra
quienes la interrumpan por actos de fuerza.
Todos ellos son “guardianes de la Constitución”, que no instituye de
manera explícita un poder encargado en forma exclusiva de su preservación[2]. El
juez, en su tarea de resguardo constitucional, no ejerce un control
constitucional propiamente dicho, o control “fuerte”, puesto que su
pronunciamiento de inaplicabilidad no tiene, en esta versión --donde, en todo
caso, la noción de “control” se parece a la verificación en los términos del
antepasado francés-, eficacia directa sobre la ley, DNU, decreto, reglamento u
ordenanza que califica en su decisorio, puesto que la “invalidación” no
trasciende del caso juzgado. “Los jueces…carecen de poder para anular una ley o
un decreto, puesto que se limitan a juzgar un caso concreto aplicando en la
especie, si hay leyes contradictorias de diferente jerarquía, la que debe
preferirse según el orden constitucional, dejando de lado la que, conforme a
ese orden, carece de vigor. Esta selección de la norma –juicio jurídico y no
político- no trasciende del caso decidido, y la norma preterida no sufre menoscabo
formal”. Y concluye el autor citado: “la supremacía constitucional se hace
efectiva así ‘en el caso’ y el supuesto
control jurisdiccional de la constitucionalidad de la ley se cumple de manera
indirecta, puesto que los jueces no enjuician la ley misma, ni su
pronunciamiento va dirigida contra ella”[3].
En el control “fuerte”, en cambio, se postula que,
o a una judicatura difusa, encabezada por una corte o tribunal supremo, o a un
tribunal constitucional concentrado, en
ambos casos preeminentes sobre las otras competencias superiores del Estado, se
les otorga la potestad exclusiva y excluyente de invalidar
toda clase de actos o normas por considerarlas contrarias a la constitución del
país, a los tratados posmodernos de derechos humanos a partir de la Declaración
Universal de 1948 y, en términos
generales, a la constitución global posmoderna, de cuyos instrumentos aquellos
estrados se consideran únicos guardianes[4]. En estos casos, el tribunal actúa como
legislador negativo, positivo, y hasta como
poder constituyente[5].
Expresa la voluntad de un cuerpo que decide no sólo y no ya como suprema
instancia jurídica, sino como suprema instancia política, esto es, como supremo
guardián de una soberanía constitucional impersonal, depositada en los
tribunales y cortes supremas nacionales y supranacionales.
Ya el notable y astucioso tour de force de Marshall en el pronunciamiento en Marbury vs.
Madison culminaba con la afirmación
excesiva de que “la ley contraria a la constitución es nula”. Y Hamilton había antes señalado la facultad y el deber de
los tribunales de “declarar nulos
todos los actos contrarios al sentido evidente de la constitución”[6]. Estaba
allí el germen para un control en el sentido de la ascendencia anglosajona del
término, esto es, “fuerte”, donde la Corte, por vía pretoriana, a través de la
repetición de fórmulas que todo práctico conoce y a través de años de acumulación
de fallos y apostillas doctrinarias pudiese convertirse en oráculo y juez de la
constitución. Sus decisiones, más allá del caso resuelto, van alcanzando
progresivamente un efecto erga omnes, a veces explícitamente manifestado y en otras
a través de lo que Alberto Bianchi llama un stare
decisis de hecho, lo que va de la mano con la culminación de la doctrina
sobre posibilidad y obligatoriedad para los jueces del control constitucional
de oficio[7]. En
el espíritu del tiempo está que, sea por vías difusas o concentradas, se
plantee como imperativo sin el que no puede concebirse un Estado constitucional
ni hablarse de democracia constitucional, el control constitucional “fuerte” a
cargo de un altísimo tribunal en teoría soberano. A continuación, y dentro de
los límites impuestos a esta comunicación, se expresarán reservas a este
megacontrol constitucional y sus virtudes y beneficios hasta ahora inconcretados.
Tales reparos se inscriben en una crítica de fondo al asiento doctrinario de aquel
imperativo de la época, es decir, al trípode Estado constitucional-democracia
constitucional-neoconstitucionalismo, que el autor de esta entrega ha efectuado en varios trabajos a los que debe necesariamente
remitirse[8]. Téngase en cuenta que el grueso de la munición
académica, entre nosotros, se dispara en defensa del referido trípode. Por otra
parte, en ocasión de la ley de reforma judicial y el pronunciamiento judicial consiguiente, la
discusión sobre los alcances de la justicia constitucional quedó
lamentablemente confinada, por los voceros de uno y otro lado, al reñidero
político de circunstancias, sin los alcances de un debate doctrinario que sigue
pendiente. Como contracara de la crítica que se anuncia a la acepción “fuerte”,
la reivindicación de un ejercicio de
protección constitucional “débil”, que funcionase a título de “atribución
moderadora”[9],
como lo hubo entre nosotros, resultaría, a juicio del autor, más beneficioso
que el activismo actual. Bien sabe que podría ser tachado de ejercicio
nostálgico, con la letra de una vieja canción: “no se estila, ya sé que no se
estila”. Pero en las ocasiones en que el
pensamiento jurídico se presenta monolítico y monocolor, conviene poner a
prueba un lugar común, aunque que ya
casi parezca escapar a toda crítica.
Transformación
del concepto de constitución
El proceso de transformación de un control “débil”
en un control “fuerte” ha ido pari passu con
una transformación paralela del concepto de constitución. García Pelayo, con un
eco aristotélico, definía a la constitución, allá por los 50 del siglo pasado,
como la “ordenación de las competencias supremas el Estado”[10]. En
aquel tiempo, la constitución estaba dentro
y en el ápice del ordenamiento jurídico estatal. Hoy, la constitución está fuera y enfrente del ordenamiento
jurídico estatal. Gil Domínguez lo define muy claramente: “el Estado constitucional
de derecho configura un paradigma en donde la
Constitución es el nexo que une el Estado con el derecho, generando de esta
manera una serie de consecuencias positivas para las personas, al presentarse como un Otro que no produce respuestas
absolutas y que intenta garantizar la convivencia pacífica de una sociedad
heterogénea que presenta como característica esencial una constelación
plural de biografías”[11]. La
constitución es fuente de valores y usina constante de principios, que se van reformulando
a medida que, en ese adunamiento de proyectos biográficos individuales, se presentan conflictos entre valores
contrapuestos, que los jueces arbitran mediante un ejercicio de ponderación –es decir, pesaje- abierto a la
subjetividad, ya que carecen de un sistema objetivo de medidas, que no sea un
retorno referencial a la contextura problemática de principios y valores contrapuestos, que así se convierten en única fuente del
reconocimiento de derechos y sentencias de mérito. Esa constitución ya no es el
ápice de un ordenamiento jurídico localizado sino, por lo menos en su parte
dogmática, un capítulo de una constitución cosmopolítica supraestatal y
prácticamente desterritorializada. En este marco, el control “fuerte” de
constitucionalidad se ha transformado sin que los constitucionalistas clásicos lo advirtiesen, porque el núcleo controlante no
es ya la “supremacía” local, como la del art. 31 CN, sino la cúspide piramidal
formada por principios cosmopolíticos irrevocables e indecidibles, que expresan
una constelación de valores universales resultantes de las convenciones del
derecho posmoderno de los derechos humanos, sobrevolada por un mandato
hipotético: “debes obedecer a la constitución global”. Esta constitución global no resulta, como las
constituciones estatales clásicas, un modo de límite o contención para los
gobernantes, sino es ella misma un
gobierno impersonal desterritorializado: la “gobernanza”, expresión que ha
entrado, muchas veces de modo incauto, en el léxico constitucionalista
Objeción
contramayoritaria y democracia
Aquí
se plantea otro problema, hasta ahora irresuelto: la colisión con el mito de la
“soberanía del pueblo”, es decir, con el principio democrático que recogen
todas las constituciones del mundo y, desde luego, la nuestra (Declaración
Universal de los Derechos Humanos, 21.3, la GG (Grundgesetz), Ley Fundamental alemana, 20.2, pasando por la
constitución argentina (arts. 33 y 37) y la constitución brasileña (art. 1º y
art. 14, inc. I,II,III) siguen proclamando la “soberanía” del pueblo, a pesar
de la merma brutal que, con fundamento en esos mismo textos, se le aplica.).
¿Quién decide?: el pueblo, contestan los textos. ¿Quién decide qué puede y qué no puede
decidirse? La respuesta es: el areópago[12]
de la justicia constitucional. Es decir, las cortes supremas o tribunales
constitucionales o, más bien, la mayoría que se forme entre sus miembros
(cuatro sobre siete en la Argentina, seis sobre once en Brasil, etc.) De allí
surge el nudo irresuelto de la “objeción contramayoritaria”, planteada
originariamente por Bickel. Como resulta de los muy valiosos trabajos de Juan
Carlos Bayón[13],
no ha tenido una respuesta satisfactoria hasta el momento. Los intentos de
justificarla –del mismo Bickel, Dworkin, Ely, Ackerman, etc.- circulan
alrededor de una aporía irresuelta: la realización de la democracia presupone, bajo la custodia de un colegio restringido de
expertos, un núcleo de derechos fundamentales expansivos, indecidibles
democráticamente. La democracia se asienta en una precondición no democrática,
y esta precondición no democrática es la que asegura la democracia. ¿Cómo
afirmar a la vez que es el pueblo “soberano” el que crea y legitima el poder y
luego impedirle que se sirva de ese poder, por una “soberanía” del areópago
judicialista? Bien decía Learned Hand
que en ese ejercicio contramayoritario los jueces supremos aparecían a manera
de “un corro de guardianes de Platón”[14].
Problema que se agrava con la notoria crisis en la legitimidad de la
representación política, cuando por doquier la clase política es vista como
tabicada y autorreferencial. Congresos, asambleas y parlamentos toman también
decisiones contramayoritarias, en oposición a las mayorías sociológicas, como
se advierte en las determinaciones sobre “ajustes” económicos o, en el notorio caso francés,
respecto del matrimonio entre persona
del mismo sexo.
Se afirma, también, que el control constitucional “fuerte”
es el gran contrapoder contra las demasías de los ejecutivos o los excesos de
las asambleas. Sería la “respuesta madisoniana”[15] a
los excesos democráticos de “mayorías circunstanciales” y la principal
justificación de la justicia constitucional, a la que se supondría así aislada
de la presión de la opinión pública. Ya Robert Dahl, en 1957, demostró que, en
el caso de los EE.UU., la Corte Suprema ha funcionado, más bien, como una
especie de órgano de legitimación de las decisiones del “régimen dominante” (“ruling regime”)[16],
esto es, con el presidente y el Congreso, siendo rarísimos los casos en que,
desde su sede, se intentó bloquear la voluntad mayoritaria en cuestiones
políticas importantes. Lo mismo cabe decir de nuestra Corte Suprema; por
ejemplo, como instrumento de validación de la “emergencia económica”,
equivalente actual de las antiguas “facultades extraordinarias” y “suma del
poder público” décimononicas: desde
“Ercolano (1922) hasta “Massa” (2006) se sacramentaron las facultades
extraordinarias en la emergencia, aun las ejercidas por decreto. Las
excepciones, en tiempos del “corralito” y del “corralón”, caso “Smith” (2002) y
“Provincia de San Luis” (2003), provocaron una inmediata presión, renuncia de ministros
de la Corte y destitución de dos de ellos por juicio político –con un fuerte efecto
de demostración hacia díscolos futuros.
En cuanto al control de constitucionalidad como
límite político último, cual barrera final contra decisiones mayoritarias de
asambleas como la del Reichstag en 1933, que otorgó plenos poderes al
Canciller, debemos comprobar, dolorosamente, que las instituciones judiciales
no sirven para evitar los actos de fuerza, sean asamblearios, de fuerzas
militares o de irregulares que se hagan con el poder. Menos aún, resultan el
tipo de instituciones que puedan resistir al terror. Cuando aparece, o bien los
tribunales se pliegan a él, o bien son rápidamente intervenidos: el derecho no
puede dar protección cuando está suspendido[17].
Hasta aquí un rápido repaso de límites y problemas
en el control de constitucionalidad “fuerte”.
El Control de
Convencionalidad
El control de convencionalidad es un instrumento
más joven que su similar de constitucionalidad, pero igualmente se encuentra
asentado en el trípode Estado constitucional-democracia constitucional-corrientes
neoconstitucionalistas mencionado al principio de este trabajo. Resulta un instrumento más avanzado
hacia el constitucionalismo global cosmopolítico, cuyas manifestaciones ya
vimos al tratar el control constitucional fuerte. Se trata de levantar, sobre las ruinas del
derecho internacional clásico, un derecho planetario; en otras palabras, se
marcha desde un derecho que regía relaciones entre Estados, a un derecho que se
aplica al individuo cosmopolita (Weltbürgerrecht),
miembro de una república mundial (Weltrepublik).
Esta idea de un ius cosmopoliticum tiene
una primera y notable manifestación en el opúsculo de vejez de Kant, “La Paz Perpetua”. En nuestro tiempo, se ha
difundido a través de renovados planteos que proponen la progresiva construcción
de, en palabras de Habermas, una “comunidad cosmopolita sometida a una
autoridad superior”[18]. De
tal modo, se va desplegando la red de un ius
cogens con pretensión planetaria, concretado a partir de una constelación
de principios, valores y reglas universales que se van plasmando a través de
declaraciones, tratados, convenios y jurisprudencia internacionales. En esa
trama reticular se inscribe el control de convencionalidad en nuestro
continente.
El control de convencionalidad interamericano es planteado
por vez primera en un voto razonado (fundado) del jurista mexicano Sergio
García Ramírez, de la Corte Interamericana, en el caso Myrna Mack Chang vs.
Guatemala, de noviembre de 2003, propiciando, al modo del control de
constitucionalidad, un examen judicial de la compatibilidad entre las normas jurídicas
internas y la Convención Americana de Derechos Humanos. El control de
convencionalidad obligatorio y aún de oficio se plasma en el fallo de la causa
Almonacid Arellano vs. Chile. En esa tarea, dijo el tribunal, el poder judicial
debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación
que de él ha hecho la Corte, su intérprete última. Ella, pues, tiene una última
interpretación directa, en ejercicio de un control concentrado, cuando el caso
llega a ella, e indirecta, ejercida difusamente en todos los niveles judiciales
anteriores, por un control obligatorio y aún de oficio. Por cierto, la Corte
puede encontrar más tarde que esa interpretación ha sido deficiente en alguno
de aquellos niveles anteriores. Este deber de los jueces locales, que se
transforman así, como dice Nogueira
Alcalá[19], en
“jueces naturales” de la Convención, ha sido extendido por la Corte
Interamericana a los funcionarios de todos los órganos públicos nacionales (caso
Gelman vs. Uruguay, febrero de 2011). La jurisprudencia resultante, establecida
por la Corte como intérprete supremo, rige con eficacia directa en el ámbito de
todos los Estados miembros, “con independencia de que derive de un asunto donde
no han participado formalmente como parte material” (voto razonado de Eduardo
Ferrer McGregor en Cabrera García y Montiel Flores vs. México, de noviembre de
2010). Los jueces y funcionarios
nacionales tienen, pues, el deber
jurídico de aplicar la jurisprudencia de la Corte y, en consecuencia de esa
suerte de orden público interamericano, tiene que inaplicar expulsar del
ordenamiento local las normas o actos que resulten “inconvencionales”, so pena
de colocar en situación de reproche y condena al Estado al cual sirven. Téngase
en cuenta que en el ámbito interamericano no se aplica el “margen de
apreciación” estatal que más elásticamente se ha desenvuelto en el-ámbito
intereuropeo.
El Control
Vertical de la Corte Interamericana
Nuestra Corte Suprema, en el fallo “Rodríguez
Pereyra”, ya referido en nota, ha establecido, consecuentemente, el deber
judicial del control de convencionalidad de oficio, con la regla interpretativa
de la Corte Interamericana, que resulta la intérprete suprema de la Convención
Americana. Aquí asoma la oreja del lobo, bajo forma de un problema. El art.
68.1 de la Convención dice que los Estados se comprometen a cumplir los fallos
“en todos los casos en que sean partes”. Pero, como vimos, resulta ahora
obligatoria para los jueces locales la jurisprudencia interamericana, esto es,
la aplicación de interpretaciones en juicios donde el Estado en cuestión no ha
sido parte. Ausente, como se dijo, el “margen de apreciación nacional”, se echa
a un lado la subsidiariedad subyacente, en principio, a todo sistema global y
la función meramente “coadyuvante o complementaria” de la Corte, que aparece en
el preámbulo de la Convención. Con este planteo, por ejemplo, resulta de
aplicación obligatoria por los jueces de nuestro país, comenzando por la Corte
Suprema, la interpretación del art. 4º de la Convención efectuada en el caso
“Artavia Murillo vs. Costa Rica”, acerca de que “concepción” debe entenderse
desde la implantación del embrión en el útero, en contraposición, con lo que
podría torcerse el sentido y alcance la reserva efectuada por nuestro país al
ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño. Si se atiende a las arduas
discusiones y negociaciones legislativas alrededor del artículo 19 del proyecto
de reforma del Código Civil, que tiene lugar al momento de redactarse esta
comunicación, se comprenderá la importancia que reviste esta aplicación del
control de convencionalidad. No anduvo
errado el juez ad hoc Figuereida
Caldas en Gomes Lund vs. Brasil,, cuando señaló que “para los Estados que
libremente adoptaron la Convención, equivale a una constitución supranacional atinente a los derechos humanos”.
El control de constitucionalidad ampliado y
afinado y el control de convencionalidad armado de ius cogens resultan instrumentos desarrollados a partir del trípode
destacado al principio del trabajo, sobre el que se pretende expandir un
derecho destinado a cumplir integralmente, en la posmodernidad, las promesas perdidas
de la modernidad. Un derecho post Auchswitz destinado a terminar con los
horrores. Una esfera pública mundial –en
expresión de Ferrajoli- presidida por
ese derecho e instauradora del vislumbre kantiano de la paz perpetua. La paz a
través del derecho global, que prometía Kelsen sobre las ruinas de la
posguerra. La realidad es un estado de excepción permanente y la guerra civil
extendida por el planeta. Quizás haya llegado el momento de tomar conciencia de
ese fracaso y, sobre los escombros de las promesas incumplidas, reconstruir el
derecho sobre sus sólidos cimientos clásicos.
La ilustración es un retrato de John Marshall
[1] ) Adolfo Pliner, “Inconstitucionalidad de las Leyes”,
Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1961, p. 16
[2] )
“Creo –dice acertadamente Pliner, op. cit. pp. 15/16- que si las expresiones
acuñadas por una inveterada repetición, como la que la Corte Suprema, o el poder
judicial, es el ‘guardián de la Constitución’, o de que ‘ejercen el control
constitucional de las leyes’ y de los actos de los otros poderes, no son
empleadas en sentido puramente metafórico, se está incurriendo en una
exageración al pronunciarlas”
[3] ) Pliner,
op. cit., pp. 19/20
[4] ) Sobre la constitución
cosmopolítica de nuestros días, ver Luis María Bandieri, “Ojeada a los
Problemas (y Algunas Paradojas) del “Estado Constitucional” y de la “Democracia
Constitucional” en George Salomao Leite, Ingo Wolfgang Sarlet –coordinadores-
“Constituiçao, Politica e Cidadania –em homenagem a Michel Temer”, pp. 312/333.
[5] ) Vaya como ejemplo el
Tribunal Constitucional peruano, que se considera “vocero del poder
constituyente” y “poder constituyente
constituido”, ver en www.tc.gob.pe
[6] ) Hamilton, Madison y Jay, “El Federalista”,
FCE, México, 1998, p. 331
[7] ) Bianchi, Alberto B., “De
la obligatoriedad de los fallos de la CS –Una reflexión sobre la aplicación del
stare decisis”, ED, Serie
Constitucional, tº 2000/1. En “Cerámicas
San Lorenzo SA” (fallos 307-1094), la Corte
estableció que “los jueces inferiores tienen el deber de conformar sus
decisiones” a los fallos supremos, aunque sólo decididos en procesos concretos,
porque de otro modo aquellos fallos inferiores “carecen de fundamentos”, salvo
que justifiquen la modificación del criterio sentado por el tribunal supremo.
Mientras en sus fundamentos el ministro Fayt habló de un “deber moral” de los
jueces en el ajuste al precedente, la mayoría afirmó un “deber” a secas en tal
sentido. Posteriormente, en el caso “Bussi” (fallos 330-3160) se confirma que
el precedente debe ser respetado, con fundamento en la igualdad ante la ley,
para una igual solución a casos análogos, y en la seguridad jurídica, condición
de la certeza y estabilidad del derecho. Con ello, como advierte Bianchi, se va
produciendo un derecho jurisprudencial con efectos similares al del common law, donde la resolución
tribunalicia de los casos va tomando el lugar de ley suprema. En cuanto a la
declaración de inconstitucionalidad de oficio, hacia cuya aceptación se fue
marchando escalonadamente desde “Mill de Pereyra” hasta “Banco Comercial de
Finanzas SA”, culmina en “Rodríguez Pereyra”, del 27 de noviembre de 2012, .
cuando el control ex officio se extiende de la
constitucionalidad también a la convencionalidad, como se verá más adelante.
[8] ) Ver
Luis María Bandieri “Notas al margen del Neoconstitucionalismo”, EDCO
(“El Derecho Constitucional”, serie especial), Buenos Aires, 2009, p. 343; “En
torno a las ideas del constitucionalismo en el siglo XXI”, en “Estudios
de Derecho Constitucional con motivo del Bicentenario”, Eugenio Luis
Palazzo, director, El Derecho, Bs. As., 2012, p. 33/51; “Justicia
Constitucional y Democracia: ¿Un Mal Casamiento”, en “Jurisdiçao
Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”, coordinadores George
Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet, ed. Jus Podium, Bahia, 2012, p.
333/363.
[9] )
Frase contenida en nuestro Marbury, es decir, “Municipalidad c/Elortondo”,
Fallos 33-163
[10] ) Manuel García Pelayo, “Derecho Constitucional Comparado”,
Madrid, 1957, p. 19
[11] ) Andrés Gil Domínguez, “Estado
Constitucional de Derecho, psicoanálisis y sexualidad”, EDIAR, Bs. As.
2011, p. 87, destacado nuestro.
[12]
) “Areópago de Karlsruhe” llama Robet ALEXY al Tribunal
Constitucional Federal alemán. Ver “Derechos
Fundamentales y Estado Constitucional Democrático”, en “Neoconstitucionalismo(s)”,p. 38 edición de MIGUEL
CARBONELL, ed. Trotta, 4º Ed., 2009
[13] ) “Democracia y Derechos: problemas de fundamentación del
constitucionalismo”, en “El Canon
Neoconstitucional”, edición de Miguel Carbonell y Leonardo García
Jaramillo, ed. Trotta, Madrid, 2010, p. 285/355; “Derechos, Democracia y
Constitución”, en “Neoconstitucionalismo(s)”,
cit. p. 188/211.
[14] ) Cit. en Gustavo
BINEMBOJM, “Duzentos anos de jurisdicao constitcional: as liçoes de Marbury
vs. Madison”, en Revista Latino-Americana de Estudos Constitucionais, nº 9
jul/dez 2008), Fortaleza, p. 537.
[15] ) La respuesta del James
Madison joven de 1787 en “El Federalista” X, muy distinto del Madison maduro, luego de
culminada su presidencia, que ve en el gobierno de las mayorías la forma “menos
imperfecta” (cf. Robert Dahl, “¿Es
Democrática la Constitución de los EE.UU.?”, FCE, Buenos Aires, 2003, pp.
46/48)
[16] ) Robert Dahl,
“Decision-making in a democracy
the Supreme Court as a nacional policy-maker”, Journal of Public Law, pp.
279/295. En el mismo sentido, véase Charles L. Black jr., “The People and the Court”, McMillan, NY, 1960, p.35
[17] ) F. Atria, “El Derecho y
la Contingencia de lo Político”, en Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho,
nº 26, Universidad de Alicante, ed. electrónica, p. 323, en
http:/7publicaciones.au.es<<<<<<<7filespubli font="" pdf="">7filespubli>
[18] )Jürgen Habermas, “¿Tiene todavía alguna posibilidad la
Constitucionalización del Derecho Internacional?”, en “El Occidente escindido: pequeños escritos políticos X”, Trotta,
Madrid, 2006, p. 125
[19] ) Humberto Nogueira Alcalá, “Diálogo Interjurisdiccional de control de
convencionalidad entre los tribunales nacionales y la CIDH en Chile”,
Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, año XIX, Bogotá, 2013, p.
521
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