Escrito poco antes del fallo de la Corte Suprema en la causa "Rizzo", que hizo lugar al amparo contra la ley de reforma judicial, en cuanto al aumento del número de miembros del Consejo de la Magistratura y la elección popular en boleta de partido político de los consejeros jueces, abogados y académicos y, más aún, dejó sin efecto la reforma de la mayoría exigida para derivar un magistrado al jurado de enjuiciamiento (de 2/3 a la mitad más uno era el texto hoy fulminado). Es curioso que la disidencia de Eugenio Zaffaroni comience con una crítica compartible a la reforma de 1994, que al introducir en la composición del Consejo de la Magistratura el elemento partidista de diputados y senadores, electos con mandato representativo de derecho público, junto con jueces y abogados como mandatarios estamentales, electos con el esquema del mandato de derecho privado, prerrevolucionario, abrió cauce a la actual crisis.
SOBRE LA INDEPENDENCIA JUDICIAL O DE CÓMO NO
TROPEZAR CON LA MISMA PIEDRA
El ciudadano raso ha tenido últimamente
que habituarse a descifrar las arduas categorías y distingos que se acumulan en
la jerga de los constitucionalistas. Hasta
se ha visto obligado a tomar partido sobre per
saltum, certiorari y amicus curiae, entre otros severos latines. Verdadera labor de romanos que, pese a
vulgarizaciones bien intencionadas, no está al alcance del liso y llano hombre
o mujer de la calle. Los ilustrados de
finales del siglo XVIII pregonaban con
el optimismo de la época que una constitución era un texto para llevar en el bolsillo. Hoy, con el tamaño reducido a la palma de una mano puede
ser un artefacto de combate para agitar frenéticamente entre el pulgar y el
índice, como suelen mostrarnos Maduro y sus bolivarianos. Pero la constitución “ideal” de los
constitucionalistas no es nada de eso: en puridad, es muchísimo más que eso. Una
Constitución, con la majestad de la letra capital, es hoy –nos dicen- el faro desde donde iluminan valores complejos
y a veces contradictorios; la fuente inagotable de principios; la supernorma
jurídicamente soberana que a su letra añade la escritura de tratados
posmodernos que con ella hacen bloque, y
la suma de decisiones de los tribunales constitucionales aplicados a extenderla
en una irradiación sin fronteras. El texto constitucional mondo y lirondo es apenas la punta de un iceberg colosal, cuya
masa preponderante está sumergida, fuera de la mirada común. Para tomar un ejemplo del exterior, a la Ley
Fundamental alemana tenemos que adicionarle los noventa y cinco tomos con las
decisiones del Tribunal Constitucional Federal
que nos dicen lo que la Ley Fundamental realmente dice. Agreguemos a la
pila, además, la vasta literatura subsidiaria en libros y artículos
especializados, más la vulgarizaciones mediáticas. Es claro que ante esta
pirámide libresca que supera muy mucho las que levantó alguna vez Marta
Minujin, aquella idea del constitucionalista alemán Peter Häberle sobre “la sociedad abierta de
los intérpretes constitucionales”, donde
se codearían en la glosa de los textos los profesores de la materia con
porteros, colectiveros y demás personal común, suena a ingenua profesión de
fe, y el “patriotismo constitucional”
que gustaba propagar Jürgen Habermas, un patriotismo sin patria basal, asentado
en folios y apalancado por las disertaciones de los profesores de la materia,
se apaga simplemente como un ruido más en
el aire.
Sin embargo, algo en este despliegue
de ímpetu gubernativo que ha desembocado
en las leyes sobre “democratización de la justicia” ha llegado al caracú del
hombre común, recorre las redes sociales y, en las grandes movilizaciones,
aparece con frecuencia en las pancartas. Es el pedido de “independencia
judicial”. La independencia de los jueces
respecto de los gobernantes y de los “poderes indirectos”, aquellos que
influyen en las decisiones públicas sin asumir responsabilidad por ellas. Que
no quepa recurso contra la injusta decisión de un gobernante, o contra la
sensación de omnipotencia de un influyente es colocar al ciudadano a merced de
la arbitrariedad. Es un caso en que de modo patente habría carencia de
justicia, porque faltaría la condición necesaria para que los jueces den a cada
uno lo suyo.
Estamos en esa situación. Pero, ¿cómo
se afianza y defiende la independencia judicial? ¿Cuál es su médula? Estas son
las preguntas a plantearse, y ya no basta acudir a las categorías clásicas del
constitucionalismo, como la de la división o separación de “poderes”, para
responderlas. Repitamos: el punto esencial no es el de la división o separación
“geográfica” de poderes, sobre el que
insiste una prédica tan bien intencionada como errónea. El núcleo de la
cuestión es el de la independencia de
los jueces que arbitren los conflictos contenciosos entre individuos.
La división o separación de poderes
es la articulación tripartita de las
funciones del poder político, que es uno, según un principio orgánico de
distribución. Esto es: disponemos tres órganos, el ejecutivo, el legislativo y
el judicial, cada uno con una función propia y competencias específicas en cada
caso. Se trata de que no estén respectivamente integrados por las mismas
personas o que ninguno de ellos pueda influir decisivamente en el nombramiento
de los integrantes de los otros “poderes”. Hasta aquí la teoría, a la que
podemos agregarle, con una notoria imagen mecánica, el bonito juego de los
frenos y contrapesos entre estas tres funciones cumplidas por tres órganos distintos,
que conforman un solo poder político institucional verdadero, aunque a cada
órgano lo nombremos como “poder”. Por
cierto, esta imagen de los checks and
balances da a entender que, en el mundo político, como en el mundo físico,
todo equilibrio en un sistema de fuerzas es inestable[1] y
provisorio y que las fuerzas actuantes no pueden “dividirse” o “separarse”,
sino que se encuentran en interrelación constante. La teoría de la separación “geográfica” de los
tres “poderes” como garantía de que ninguno de ellos se va a desmandar, es objeto de tan continuas
tergiversaciones, aquí y en el resto del mundo, que muchos la consideran a esta
altura una ficción. Hace unos cuantos años, un notable político socialista,
Alfonso Guerra, cuando acompañaba a Felipe González como vicepresidente en el gobierno español, lo puso negro sobre
blanco: “Montesquieu ha muerto”, dijo, refiriéndose a don Carlos de Secondat,
barón de Montesquieu, en cuya obra los constitucionalistas clásicos han leído
el dogma de la división o separación de poderes, simplificando al extremo el
mensaje del noble francés[2]. El
ejecutivo, en la verdad efectiva de la política, no meramente “ejecuta”, sino
que gobierna, actuando de arriba hacia abajo, por medio de la iniciativa y de
la propuesta. El legislativo, desde ese misma mira, no meramente “legisla” (la
elaboración legislativa es una función técnica donde, en el mejor de los casos,
interactúan los especialistas del ejecutivo y el legislativo) sino que su
función principal es la de vigilancia y control del gobierno, cuyos actos
aprueba, modera, critica o rechaza. El legislativo, en tanto representación, y
a la inversa del gobierno, debe actuar desde abajo hacia arriba, como espejo de
la multiplicidad concreta de las demandas de los gobernados En los hechos, tanto en el presidencialismo como en el
parlamentarismo, el ejecutivo, poder activo, suele gobernar no según la norma sino por
medio de la continua creación de normas (además de la iniciativa casi
monopólica de las leyes, con la delegación
legislativa, decretos de necesidad y urgencia, vetos totales y parciales de
leyes, no reglamentación de leyes sancionadas, etc.) y el legislativo,
abandonada desde hace mucho tiempo su función de control, tiende a transformarse, por vía de la obediencia a la
“bajada de línea” presidencial, en oficina de certificación de la actividad
ejecutiva. El ejecutivo y el legislativo, por otra parte, resultan
autorreferenciales, esto es, apuntan sólo al desenvolvimiento, continuidad y
persistencia de sí mismos, incluso en
cuanto a las personas que los ejercen, con abstracción del resto del abanico
institucional. El ejecutivo, en diverso grado y medida, se autoconsidera no sólo gobierno sino
expresión de la nación, encarnación del Estado y, en los casos más extremos, “representante” exclusivo del pueblo, con lo
que se anula la noción misma de representación, dando lugar a verdaderas
“egoarquías”. El legislativo, fundamentalmente impropio para el gobierno o
cogobierno, consiente en que su función
representativa sea anulada en buena medida por el poder activo, al mismo tiempo
que resulta expresión de una clase política o “partido único de los políticos”
cuyos integrantes pretenden perpetuarse en sus cargos con mínima circulación,
en una demostración constante de la “ley de hierro de las oligarquías”. Las
mayorías congresistas o parlamentarias , como se ha visto en cuestiones como la
aprobación de la “constitución” europea del 2004[3]; en
la sanción del matrimonio entre personas del mismo sexo o en las medidas de
extremo rigor económico, no se corresponden con las mayorías sociológicas. Se
da, pues, en paralelo con la crisis de la división de poderes, el
descascaramiento de lo que Hans Kelsen llamó la “ficción de la representación”,
y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad
del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra
indisolublemente emparentado con este proceso.
Comprobado así el estado real de las
cosas, sigue siendo válido el mensaje que, desde infratumba, manda aún el viejo
Montesquieu: sólo el poder contiene al poder.
Quien tiene algún poder quiere más poder y todo individuo o grupo desarrolla su poder hasta donde lo atajen. En
otros términos, desde una crítica que toma razón de la distancia entre el
modelo teórico y la realidad empírica, la cuestión no consiste en lamentarse de
continuo sobre las infracciones al dogma de la división de poderes, dejando
perpetuamente mensajes en una especie de Muro de los Lamentos jurídico, como suele manifestar una actitud
repetidora de los clisés del constitucionalismo clásico, sino en hallar los
contrapoderes efectivos, y coordinar y distribuir los distintos poderes. De
otra manera, la comprobación de la realidad de las cosas no contribuye a
mejorarla. El federalismo incardinado en nuestra historia bien podría funcionar como articulación territorial de
contrapoderes que limitarían horizontal y efectivamente la centralización. Pero
nuestra práctica desde largo es la de un unitarismo de hecho que se afirma,
sobre todo, en el resorte fiscal, cuyo manejo a discreción refuerza al hiperpresidencialismo,
y al que futuros ejecutivos de cualquier signo muy difícilmente habrán de
renunciar.
La permanente reivindicación del
gobernado no es, pues, la más o menos ficticia división de poderes,
sino la independencia de los jueces. Un gobernante legislador puede,
excepcionalmente, resultar un Alfonso el Sabio. En un congreso genuflexo o
perezoso puede levantarse insólitamente una voz inspirada. Pero cuando la
determinación de lo suyo de cada uno queda a cargo de jueces doblegados por el temor o elegidos por
su sumisión, se coloca al ciudadano impotente de cara a la iniquidad.
Distingamos en lo que hacen los jueces.
Por un lado, los jueces tienen la facultad de de juzgar y adjudicar lo suyo de
cada uno, concretando lo justo del caso. Esta facultad no es propiamente un
poder sino que corresponde a la autoridad. Por eso, volviendo al viejo
Montesquieu, el “poder” de la magistratura,
tomado desde este ángulo, resulta prácticamente nulo. La autoridad de
los jueces se funda, a su vez, en la independencia con la cual puedan juzgar y
concretar así el derecho en los conflictos interpersonales. Su juicio requiere
libertad íntima e independencia práctica de los poderes en juego, sean estos
institucionales o indirectos. Por eso, si
corresponde que los jueces sean perseguidos en caso de inconducta, no deben ser juzgados por los
fallos que a ciencia y conciencia han considerado rectos. Esta garantía de la independencia del
juez sostiene la libertad del ciudadano,
como advertía en su tiempo el viejo barón y percibe continuamente la conciencia
pública. La actual crisis en la consideración ciudadana de la magistratura reside
en una pérdida considerable de autoridad, ya que se la supone muy limitada en
cuanto su independencia y condescendiente con algunos miembros de la judicatura
que con su conducta pública la des--autorizan.
Hasta aquí hemos hablado de autoridad.
La judicatura tiene, además, una porción de poder político por la cual puede
considerársela propiamente “poder”
judicial. Hay una forma patológica de ejercicio de este poder, que se
manifiesta en una también patológica “judicialización de la política”, donde el
enemigo debe ser estigmatizado con un procesamiento o una condena, para lo cual
debe contarse con jueces proclives a despacharlos. Pero hay también una forma
fisiológica de ejercicio del “poder” judicial, y por consiguiente una normal
judicialización de la política que, de todos modos, conduce inevitablemente a
la politización de la justicia. Es el poder que se ejerce a través del control
de constitucionalidad “fuerte”, donde la judicatura, y en especial la Corte
Suprema de Justicia, cumple una función
intrínsecamente política: establecer en última instancia lo que la Constitución
dice. En el desenvolvimiento de su poder, la magistratura ha ido expandiéndose
de supremo intérprete a legislador contramayoritario negativo, y de este último
carácter a legislador contramayoritario positivo, en especial a través de las
sentencias “manipulativas” en las que se amplía y transforma por los tribunales
el radio de acción normativa de las disposiciones recurridas. Entonces, con el
objetivo de controlar esta función y, también, de inclinar la balanza de la
judicialización política, se asiste a la injerencia, entrometimiento y
maniobreo de los ejecutivos en los procesos de selección, designación y
remoción de los jueces, que llega a su cúspide con la propuesta actual de “democratización” de la
administración de justicia.
Por cierto, no es cuestión, como
todavía voces respetables pero equivocadas sostienen, que esta porción de
“poder” de los tribunales está
incontaminada de “política” Salir de este error es fundamental si no se quiere
tropezar mañana con la misma piedra. Ante todo, la constitución es derecho
político. Trata de y sobre la política y se la interpreta para la política, lo
que no quiere decir “política partidaria”, aunque entre nosotros es difícil
extraer la materia política de ese registro.
Por otra parte, el “poder” judicial es parte interna y esencial del
poder político, no sólo porque su jurisdicción se extiende a los miembros de los
otros “poderes”, sino también porque el poder judicial carece de fuerza de
obligar –carece de “imperio”- si no cuenta con los elementos que dependen del
poder ejecutivo –nuestra Corte Suprema, por ejemplo, pese a fallar en tal sentido, no pudo reponer
en su cargo al ex procurador general de la provincia de Santa Cruz, Eduardo
Sosa, porque ningún vigilante federal o provincial ejecutaría su orden, ni
logra que la ANSeS cumpla debidamente
las sentencias sobre actualización de los haberes jubilatorios.
Esta politización de la justicia y
judicialización de la política es vieja entre nosotros, aunque ahora esté
llegando ahora a un punto de exaltación. Se cuenta que don Julio Argentino
Roca, en 1887, culminando una gira europea, tuvo una entrevista con Otto von Bismarck,
el “canciller de hierro” del segundo imperio alemán. Don Otto, luego de
escuchar el primoroso cuadro que el tucumano le dibujó de nuestro país, tras algunas
reflexiones intrascendentes, le largó la pregunta: “¿cómo anda la justicia por
su tierra, general?”. El zorro argentino apenas alcanzó a contestarle al zorro prusiano que
estaba escrita en la constitución…
La cuestión, pues, no es de ahora, aunque sea hoy que las
reacciones parecen multiplicarse. Para tomar un ejemplo no lejano, siendo
gobierno Néstor Kirchner una mayoría automática conformada en el Consejo de la
Magistratura exigió la cabeza del presidente de la Cámara de Casación Penal, el doctor
Alfredo Bisordi y de los tres integrantes de la sala IV de dicho tribunal, por
presunta lentitud en el tratamiento de causas a ex represores Lo hizo a pedido del
CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales).
El entonces presidente de la República,
primero en Córdoba ("yo empujo, pero se hacen los distraídos",
lanzó) y luego desde la Casa Rosada, se
sumó a la partida. En ese momento, el
presidente de la Corte Suprema de Justicia, que lo era ya el doctor Ricardo
Lorenzetti, según declaraciones recogidas por el diario "La Nación",
afirmó: "si un juez se siente presionado (por el Poder Ejecutivo) debería renunciar", una frase poco
feliz que, seguramente, hoy, cuando él mismo se ve aculado a la presión del
ejecutivo es él mismo, no repetiría. Pero se puso de manifiesto a partir de allí el malestar, la intranquilidad y la aprensión
que producía en muchos jueces, funcionarios y operadores jurídicos la abierta
intromisión en la esfera de la independencia judicial para el juicio en conciencia,
tanto del Ejecutivo como de la mayoría maquinal del Consejo de la
Magistratura –la minoría no era tampoco de levantar la voz, como lo fue mucho
después- y del CELS, poder indirecto.
En esa cancelación a sabiendas de la garantía de la independencia judicial en
cuanto a su libertad íntima de juicio, no la primera y, como sabemos, tampoco
la última, hubo un gravísimo menoscabo a
ella, que entonces pasó casi inadvertido, quizás porque tampoco interesó a la
corporación mediática hoy directamente afectada porque llevada ante los
tribunales, ni a la oposición distraída en sus internas. Lo grave en ese “caso
Bisordi” fue que lo que se planteó no
era un presunto mal desempeño, sino la supuesta orientación ideológica de los
jueces, que los podría conducir a fallar
en un sentido no deseado en los procesos a ex represores. A mi juicio, y así lo
escribí en aquel tiempo, se trató de otra manifestación del doblegamiento de los
jueces en el período kirchnerista, que fue considerada, entonces, como una
anécdota tribunalicia por muchos de los que hoy agitan principios de
republicanismo.
Podría argumentarse que, aparte del
núcleo referido a ese doloroso pasado que se empeña en no pasar, en lo demás la
independencia judicial se mantuvo hasta ahora. Simplemente, nos encontraríamos
ante una independencia de la agencia judicial marchando a dos velocidades: una,
muy limitada, para el pasado político 1976-1983 (con tendencia a una extensión
aún más atrás) y otra, plena, para la masa de los demás conflictos. Difícilmente
habríamos podido convencer al viejo Montesquieu de la viabilidad de este doble
tratamiento. El poder que sirve para obtener resultados favorables en un campo
se intentaría extenderlo también al otro, en principio inmune, que es lo que
estamos presenciando. Así esta inscripto en la “naturaleza de las cosas”
políticas. Y el barón se despacharía con alguna de sus sentencias, del tipo:
“no hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y con los
colores de la justicia”. No está de más recordar al respecto la historia
judicial del “corralito” y la pesificación, conflicto ajeno a nuestra guerra
civil. Allí hubo una verdadera rebelión judicial, que se manifestó en los
casos “Smith” y “Provincia de San Luis”,
que posibilitaron los amparos; luego, un llamado al orden por parte del
Ejecutivo y un Legislativo presuroso en ponerlo en práctica, volteando mediante
presiones a renunciar y juicio político una Corte Suprema; a ello siguió el
nombramiento de nuevos ministros de la Corte, con la misión de terminar con el
problema, que acabó con una solución de compromiso en el caso “Massa”,
dejándose abierto aún el debate sobre las facultades del Ejecutivo, por DNU o
delegación legislativa, para legislar sin cortapisas en afectación de la
propiedad, cuestión que, entre nosotros, siempre puede convertirse en un futuro
ya conocido.
La independencia de la administración
judicial se entiende, según vimos, referida a la libertad que debe asegurarse a
sus miembros para juzgar en ciencia y conciencia, libres de la influencia de
otros poderes, institucionales o indirectos, que exijan lealtad, provoquen
miedo o procuren la prevaricación por medio de sobornos. Se trata de una
independencia subjetiva, en ejercicio de la cual el magistrado forma su juicio.
En la formación de su juicio el juez debe procurar la neutralidad y la
imparcialidad, esto es, no inclinarse de antemano por uno u por otro de los
litigantes y resultar ajeno al objeto disputado en el litigio. La imparcialidad
en sentido amplio, que recoge ambos aspectos señalados, es un deber para el
juez y una garantía para el justiciable, implícitamente recogida en la
constitución, explícitamente en el Pacto de San José de Costa Rica y
sintéticamente expuesta en el aforismo
“no se puede ser juez en causa propia”. Pero juzgar no es un acto mecánico. En
el juicio, el juzgador concreta y declara desde los hechos el derecho, lo justo
del caso, sirviéndose de la norma como tópico principal e ineludible de su
argumentación. Ahora bien, los hechos y
la norma, el juzgador y su expediente
están inmersos en el mundo. Lo que no está en los autos judiciales no
está en el mundo, dicen los juristas, pero los autos no se han confeccionado
desentendiéndose del mundo. Y este mundo, enfocado desde su conformación social
y política, aparece como la tensión de las fuerzas efectivas en un momento
dado. Todo esto es muy viejo y aparece ya en Aristóteles. La independencia
subjetiva del juzgador y su esfuerzo de imparcialidad no implican desconexión
con el mundo ni desconocimiento de las relaciones de fuerza en la sociedad. No
puede pasarse por alto que la decisión judicial resulta normalmente influida por la opinión pública y una serie
de factores extrajurídicos, tales como la ideología del juzgador, sus características
e intereses y sus experiencias
individuales y profesionales. También el
juzgador sabe que su fallo no puede cambiar el mundo, porque ése no es su
empeño. Su tarea es concretar lo justo posible en un tiempo y en lugar
determinados. Para ello, su independencia subjetiva, generadora de autoridad
social, resulta imprescindible.
Algo sobre la selección de los jueces.
La judicatura es un cuerpo profesional; esto es, una corporación, en el sentido
recto y no peyorativo del término. El método más apropiado para la selección de
nuevos integrantes de un cuerpo tal es la cooptación. Esto es, que la
corporación nombra o propone el nombramiento
de sus integrantes a otros órganos –como en el caso de la designación
judicial- sin intervención externa. El universo cerrado de la cooptación, en
este caso, es el de los abogados y jueces.
Otros cuerpos profesionales, como las fuerzas armadas, las asociaciones
y colegios de distintas profesiones o los gremios, por ejemplo, mantienen ese
sistema. Es el más adecuado y, como todo sistema, la exageración de su
principio puede conducir a una desviación, que es el “corporativismo”, cuando
el cuerpo tiende a presentarse con el
cerrojo de una casta. Que es lo que ocurre, precisamente, con la clase
política, un cuerpo teóricamente abierto a todos los ciudadanos, pero que, como
vimos, apunta a un corporativismo hermético.
El error de la reforma del 94, en
la redacción del art. 114 de la CN, fue introducir a la clase política, como un
estamento profesional, en la
conformación del órgano destinado a la elección de los jueces. Además de
introducir los elementos partidarios y sus internas, se obtenían consejeros de
medio tiempo, que en época de campaña electoral dejaban al órgano paralizado.
La solución al problema fue planteada sin éxito por Jorge Reinaldo Vanossi: los
representantes políticos profesionales no debían ser senadores o diputados,
sino jueces o abogados propuestos por las Cámaras, mientras los restantes eran
electos por sus pares. La crisis
decisiva en el Consejo de la Magistratura por la propuesta de “democratizarlo”
venía manifestándose gradualmente y en sordina desde su misma puesta en marcha.
¿De dónde viene una tendencia
anulatoria de la independencia judicial? Para una corriente de pensamiento
jurídico, la del “uso alternativo del derecho”, nacida en Italia hacia los años
70 del siglo pasado, el derecho –especialmente el de creación judicial- debe
desempeñar una función “progresista” en el cambio social, revirtiendo los
contenidos conservadores de su uso tradicional. Para esta corriente, las instituciones jurídicas, considerados en su conjunto, forman parte de
las superestructuras de una formación económico-social determinada, que expresa
las relaciones reales de dominio a favor de la burguesía. El “derecho progresista”, de matriz judicial, debe convertirse en vehículo
de la transformación social, mediante la afectividad de los jueces hacia los
sectores oprimidos y desprotegidos, ya sea “dentro de la ley, fuera de la ley,
en contra de la ley, más allá de la ley”[4]. Resulta vino pasado en odres vencidos. Ocurre que el derecho –todo
derecho- es siempre conservador o conservativo, si se quiere ser menos
equívoco. Todo jurista es conservador, no en la acepción política del término,
sino en el sentido de que uno de los objetivos del derecho consiste,
precisamente, en “conservar” algo que se establece. Todas las revoluciones han intentado
conservar la nueva relación de fuerzas establecida por medio de un nuevo orden
jurídico destinado idealmente a perdurar. Si el acta de bautismo de ese nuevo
orden jurídico proclamara que está destinado inmediatamente a transformarse,
sería declararlo obsoleto no bien nacido. Para establecer un nuevo derecho,
esto es, un nuevo orden jurídico conservativo, es necesario que, antes, se haya
producido una transformación en la
relación de fuerzas en juego. En otras palabras, que haya tenido lugar
una transformación política. Un jurista puede plantear, idealmente y como
proyecto, la transformación del orden jurídico existente y cómo sería el derecho resultante y deseable.
Pero si quiere verlo efectivamente creado debe bajar a la arena política o,
cuando menos, esperar a que en la arena política se den las modificaciones previas necesarias para
crearlo. Las transformaciones políticas que se quieren realizar a través del
“uso alternativo” del derecho o de la trasmutación de la afectividad de los
jueces, desde el punto de vista de la “verdad efectiva”, manifiestan una
negación simultánea del derecho y de la política. Negación de la política, a la
que se pretende neutralizar sacándola de su campo propio y trasladándola al
estrado judicial y a las decisiones técnicas de jueces convertidos en agentes
del cambio social, de origen contramayoritario, pero actuando en nombre del
pueblo o de los desprotegidos. Negación del derecho, ya que este incesante
avance o huída hacia adelante del “derecho progresista”, para el que lo
bastante es siempre demasiado poco, conduce a la eliminación de las
restricciones y a un desdibujamiento de la relación entre lo permitido y lo prohibido,
que es uno de los presupuestos de lo jurídico. La esencia del “derecho
progresista” no es el buen orden político, sino el nihilismo. Es decir,
una pérdida
general de sentido y consistencia de la vida histórica, que vemos a diario
expandirse entre nosotros.
De todos modos, aún el “derecho progresista” depende de la previa
correlación de las fuerzas efectivas en la arena política. Nuestra monótona
monocracia ha inventado una épica de lucha contra los grandes poderes
corporativos. Hay quienes, consecuentemente, pretenden hacer de la
administración judicial una dependencia propia, para un uso alternativo, por
parte de una casta, del derecho
favorable a sus designios de perpetuidad.
Bienvenida la oposición a este intento de atropello a la independencia
judicial, siempre que no resulte una
salmodia de viejos postulados que demostraron ya su fracaso teórico y su
inutilidad práctica.-
[1]) En un sistema de fuerzas un
equilibrio es inestable cuando el cuerpo en cuestión, separado de su posición
de reposo, no vuelve a ella por sí mismo, sino por acción de una fuerza
contraria
[2] ) Montesquieu utiliza en su vasta obra sólo una vez el verbo
“separar” y, de preferencia, se refiere a la “distribución” de los poderes y
llega a afirmar que deben estar “fundidos” (“El Espíritu de las Leyes”,
2,XI,7). Junto a la distribución horizontal, propugnaba los contrapoderes
verticales, de abajo hacia arriba, de los cuerpos intermedios, abolidos por la
Revolución Francesa.
[3] ) Aprobada por el Parlamento Europeo y por las asambleas
parlamentarias de Francia y de Holanda, fue rechazada ampliamente al llamarse a
un referéndum.
[4] ) “Con este
entendimiento procuran que los jueces sean instrumento de transformación social
y que abandonen su función legitimadora de la dominación y opresión: que dejen
de ser meros aplicadores del derecho positivo y pasen a intepretarlo siempre
para lograr la justicia en el caso concreto: “dentro de la ley, fuera de la
ley, en contra de la ley y más allá de la ley”. Héctor Quiroga Lavié, “Derecho Constitucional Argentino”,
Rubinzal Culzoni, Bs. As., 2001, tº1, p. 89
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