A propósito de la hýbris
Nelson Castro acaba de introducir en el
léxico de los media y, por lo tanto,
en el catálogo fugaz de la “videología”, el término hubris. Más específicamente, el “síndrome de hubris”, que aquejaría
de preferencia a los políticos. La fuente de Castro es David Owen –“In Sickness and in power”- que
relaciona, como indica el título, el poder con una enfermedad, cuyos signos y
síntomas regularmente presentados llama “síndrome de hubris”. Este síndrome indica la enfermedad en la
cabeza de quien encabeza un gobierno.
Lord Owen, médico de profesión con
especialidad en neurología y psiquiatría,
como político, originariamente en las
filas del laborismo, fue ministro
de Salud (1974-1976) y de Relaciones Exteriores (1977-1979). Posteriormente, se
separó del laborismo y fundó una corriente socialdemócrata de la que se separó
poco después. Durante la guerra de Malvinas –puede leerse en Wikipedia- en una
reunión de los Bilderberg en Dinamarca, ante varios ministros de Relaciones
Exteriores, impulsó con éxito las
sanciones contra la Argentina, que hasta ese momento no habían prosperado. El poder, según Owen,
origina cambios en el estado mental. A
algunos políticos –muchos, si se advierte el catálogo de los últimos cien años
que elabora, donde incluye a Churchill, Hitler, Kennedy, George W. Bush, Berlusconi y
Obama, entre otros- el poder se les sube a la cabeza, los convierte en soberbios y les hace perder la noción de la realidad. En
algunos casos, se convierten en verdaderos y peligrosos enfermos mentales,
incapacitados para tomar decisiones y gobernar. Propone que en el elenco mundial
de enfermedades mentales se incluya este
síndrome de hubris que aqueja principalmente a los poderosos.
En los casos
extremos, cuando acceden al poder se creen dioses o sus enviados en la Tierra,
propician el culto a la personalidad y muchas veces se tornan crueles. Esa enfermedad
no se da únicamente en las tiranías,
sino también en las democracias. El síndrome, en los dirigentes que gobiernan
las democracias, al no poder comportarse como dictadores crueles, tiene otros
rasgos y manifestaciones: se sienten eufóricos, no tienen escrúpulos, no son
conscientes de sus errores, sin que ni siquiera les afecte el rechazo masivo de
los ciudadanos o su inmensa y aterradora cosecha de fracasos, dramas y
carencias que, para cualquier persona con salud mental, resultarían
insoportables. Su alienación es de tal envergadura que cometen un error tras
otro, porque la capacidad de análisis no les funciona y sus decisiones y
medidas son producto del desequilibrio, la soberbia y la confusión extrema.
Quien quiera ir más allá puede acudir al blog de Owen (www.lorddavidowen.co.uk) y leer las
dos interesantes entrevistas allí transcriptas, que le hiciera Richard Heffner.
La relación entre enfermedad y poder no
es nueva. La bendición del triunfo político acarrea muchas veces la maldición de
la embriaguez de poder. Aristóteles , en los Problemata (Problema XXX), relacionaba ya el genio, incluído el
político, con la enfermedad, en este
caso la melancolía, producto de la bilis negra, la atrabilis, que los vuelve atrabiliarios, esto es, según el diccionario, "de genio destemplado y violento". El sentido que
daba el de Estagira a esta palabra “melancolía”, era distinto al que hoy le
asignamos, relacionada con la tristeza y desgana. Un melancólico, hoy, es un
deprimido y “depresión”, como mi viejo amigo Guillermo Vidal señalaba, es un
término nacido con la revolución industrial, que alude, en analogía con la
máquina de vapor, a la falta de presión en el ser humano. Se trata, en cambio,
para Aristóteles, de un tipo de
comportamiento en el que, muchas veces, se alternan conductas diversas y opuestas, como sucede en el caso
de los personajes con que ejemplifica. Es el caso de Heracles que, en un acceso de
locura, mata a los hijos que tuvo con su primera esposa Mégara. O de Ajax que,
después de todas sus luchas heroicas, cae preso de la locura y confunde un rebaño
de ovejas con Odiseo y Agamenón. Estamos frente a una condición que, en la
actualidad, recibe el nombre de “trastorno bipolar”, esto es, alternancia de
episodios de depresión mayor con otros de manía. Para sufrirlo tampoco se necesita ser un
genio, obviamente.
En la línea de los trabajos de Owen
recuerdo a Agustín Cabanès (1862-1928),
un médico e historiador francés, que
tuvo su auge allá a principios del Novecientos, con una serie de libros donde
equiparaba el genio político y literario con algunos trastornos mentales. Desde
luego que estos análisis reductivos, donde aparentemente todo encaja, así como
el que tiene como único instrumento un martillo tenderá a ver el mundo bajo
forma de clavo, suelen, tras de su auge, perderse en el olvido, sin develar ni
el misterio del genio, ni de lo que Gerhard Ritter llamaba die Dämonie der Macht, la “demonía del poder”. Inflijo aquí una
breve e intensa cita de Ritter, de la que bien podría servirse el doctor Castro
en sus cierres dirigidos a la presidente: “la demonía no es pura negación
de lo bueno, no es la esfera de la
oscuridad completa frente a la luz sino de la media luz, de lo equívoco, de lo inconsciente, de lo más hondamente siniestro. Demonía es
obsesión (Besessenheit)…”.
Por cierto, hubris o hýbris es una vieja conocida desde los
griegos. Aunque se la suele traducir como “arrogancia” o “insolencia”, lo más cercano
a su sentido original resulta, quizás, “desmesura”. El exceso que nos aleja de
la areté. Heráclito decía (fragmento
43): “es necesario apagar la hýbris
más que un incendio”. La desmesura puede ser individual o colectiva, anotaba
Mondolfo. Y el siguiente fragmento 44 parece ser su consecuencia: “es necesario
que el pueblo combata por la ley tal como por la muralla”. La muralla de la ley
frente a la desmesura, frente al
voluntarismo extremoso y extremista, para contener la superbia. Los griegos sabían
que el castigo de la hýbris venía de la
mano de Némesis, la diosa de la venganza retributiva, a través de sus
auxiliares las Furias. Pero nadie sabe cuándo ni a qué precio…
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