EL
LORO DE CHÁVEZ, O DE LOS CAMINOS EXTRAVIADOS DE LA AMÉRICA HISPÁNICA
Hugo Chávez era un
cristiano y, por lo tanto, de acuerdo con sus creencias, habrá sido sometido a su juicio particular.
La pietas más elemental exige el
respeto por nuestro semejante ya finado y pide decoro en el momento final de sus días mortales. Esta
exigencia se vuelve más imperiosa cuando se observa la impiedad con que sus
favoritos han manipulado constantemente su enfermedad, su agonía, el momento y lugar imprecisos de
su muerte y las liturgias profanas que se le prodigaron, destinadas en buena parte a encubrir la lucha
intestina entre sus pretensos delfines y, por otro lado, a poner bajo su advocación
una campaña electoral en marcha, para que el triunfo permita la continuidad de
la nomenklatura revolucionaria.
Esto dicho, corresponde,
ya bajo el ángulo político, un examen de
Chávez y el chavismo en el ámbito de nuestra ecúmene hispanoamericana.
En Chávez y en su producto
político, el chavismo o “socialismo del siglo XXI”, hay elementos originales,
propios del personaje y su peripecia, y otros
elementos que provienen de más lejos, de la historia y hábitos propiamente
hispanoamericanos. Estos últimos, los de entorno y herencia, una vez apartados
algunos rasgos folklóricos, donde el loro del título vendrá a cuento, resultan
los de mayor peso e importancia.
Nuestro único régimen político subcontinentalmente aceptable
resulta puramente europeo y mediterráneo: el despotismo ilustrado. Populismo
con caudillo, cesarismo democrático: por siempre Borbones.
El populismo latinoamericano, es decir, caudillos que concentran
en su persona todos los poderes en nombre del pueblo, al que sienten
representar de modo unipersonal y absoluto, es la forma de democracia propia de
nuestra ecúmene hispanoamericana. La democracia liberal, con la matriz
constitucional del Estado de Derecho, nunca llegó a cuajar del todo en las
costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado períodos y
países en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo,
cuyas raíces se hunden aquí más en lo profundo que la matriz de cuño británico
del constitucionalismo clásico. Pero la "intrahistoria", el subsuelo
político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras
institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y
mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios
del Estado de Derecho liberal burgués. Como adoptamos la matriz del constitucionalismo
liberal sin demasiada convicción ni mucho respeto, se manifiestan fenómenos
continuos de resistencia y rechazo de aquella horma institucional, hasta
convertirse tal desfasaje entre ficción y realidad constitucional en uno de los
síntomas más evidentes de una “mentira vital” que descalifica nuestras
instituciones.
Bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. Y la institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. Pero no de cualquier monarquía. Es curioso que en América Hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto a la autoridad del monarca -como Marius André señalaba hace mucho- comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan -peleando- al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando". El principio monárquico, como Schmitt señala, es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía.
En la segunda mitad de siglo XVIII, los ilustrados habían descubierto el pueblo como público de sus ideas y de la vida política. Un público virtual, auditorio ideal, al que se dirigían con una mezcla de afecto y desprecio. Las damas de alcurnia y los señoritingos podían disfrazarse de majas y majos, como un "ir al pueblo" que no pasaba de la imitación distante y risueña, como surge de las pinturas de Goya. El "filosofismo" debía educar al pueblo ignorante, al "vulgo idiota" que decía Jovellanos, sacándolo de la "noche de ignorancia", mientras en sus escritos y en sus cartas aparece un intercambio entre iniciados y esclarecidos, con signos secretos de reconocimiento. Ese "todo por el pueblo, sin el pueblo" requería un fortísimo poder real, propicio a sus iniciativas. Un texto de la época -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta postura:
Bien miradas, las repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. Y la institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. Pero no de cualquier monarquía. Es curioso que en América Hispana el culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto a la autoridad del monarca -como Marius André señalaba hace mucho- comenzó a generalizarse a principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan -peleando- al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando". El principio monárquico, como Schmitt señala, es el de representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la expresión corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía.
En la segunda mitad de siglo XVIII, los ilustrados habían descubierto el pueblo como público de sus ideas y de la vida política. Un público virtual, auditorio ideal, al que se dirigían con una mezcla de afecto y desprecio. Las damas de alcurnia y los señoritingos podían disfrazarse de majas y majos, como un "ir al pueblo" que no pasaba de la imitación distante y risueña, como surge de las pinturas de Goya. El "filosofismo" debía educar al pueblo ignorante, al "vulgo idiota" que decía Jovellanos, sacándolo de la "noche de ignorancia", mientras en sus escritos y en sus cartas aparece un intercambio entre iniciados y esclarecidos, con signos secretos de reconocimiento. Ese "todo por el pueblo, sin el pueblo" requería un fortísimo poder real, propicio a sus iniciativas. Un texto de la época -"Cartas al Conde de Lerena"- resume muy bien esta postura:
"Para el logro de las grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo".
Ernesto Laclau, el actual ideólogo del subpopulismo cristinista, podría suscribir el párrafo. Los ilustrados, los esclarecidos, el grupo revolucionario, saben muy bien qué es lo que necesita el pueblo, al que hay que liberar de las fuerzas del oscurantismo y el retraso. Pero el pueblo sólo sirve como número electoral: sabe lo que quiere si no se le pregunta, pero no lo sabe si le preguntamos directamente. Al servicio del pueblo, sin el pueblo, ponemos el poder real y la sabiduría del grupo ilustrado.
Por otra parte, los monarcas ilustrados borbónicos, especialmente los que, como Carlos III, había pasado la experiencia napolitana, sabían hacerse amar, sabían ser "populares". El hijo de Carlos III, Ferdinando de Borbón, fue rey de Nápoles y de Sicilia: il re Nasone, il re Lazzarone, que se mezclaba con pescadores y mendigos, capaz de ganarles una competencia de remo o de competir en La N'Segna, un palo enjabonado metido en el puerto de Santa Lucía, donde todos, y el rey primero, terminaban cayendo al agua. Recordemos la "triple F": festa, la diversión, el fútbol para todos -y todas-; farina, el pan/pizza/pasta; forca, el espectáculo de la obra del verdugo en la plaza pública, que expresa el núcleo del poder -dar muerte legalmente-, que hoy más hipócritamente se expresa a través del linchamiento mediáticos y de los encarcelamientos ejemplares por aplicación del "derecho penal del enemigo". Roberto Aizcorbe, en "La Crisis Argentina", es quien mejor ha retratado este trasfondo del despotismo ilustrado, que ha dejado un sedimento de súbdito en el ciudadano, y su permanencia bicentenaria. Por esa ecúmene borbónica, que abarcaba América, España, el sur de Italia, las islas griegas, factorías africanas y en la India, circulaban franceses, como Jacques de Liniers, italianos, como los Castelli y los Belgrano, las principales comunidades -genoveses, napolitanos, catalanes, bearneses, griegos, la grey judía- que vendrían a reencontrarse en la inmigración argentina siglo y medio después. El poder omnímodo del monarca aquí se fracturaba en una serie de lealtades intermedias, verticales y horizontales, cada cual con su antiguo privilegio, su exención o derecho. Y una suerte de alianza del trono, la ilustración y el altar, con la religión que más que como dogma y martillo de herejes aparece como pompa y como rito. La plaza, un espacio cerrado dentro de otro espacio cerrado de la ciudad, era un foro que vivía en continuado las veinticuatro horas del día, bajo los edificios cívicos con su balcón destinado a la arenga. Allí se desenvolvían la música, los bailes, el reparto de la harina, la emoción del cadalso. Allí se hacían visibles los vaivenes del poder, el ascenso y caída de ministros y poderosos. En esta matriz latina de la vida institucional, el contacto del pueblo con sus gobernantes es bivalente: amor u odio. Quien manda debe seducir: el "saber" sólo no basta. Sin amor no hay "contacto", no pasa la corriente. En la matriz anglosajona el elemento básico es la utilidad. El político tiene que interesar al otro.
Chávez es casi una caricatura del déspota ilustrado, con
antecedentes en su terruño, apenas muerto Bolívar, en José Antonio Páez y los hermanos Judas Tadeo y José Gregorio Monagas, alternativamente por sí o por sus
criaturas (Maduro tiene precursores), Antonio Guzmán Blanco también con idas y
vueltas de 1873 a 1888, la tiranía de Cipriano Castro a principios del siglo
XX, y el desemboque en Juan Vicente
Gómez, el que gobernó con mano dura
desde 1908 hasta 1936, ese "dictador
necesario en una república inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz
a postular, con agudeza, el "gendarme necesario" bajo un "cesarismo
democrático" como forma política básica continental. Estos hijos póstumos
del “Tirano Banderas” de Valle Inclán, responden a lo que Spengler llamaba
"seudomórfosis", expresión tomada de la mineralogía, donde se aplica
a formas que adoptan apariencias ajenas. Formas, en general, sin contenido
auténtico, pero con la apariencia de lo que intentan manifestar. Martínez
Estrada hablaba de "sustitutos ortopédicos". Aquella matriz latina y
borbónica resultó aplastada en el proceso histórico hispanoamericano, que tomó
la forma aparente, la seudomórfosis, del Estado de Derecho liberal. Pero su
fracaso, en el caso venezolano, reflejado en la corrupción del pacto
bipartidista adeco-copeyano, el Pacto del Punto Fijo (1958, a la caída del
dictador Marcos Pèrez Jiménez), llevó a Chávez al poder, como el déspota gárrulo
y colorinche, más allá de todo sentido del ridículo, que siente, entiende y, en
definitiva, es el pueblo.
Todo en nombre de un Bolívar también él caricaturizado, ya que se lo cruza con
Marx, el que en su entrada referida al venezolano en la New American Cyclopaedia lo
calificó de cobarde, brutal y miserable canalla, además de enemigo de cualquier
esfuerzo prolongado. Precisaba allí el Moro –el sobrenombre de Carlos Marx- que
el deseo secreto de don Simón fue erigirse en el dictador de toda América del
Sur, aunque tal designio se le escapó de las manos. Aunque, a diferencia del
Libertador, el Comandante se sentó sobre una renta petrolera, la tercera o
cuarta que derrocha Venezuela. En nombre de Bolívar y Marx, el finado Chávez inauguró la fase superior del subdesarrollo
político para el siglo XXI hispanoamericano.
Los líderes populistas asumen, pues, como monócratas, la íntegra representación del pueblo, en general a partir de una crisis de la ficción que encierra la representación política partidocrática como forma indirecta de "gobierno por el pueblo". La representación congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, lleva el elemento representativo a su punto extremo.
Se advierte cuál es el
círculo vicioso hispanoamericano actual: democracias demoliberales, donde el
pueblo “gobierna” bajo el engaño de la representación partidocrática (como el
“puntofijismo venezolano hasta 1999), y populismos donde el pueblo “gobierna”
bajo el engaño de la representación absoluta en la persona del líder. En ambos casos, ello ha sido posible por la desaparición del
pueblo, entendido como cuerpo político formado por todos aquellos que no
desempeñan magistraturas electivas, no ejercen funciones orgánicas de
autoridad, los que no gobiernan[1]. Quienes lo integran pueden no ser prósperos,
pero deben ser libres, como sus antepasados los politái griegos o los cives
romanos. O los que los hermanos Reyes trajeron caminando desde Berisso y Ensenada
un 17 de octubre de 1945. Hoy no existe el “pueblo”, ni siquiera la “masa”. En el extremo del subjetivismo, los
neoconstitucionalistas nos dicen que las sociedades civiles son un adunamiento
de biografías, de proyectos individuales, de constelaciones singulares de
deseos que se traducen en reivindicación de derechos. Existen “redes sociales”
de contacto virtual, en la medida de coincidencia de intereses entre estos
proyectos individuales, que deben maximizarse.
Y tenemos una explosión de minorías organizadas y demandantes:
homosexuales, barras bravas, veganos, y toda una indefinida serie de
particularidades más o menos estructuradas, entre las que se destaca el
“partido único de los políticos”, los “sospechosos de siempre” que se turnan en
los programas del ramo. A la seudo democracia liberal y a la seudo democracia
populista se les ha perdido el pueblo y no saben dónde está. Tampoco quieren saberlo, en verdad. Les basta
con los agregados clientelistas que sucesivamente han ido componiendo, a costa
de la pérdida de la libertad; en otras palabras, de la reducción a la
esclavitud de una parte importante de la población, mediante el congelamiento
en la marginalización y el mantenimiento mínimo con planes sociales de reparto,
sin los cuales sucumbirían. Nuestras dirigencias políticas, los jueces de los
tribunales supremos, las capas superiores empresariales, quizás sin saberlo, comparten con el viejo
Aristóteles la idea de que hay algunos que nacieron para obedecer. Y mantienen así
a aquellos marginales, condenados a no poder salir de tal condición, hasta el momento de arrearlos a las liturgias
o a las votaciones. Con una ventaja suplementaria: al resto del pueblo, al que
todavía puede considerarse libre, se lo atemoriza –en esta “posdemocracia” que
nos ha tocado en suerte- con que, si no soporta las exacciones y demasías de
las nomenklaturas y sus grupos
favorecidos, se les soltará la bestia enjaulada: la plebe esclava que barrería
con todo si no se le asegura su subsistencia. De hecho, para que se la tenga
bien presente, esta amenaza se concreta continuamente a cuentagotas de
delincuencia desorbitada, batallas campales en los estadios, piquetes de
enmascarados que anuncian lo que podría pasar alguna Gran Noche, etc.
El populismo no es, pues, como aseguran las homilías del
constitucionalismo y sus repetidores periodísticos subsidiarios, una
degeneración de los buenos usos constitucionales. El populismo es la reacción
anunciada ante los cadáveres exquisitos del constitucionalismo clásico:
representación política como panacea; separación “geográfica” e inútil de “poderes”;
poder constituyente confiado a un clero contramayoritario de juristas que
operan como “guardianes de Platón” –cuando no son manipulados directamente
desde los ejecutivos, como el Tribunal Constitucional venezolano. A esto el
neoconstitucionalismo ha agregado el superderecho cosmopolítico global, la
“gobernanza”, mando de expertos sin contaminación politiquera, desparramado por
todo el planeta, asegurado, si llega el
caso, por fuerzas de intervención “humanitaria”. Allí aparece entonces el líder populista y planta bandera. En ambos
casos, el pueblo ausente, pero sufriente.
Bajarse de este ciclo de caídas y recaídas requeriría una
reinvención de la democracia, para hacerla realmente participativa de abajo
hacia arriba y de la periferia local al nudo central de poder. Exigiría el
hallazgo de formas eficaces de oponer
contrapoderes al poder. En lo inmediato, a través de formas negativas,
impedientes, tribunicias al modo romano, plantearse cómo limitar y recortar el
poder activo, que tiende a ser omímodo y vitalicio, del cabecilla populista. No
es con la separación "geográfica" de poderes, que nunca funcionó
entre nosotros, ni ha podido expresarse en un mecanismo continuado de pesos y
contrapesos; ni con el recurso a los "guardianes platónicos" en que
se convierten los jueces constitucionales. Liquidados por sus extravíos los
contrapoderes tradicionales -fuerzas armadas, Iglesia-. pulverizada la
mediación de los partidos políticos, sólo aparecen entre nosotros las grandes
movilizaciones como obstáculos efímeros, pero que apuntan a una participación
que no encuentra otros canales expresivos. Todo ello sostenido por una renovación de raíz
de los conceptos jurídico-políticos repetidos como mantras inútiles, que
conduzca a un posconstitucionalismo superador de las viejas recetas de un
derecho de matriz subjetivista y contractualista.
Chávez no innovó en esta materia con sus consignas de la
“revolución” y del “socialismo del siglo XXI”: dar vuelta como un guante el
sistema clientelístico y prebendario a partir de PDVSA, incorporando a los que
estaban afuera y expulsando a los que estaban adentro, mientras se le venden a
míster Danger –el aliado de aquella doña Bárbara que ayer pudo llamarse Carlos
Andrés Pérez y hasta el 5 de marzo Hugo Chávez Frías- un millón de barriles
diarios de petróleo, difícilmente pase el examen de las materias “revolución” y
“socialismo” según la cartilla de Marta Harnecker[2]. Liquidar una renta petrolera, los “veneros del
diablo”[3], no es una novedad “revolucionaria”
en Venezuela. Arturo Uslar Pietri, ese
fino intelectual venezolano, alertó a su país
sobre la necesidad de “sembrar el petróleo”. Fue en un artículo
publicado el 14 de julio de 1936, y fustigaba así a los que querían “llegar a
hacer de Venezuela un país improductivo y ocioso, un inmenso parásito del
petróleo, nadando en una abundancia momentánea y corruptora y abocado a una
catástrofe inminente e inevitable”.
Sobre los miñangos a que había quedado
reducido el pacto partidocrático del Punto Fijo, primero, y por la disparada
del precio internacional del petróleo,
después, Chávez levantó su tinglado
“revolucionario”. Fabricó diestramente
un mito sobre el mito ya existente de Bolívar. Lo descubrió antipitiyanqui,
cuando el Libertador lo fue por su reverencia hacia Inglaterra, la que debía
mantener siempre “el fiel de la balanza”. Contaba con los casacas rojas no sólo
como poder protector sino, incluso, como tropa invasora de los EE. UU. de Norteamérica, coloso naciente que estaba en el
centro de sus preocupaciones.
Bolívar, por cierto, era un hombre
genial pero un padrecito algo inmaduro, que debió hacerlo todo a los apurones,
perdiendo la mayor parte de su tiempo en luchar contra su propia gente y
–además- contra aquella molesta “pardocracia” que veía dibujarse en el porvenir
continental[4]. En Angostura, hacia 1819, propone para la Gran
Colombia una constitución que conjuntaba la presidencia vitalicia (tomada de
Haití), el Senado hereditario (tomado de Sieyès) y el poder moral (tomado del
censor de la Roma republicana), además de una articulación unitaria del poder
territorial. Años más tarde, cuando los rivadavianos le regalaron el Alto Perú,
le dio a ese rompecabezas, que llamaron en su honor Bolivia, una constitución
con un presidente vitalicio, acompañado de un vicepresidente, nombrado por él,
que será su sucesor (he aquí, más allá
de los molestos impedimentos del texto actual bolivariano, la fuente de la unción
de Maduro). Intentaba, con este modelo de gobierno monocrático y –diríamos hoy-
“reaccionario”[5], conjurar el fantasma que
horrorizó a toda la primera generación independiente: la anarquía.
Chávez apoyó económicamente a Lula da
Silva en 2002 para su llegada a la presidencia al año siguiente. Del mismo modo
–aunque no siempre gratis data- derivó fondos en recordadas valijas al kirchnocristinismo. Suministra casi cien mil barriles diarios de
petróleo a los Castro en Cuba –a cambio de un flujo de médicos y pedagogos
cubanos, tropa ideológica disfrazada. Se sirvió de las FARC como longa manus en Colombia y maniobró
parecidamente en Paraguay. Puso el hombro a López Obrador en México. Ya se olvidó que
Chávez era muy amigo del “Chino” Fujimori y que denunció en su caída la mano
negra del imperialismo. De
algún modo –y por cierto no es el único en la región- intervino en el negocio
de la droga, la supervisión de cuyo manejo no sería justo que quedase en las
mallas imperialistas de la DEA. Digámoslo sin tapujos: estas maniobras no son
pecados exclusivamente chavistas; resultan recursos “normales” en la guerra
oculta de este tiempo, ardides de los
que ningún estado que quiera intervenir en el gran tablero mundial puede
prescindir. Lo curioso, en el caso de Chávez, es que tales maniobras no le han
dado mayor poder a la Venezuela bolivariana en aquel juego. El reino chavista
depende políticamente de las directivas de la inteligencia cubana. Más arriba
de Bolívar y su espada replicada está el habano de Fidel Castro, aun en su
estadio senil actual, que permanece como el gran político hispanoamericano del
siglo XX, perpetuándose por falta de relevo en el XXI, siempre queriendo
escapar a la estrechez de su estuche
isleño, una especia de ogro en una caja de zapatos, el monstruo de Loch Ness en
una pecera. Y sentado al tablero del gran juego, Brasil, por su parte, mueve
sus fichas sabiendo que Venezuela ha reconocido su liderazgo continental,
trocado el ALBA tan poetizado por el MERCOSUR amputado de Paraguay y, en
definitiva, aceptado allí su tutela colosal.
En la mesa de juego de la mundialización
política y la globalización técnica sólo hay lugar para los grandes espacios.
Aunque Chávez encaró para el lado erróneo, acertó en que nuestro continente
debe participar, con la conciencia de sus limitaciones, en aquel gran juego, si
no quiere simplemente ser arrastrado por el ventarrón de los acontecimientos. Desde el Brasil, a través del Foro de San
Pablo, se difunde por nuestra ecúmene una versión más o menos puesta al día de
la “revolución” y del “socialismo”, para uso del resto. Cuba, que de ambas
nociones y de su fracaso sabe demasiado, acompaña a su modo esta deriva, que
favorece la continuidad del actual régimen. Los presidentes y personalidades de
la región, rindiendo guardia de honor al féretro del paracaidista de la Sabaneta,
de algún modo reconocían que, bajo discursos quizás más velados o menos
estridentes, el mascarón de proa de la “revolución” y el “socialismo del siglo
XXI” es más vistoso que otras formulaciones.
Se ha constituido en nuestra ecúmene una especie de sindicato de
presidentes que, fuera de “controles” legislativos o de “soberanías jurídicas”
de tribunales constitucionales, vela por la permanencia sin sobresaltos de los titulares de los
ejecutivos (casos testigo: Honduras y Paraguay). En buena parte, esto se debe
al discurso amplificado del Comandante que se nos ha ido al otro barrio.
Quizás, por esas astucias de la razón, resulta que este éxito no juega a favor
de Venezuela, sino de una isla y de un país continental. Sic vos non vobis mellificates apis: así, abejas chavistas, no hacéis la miel para vosotras, en traducción
puesta aquí y ahora de Virgilio.
¿Y el loro del título? podría preguntar
alguien a esta altura. Pues aquí está:
Hasta ahora, criticando a los EE.UU. porque no nos prestan atención, para luego denostar a los gringos porque se ocupan de nosotros demasiado, o imputando a la invasión europea de 1492 el origen de nuestros males presentes, los latinoamericanos hemos vivido, en general, como el puer aeternus, el eterno muchacho. Somos los perpetuos adolescentes, aun en la edad madura; siempre nuestra vida resulta provisional, porque falta algo, o alguien impide, que nos incorporemos al mundo real. La revolución, con su cortejo de sangre y su séquito de miseria, fue uno de los tantos recursos del pibe eterno para eludir la historia de todos los días. Las bravatas con las que solemos acusar a los poderes forasteros como causantes exclusivos de nuestros males, deberían ser matizados con un examen de conciencia a través del cual no tendremos otro remedio que advertir nuestra inmensa inmadurez.
Algún día, no lejano quizás, nos elevaremos del puer al vir. La historia nos pondrá entonces otras cuestiones sobre el
tapete, graves y no tan fútiles como estas por las cuales amenazamos matar y matarnos. Mientras tanto, esperemos que el puer,
ahora que se nos ha ido una de sus grandes personificaciones, deje de ser por demás pueril.
[1]
) “Pueblo son, en una significación especial de la palabra, todos los que no
son señalados o distinguidos, todos los que no son privilegiados, todos los que
no se destacan por razón de propiedad, posición
social o educación” (Carl Schmitt)
[2] )
Fue asesora de Chávez hasta el 2006
[3] ) Referencia al gran poeta mexicano, López Velarde, que
escribió que a su país "el niño Dios le escrituró un establo/y los
veneros de petróleo el diablo". El petróleo tiene algo de endiablado y
suele alucinar a los disfrutadores de su renta
[4]
) “Pardocracia”, vocablo discriminatorio cuya autoría
pertenece en exclusiva al Libertador, que habría de tener en nuestro tiempo
descendencia tan remota como impensable para los emancipadores.
[5] ) “Republicano,
aristocrático, autoritario y antidemocrático”, lo resume Marius André, “Bolivar et la Démocratie”. Paris, 1924,
p. 215
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