EL PROBLEMA DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES Y LA “SOLUCIÓN VATICANA”
por Luis María Bandieri[1]
La ciudad autónoma de Buenos Aires se ha dado un nuevo jefe de gobierno. A impulso de esta renovación, se ha reabierto el debate sobre la extensión de las competencias de aquella autonomía: policía propia, manejo del sistema de transportes urbano, jurisdicción sobre la zona portuaria, Registro de la Propiedad Inmueble, Inspección General de Justicia, etc. La polémica gira sobre la ley 25.588, llamada ley de garantías[2] o, más popularmente, ley Cafiero, por el senador que realizó su proyecto inicial. Luego de una reunión del jefe de gobierno electo con el presidente de la República, han comenzado negociaciones para la reforma de esa ley. La cuestión, me parece, debe ser enmarcada dentro de un contexto más amplio que, teniendo en cuenta nuestra historia y proyectándose hacia el futuro, establezca un marco jurídico a la vez prudencial y duradero dentro del cual armonicen la vida de la ciudad, del vecino Gran Buenos Aires y del país. Me parece conveniente, pues, replantear lo que hace ya casi un cuarto de siglo llamé “solución vaticana”, que creo de gran actualidad.
La “solución vaticana”
El núcleo de la “solución vaticana” consiste en “descapitalizar” la ciudad de Buenos Aires y en el simultáneo establecimiento por ley, de acuerdo con el art., 3º de la CN, de un "distrito federal" constituido por:
a) un núcleo básico que abarcaría el espacio comprendido entre la avenida de la Rábida; Alsina; Bolívar y San Martín; Bartolomé Mitre.
b) los emplazamientos, en la ciudad de Buenos Aires y fuera de ella, donde hubiera asiento de autoridades federales o representaciones diplomáticas extranjeras, que se declararían también parte integrante del distrito federal.
El resto de la urbe, en sus límites actuales, continuaría con su actual régimen de autonomía, hasta que, previa reforma constitucional, pueda convertirse en una nueva provincia.
Separar la ciudad de la capitalidad
La ciudad de Buenos Aires, desde 1880, es la Capital Federal de la República Argentina. Así la declaró la ley 1029, de federalización del municipio de la ciudad de Buenos Aires, completada por la ley 2089, de 1887, que federalizó los partidos de Flores y Belgrano.
Tenemos, por un lado, la ciudad de Buenos Aires. Esto es, un conjunto de calles, edificios, parques, organizado para la vida en común de la gente que la habita. Además de este concepto físico de la ciudad -construcciones y habitantes- ella es centro de vida política (de ejercicio de la ciudadanía), económica, social, cultural, y portadora de una historia que se entreteje con la del país todo.
Por otro, la “Capital Federal” o “distrito federal”. Es decir, asiento de las autoridades de una nación, en este caso particular, de una nación que ha adoptado para su gobierno el régimen federal. Es un concepto político-administrativo que precisa, a los efectos legales, el domicilio de las autoridades federales: Balcarce 50 para el titular el Poder Ejecutivo, Avenida Rivadavia 1850 para el Poder Legislativo, Talcahuano 550, piso 4º, para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, etc.
Se trata de separar la ciudad de la capitalidad. Mientras ambas permanezcan juntas, se produce una cohabitación de dos jurisdicciones, la federal y la autonómica, sobre un mismo territorio de veinte mil hectáreas y sobre una misma población de tres millones de habitantes. La “ley de compromiso”, que rigió de 1862 a 1880[3], y prohijaba ese tacto de codos entre ambas autoridades en las mismas calles y recintos, terminó a los cañonazos.
La "solución vaticana" fue así llamada así por semejanza con los edificios diseminados por la ciudad de Roma -como basílica de San Juan de Letrán, la iglesia de Santa María la Mayor, los palacios de la Propaganda Fide en piazza di Spagna o de la Congregación para la Doctrina de la Fe. ej.-, o fuera de ella, como Castel Gandolfo, que en virtud de los tratados de Letrán son de jurisdicción del Estado Vaticano, pese a estar situados extramuros.
El núcleo del nuevo distrito federal conservaría la planta básica fundacional de 1580 y las sedes históricas de por lo menos dos poderes centrales. Abarcaría la histórica Plaza de Mayo; la casa de Gobierno donde estuvo el viejo Fuerte virreinal, sede del Poder Ejecutivo federal; la antigua sede del Poder Legislativo federal (escondida en la planta actual de la AFIP) y otros edificios públicos, junto con las demás sedes “vaticanizadas” en otros puntos de la ciudad. Conformada por edificios públicos, sería un “burgo vacío”, sin habitantes permanentes y, por lo tanto, sin lugar a representación en los cuerpos electivos nacionales. No habría “gobierno huésped” federal, que alimentó los sangrientos enfrentamientos de 1880 –sería ligereza echar en el olvido- y se eliminaría la fuente de conflictos que surge del párrafo segundo del art. 129 de la CN –“una ley garantizará los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea la capital de la Nación”- y la ley 25588 dictada en consecuencia. Obsérvese que, mientras no separemos la ciudad de la capitalidad, el Congreso federal, aunque ahora amplíe las competencias autónomas “estirando” las disposiciones de la ley Cafiero, quedaría facultado más tarde a comprimirlas, en nombre de los intereses del Estado nacional. Y podríamos asistir así, en un país dado a las recaídas, a una renovación de la “cuestión Capital”, que tanta sangre costó. Recordemos que apenas se rasca un poco nuestra epidermis constitucional aparece el “color de dragón de los fundadores”, como decía Héctor A. Murena. Prudentemente, cancelemos de entrada la causa de un eventual resurgimiento de un conflicto, el huevo del dragón.
Pequeña historia de la “solución vaticana”
La solución vaticana la planteó el autor, por primera vez en nuestro medio, en artículos publicados especialmente en "La Nueva Provincia" de Bahía Blanca: 23/VIII/85; 18/IV/86; 25/IX/87; 3/X/87; 24/VI/88; 5/VII/91; 26/VII/91, 30/X/92 , 23/IV/93, 29/IX/93 y otros posteriores, correspondientes a comentarios sobre la reforma constitucional de 1994 y a la constitución o estatuto organizativo de la ciudad de Buenos Aires, dictada en 1996. En 1991 la propuso a la Fundación Urbe, que presidía el doctor Eduardo Valdés, encontrando allí buen eco. Lo mismo ocurrió con Antonio Cartañá, Guillermo del Cioppo y Alberto Antonio Spota. En 1993, cuando tenían lugar las reuniones entre el presidente Carlos S. Menem y el ex presidente Raúl R. Alfonsín, que culminarían en el “pacto de Olivos”, la propuesta fue recogida por la prensa nacional (ver “La Nación” del 23/XI/93, “¿Provincia o Ciudad Autónoma?”). Al mismo tiempo, un desarrollo de estas ideas fue presentado ante el Instituto de Derecho Constitucional del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, con cuyo presidente, el dr. Carlos E. Colautti, y demás miembros, sostuvo el autor varias reuniones. También llegó al Senado: el entonces senador Fernando de la Rúa la recibió y el firmante mantuvo varias reuniones con su entonces secretario, el dr. Enrique Olivera, que mostró una fina sensibilidad ante el tema. El senador de la Rúa hizo referencia a estos trabajos en discursos ante la Cámara alta. En los días previos a la Convención Constituyente de Santa Fe-Paraná de 1994, en la que el autor se desempeñó como asesor, y en las comisiones respectivas durante el tiempo de sesiones, se discutieron, como propuestas novedosas, la autonómica y la ”solución vaticana”, triunfando la primera. En fin, en las Jornadas Nacionales de Derecho Constitucional Profesor César Enrique Romero, “A dos años de la reforma”, que se desarrollaron entre el 31 de octubre y el 1º de noviembre de 1996, el firmante resumió su postura en la ponencia “La ciudad de Buenos Aires debe convertirse en una provincia conforme la solución vaticana”. Luego, otras inquietudes académicas e intelectuales sucedieron a ésta –confinada a una discusión de pequeño círculo especializado. Las circunstancias actuales, sin embargo, la ponen otra vez sobre el tapete.
En el origen de esta propuesta están las inquietudes y discusiones previas a la ley 23512, sancionada en 1987, de traslado de la capital de la República al complejo Viedma-Carmen de Patagones, “al sur, al mar y al frío”. La ciudad de Buenos Aires era, por entonces, institucionalmente un feudo del presidente y del Congreso. El presidente era su “jefe inmediato y local” y el Congreso su legislatura exclusiva. La administración comunal estaba a cargo de un intendente, cabeza de un departamento ejecutivo, designado directamente por el presidente en ejercicio de su jefatura, y de un organismo deliberativo, el Concejo Deliberante, elegido por el voto. La ciudad era, pues, una dependencia feudal de jefe supremo de la Nación, que la manejaba a través de un delegado, y del Congreso federal, tan despreocupado por la suerte porteña que nunca formó una comisión de legislación local. Quedaba así apartada, en punto al gobierno propio, del régimen representativo, republicano y federal que regía para el resto del país. Sus habitantes eran ciudadanos plenos en cuanto al ejercicio de los derechos cívicos en el plano nacional; en cuanto a la determinación de la vida política local -caso único en el país- resultaban feudatarios que debían rendir homenaje a quienes ejercían, por sí o por delegación, el señorío sobre la ciudad y simultáneo distrito federal. La propuesta consistía, por entonces sin necesidad de reforma constitucional, en la conformación de un distrito federal nuclear con dependencias “vaticanizadas”, como se ha explicado más arriba. Conjuntamente, con el resto de la ciudad se formaría una nueva provincia, conforme los arts. 13 y 104 del antiguo texto, equivalentes a los arts. 13 y 121 de la constitución que hoy nos rige. Ambos aspectos –descapitalización y provincialización- resultan inseparables para la “solución vaticana”. Y los considero plenamente actuales, aun a partir de la reforma de 1994. La actual solución autonómica debe considerarse como un paso transicional hacia la “solución vaticana” de raíz federativa. En la plenitud de su formulación, la “solución vaticana” completa y culmina el régimen federal establecido en el art. 1º de la CN, posibilitando su postergadísima puesta en práctica efectiva, al incorporar a dicha forma de articulación territorial del poder la ciudad de Buenos Aires que, hasta la reforma de 1994, como vimos, era un feudo del presidente y del Congreso y, luego de la reforma, una ciudad con un status jurídico político de autonomía otorgada y delegada por la Constitución federal y dentro de los límites fijados por ésta y la ley de garantías establecida por el Congreso federal, situación incongruente con un régimen federativo. La implementación efectiva del régimen federativo se muestra hoy no sólo como un pendiente legado histórico, sino también como un imperativo propio del Weltgeist, ya que en el presente estadio de globalización y mundialización, con el consiguiente crepúsculo de los estados nacionales centralizados, aparece impostergable la articulación territorial del poder de modo federativo hacia adentro de las naciones y de modo confederativo hacia fuera, junto con las unidades políticas mediante las cuales pueda conformarse un gran espacio político, histórico y cultural común, so pena de posible quiebre de la entidad estatal. Las federaciones meramente nominales estallan y son allanadas por intervenciones de otros poderes, como el caso de la antigua Yugoslavia. De otra parte, los estados cuyas diversidades regionales pretenden sujetarse de modo rígidamente centralizado implotan, como el caso de la vecina Bolivia.
La reforma constitucional de 1994 debió plantearse como tema nuclear la estructuración federativa, para que en ese campo pasásemos de las palabras a los hechos. No lo hizo, concentrada en el tema accidental -pero no insignificante- de la reelección. La cuestión sigue en pie, a fin de pasar de una Argentina monocéntrica y monocráticamente conducida a una Argentina poliédrica y poliárquica, del punto de vista de la articulación territorial del poder. Sin olvidar el efecto benéfico, en cuanto a la separación de poderes que tiene -además de la separación “horizontal” de funciones según un principio orgánico de distribución- la separación y división “vertical” federativa, según un principio territorial de distribución. A ello contribuirá la “solución vaticana” que aquí se propone.
La autonomía delegada del art. 129 CN
La autonomía concedida por la Constitución Nacional a la ciudad de Buenos Aires en su art. 129, diversamente de la que gozan los estados provinciales en nuestro régimen federativo, no es originaria sino derivada y otorgada. La diferencia, pues, estriba en que la ciudad no posee poderes residuales no delegados al Estado federal, como ocurre con nuestras provincias (cfme. art. 121 CN). En lo demás, la ciudad autónoma de Buenos Aires no se diferencia en mucho de un estado provincial, aunque sometida, en cuanto al alcance de esta autonomía derivada y otorgada, a la tutela del Congreso federal, en nombre de los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad esté capitalizada (art. 129 CN, 2º párrafo), punctum pruriens institucional que, como vimos, la “solución vaticana” pretende obviar.
La provincialización de la ciudad de Buenos Aires, una vez descapitalizada, resulta a mi juicio, por las razones ya apuntadas, el mejor camino de constitutione ferenda. La autonomía actual resulta un injerto que no va en el camino federativo pleno, sino hacia un “como si” fuera una provincia poco conveniente. La tutela del Congreso, ejercida en la “ley Cafiero”, pero potencialmente ejercitable aunque se la recortase o incluso derogase, mientras se mantenga Buenos Aires como distrito federal, resulta conflictógena. Pedro Frías llamó a la ciudad autónoma “municipio federado”, pero sería un municipio tan sui generis que “como si” fuese una provincia debe cumplir, entre otras, con la obligación –demorada- de dotarse de comunas (cfme. art. 5º CN). Otros autores, como Jorge Reinaldo Vanossi y Antonio María Hernández[4] sostienen que se trata de una ciudad-estado. Es un “estado” del mismo modo que llamamos a las provincias “estados provinciales”. Otra vez nos encontramos ante un “como si” fuese una provincia. La comparación que se impone es con las ciudades-estado alemanas, como Berlín, Hamburgo y Bremen. Pero Alemania es una federación de 16 estados (Länder), trece de los cuales cuentan con territorio amplio y tres (las ya citadas) son ciudades, pero cada una de ellas Land (aquí diríamos provincia) de pleno derecho[5]. Entonces, la denominación de “ciudad-estado” encierra, a mi juicio, una invitación a dejar de lado el “como si” y convertir a la ciudad autónoma en provincia. Prácticamente todos los autores coinciden en que, dentro del actual ordenamiento constitucional argentino, deben contarse cuatro órdenes de gobierno: el federal o central, el provincial, el de la ciudad autónoma de Buenos Aires y el de los municipios. Reducir este cuarteto a un tríptico (federal, provincial con 24 entidades, municipal) no sólo simplificaría las cosas para estudiantes y estudiosos del derecho constitucional sino que, más profunda y trascendentemente, nos obligaría a pensar de una buena vez en serio sobre nuestra federación y, quizás, a ponerla en acto.
Respuesta a algunas objeciones
Me referiré ahora a dos objeciones que se levantaron contra mi propuesta. La primera se originó (hacia fines de 1993) en la Procuración de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires[6]. La provincia, se decía entonces, si se desfederalizara el territorio de la Ciudad de Buenos Aires, sostendría, como sostuvo cuando se discutía la ley 23512, de traslado de la capital al complejo Viedma-Carmen de Patagones, que la desfederalización traería aparejada la inmediata devolución del territorio de la ciudad a aquélla, ya que esas tierras fueron cedidas con el único fin de constituir un distrito federal. Se citaba la opinión de Segundo V. Linares Quintana, en el sentido apuntado de restitución inmediata. Al conservar las provincias los poderes no delegados a la nación, de acuerdo con nuestro régimen federal, conservan también –se argumentaba- los derechos soberanos, irrenunciables e imprescriptibles sobre su territorio. Se traía en apoyo el antecedente de la ley entrerriana del 1/XII/61, por la cual la provincia de Entre Ríos reasumió su soberanía sobre la ciudad de Paraná, que había sido federalizada luego de la secesión de Buenos Aires.
Dictada la ley nacional de capitalización de la ciudad de Buenos Aires, a fines de 1880, como se recordara más arriba, la legislatura provincial aprobó, para residencia de las autoridades nacionales, la cesión territorial de la ciudad (menos los municipios de San José de Flores y de Belgrano que, como también se recordara, fueron cedidos en 1887 para “ensanchar” la capital). Obsérvese, de paso, que mientras el art. 3º de la CN establecía que la cesión provincial debía ser “previa”, en el caso se sancionó primero la ley nacional y, luego, se convocó a la Legislatura provincial. Esta desprolijidad, según se revela en el debate en el Senado federal, se justificó en que el candidato a presidente, el general Julio A. Roca, triunfador militar sobre la resistencia porteña, había obtenido la “media palabra” de los hombres más eminentes del autonomismo de que no habría problemas en la Legislatura local[7]. Ello ocasionó un memorable debate en el cuerpo legislativo local (entonces situado en la hoy Manzana de las Luces) donde intervinieron Leandro N. Alem, José Hernández y el ministro de Gobierno provisorio, Carlos D’Amico, entre otros. Alem destacó que la ley de federalización venía de un Congreso cuya Cámara de Diputados sesionaba sin quórum, faltándole los diputados por Buenos Aires, actuando como combatiente y legislando en medio del combate. Y que la Legislatura había sido elegida en una provincia bajo intervención federal y con listas confeccionadas por el vencedor[8]. Estos apuntes invitan a recordar cómo nuestras grandes decisiones institucionales suelen ser hijas de la emergencia y redactadas sobre el tambor, lo que vuelve aconsejable que las venideras hagan tiempo a la reflexión. Sea como fuere, la ley de cesión se aprobó con sólo cuatro votos en contra. Fue una cesión territorial, la de 1880 tanto como la de 1887, sin reserva alguna que pueda dar lugar actualmente a un derecho de reversión, cumpliéndose con el art. V del Pacto de San José de Flores, según el cual la integridad territorial de la provincia de Buenos Aires sólo podía afectarse con el consentimiento de su Legislatura. Las provincias, anteriores a la nación en cuanto sus fundadoras en el pacto federal son entidades no soberanas (la soberanía es concepto indivisible) pero sí autónomas, con plena jurisdicción (este sí concepto fraccionable) dentro de su territorio. Con la cesión irrevocable de una porción territorial para sede de las autoridades federales, se creó otra entidad jurídica, con plena jurisdicción interior, otorgada entonces al presidente de la República, “jefe inmediato y local”, y al Congreso, “legislatura local”, por la propia Constitución Nacional, en cuyo desenvolvimiento posterior la provincia de Buenos Aires ya no es parte. Hay que tener en cuenta el dato histórico de que la provincia nació a partir de la ciudad, y no a la inversa. Los “bonaerenses” son un desprendimiento de los porteños (eran los porteños del interior, de los “campos porteños”) nacido con el cañón cuando, para citar el brillante resumen de Juan Alvarez[9], el huésped (el gobierno federal) echó de la casa al dueño (el gobierno local) y le obligó a fabricarse otra vivienda (La Plata).
A la autorizada opinión de Linares Quintana cabe oponerle la, cuando menos, no menor en importancia de Juan Alvarez. El gran jurista entrerriano, que fuera procurador de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y profundo estudioso de nuestra historia, al proponer un nuevo distrito federal, decía en 1918: “nada se opone a la existencia de un nuevo estado federal compuesto de pocas hectáreas, y en ningún caso la provincia de Buenos Aires podría reclamar derechos sobre ese territorio, cuya riqueza, producto del esfuerzo común, dista mucho de lo que fue en 1880”[10]. Y Quiroga Lavié aporta un interesante argumento cuando recuerda que la Corte Suprema de Justicia tiene dicho que "los acuerdos celebrados entre la provincia de Buenos Aires y la Nación con motivo de la federalización de la ciudad de Buenos Aires como capital de la República, fueron definitivos e inhabilitan a dicha provincia para iniciar acciones a título de antigua propietaria del municipio y con motivo de la cesión que de él se hizo" ("Fallos", 114-315)[11].
Por último, el ejemplo de la ciudad de Paraná, traído por la crítica de la Procuración bonaerense, no resulta pertinente. La constitución de 1853, en su texto original, art. 3º, establecía que “las autoridades que ejercen el gobierno federal residen en la ciudad de Buenos Aires, que se declara capital de la Confederación por una ley especial”. La ley se dictó poco después. Producida la secesión de Buenos Aires, se designó a Paraná “capital provisoria”, pero al mismo tiempo se federalizó todo el territorio de la provincia de Entre Ríos, para evitar toda cohabitación jurisdiccional y otorgar un óleo legal a una situación de hecho: don Justo José de Urquiza, además de presidente de la Confederación, era el gobernador nato de su provincia. En 1860, todavía separado el Estado de Buenos Aires, otra ley devolvió a Entre Ríos su condición de provincia, designándose de vuelta a Paraná como “capital provisoria” nacional. Ese carácter de provisoriedad permitió que, a fines de 1861, la provincia reasumiera sin dificultad alguna su jurisdicción sobre Paraná. Pero la ciudad de Buenos Aires no fue, huelga decirlo, distrito federal “provisorio”.
Una segunda objeción me la planteó allá por 1991 Marco Denevi, gran escritor, abogado y hombre de profundas preocupaciones cívicas. El art. 3º de la CN, me oponía Denevi, exige una “ciudad” para declararla capital de la república. Un burgo vacío y unos edificios públicos desparramados no conforman una ciudad. La respuesta que le di fue la que sigue: “ciudad”, en el art. 3º y en el contexto constitucional, significa simplemente porción de territorio que sirve de asiento a las supremas autoridades federales. Joaquín V. González da la siguiente definición, que concuerda con este planteo: “se llama capital de una nación la parte de territorio que sirve de asiento a los poderes superiores de su gobierno”[12]. En otros términos, la constitución no establece ninguna condición específica para considerar “ciudad” al distrito federal, salvo ésta: que allí residan las superiores autoridades federales.
Por otra parte, la solución "vaticana" toma en cuenta el dato politológico actual y evidente de que el poder federal no requiere, para ejercerse en plenitud, un territorio más allá del asiento físico de sus autoridades, siendo el domicilio constituido de ellas. El poder, al contrario de lo que postulaba la antigua concepción patrimonialista, opera hoy por más bien por redes y no predominantemente sobre territorios. Por lo tanto, el distrito federal, domicilio legal de las autoridades nacionales, no requiere tanto espacios reales como virtuales, sin perder por ello eficacia.
Tampoco es posible afirmar, en fin, como surgía de alguna opinión aislada, que el territorio de la ciudad de Buenos Aires, como distrito federal, pertenecía irrevocablemente a la federación y debía permanecer sujeto a ella. El territorio federal de toda federación está constituido, exclusivamente, por los territorios de las unidades políticas federadas. Puede existir, además, un territorio dominado por la federación como tal, pero no le pertenece necesariamente a ella[13]. Así lo fue el territorio de la ciudad de Buenos Aires, distrito federal, hasta la reforma constitucional de 1994. Lo que se persigue con la “solución vaticana” es, precisamente, que la ciudad, como provincia, se incorpore plenamente a la federación e integre así su territorio.
Síntesis final
En síntesis, la “solución vaticana” consiste en miniaturizar el distrito federal a un núcleo básico sin población propia que reproduce la planta fundacional de 1580 y a una serie de edificios públicos desparramados por la ciudad e incluso fuera de ella. El resto de la ciudad, hoy bajo un régimen de autonomía otorgada por la CN y delegada por ella, bajo tutela del Congreso federal, debe convertirse, previa reforma constitucional, en la vigésimo cuarta provincia de nuestra federación.-
[1] ) Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor titular con dedicación especial de Derecho Constitucional y Derecho Político en la UCA. Profesor visitante de la Faculté de Droit, d’Économie et de Gestion de la Universidad de Orleáns (Francia) y de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de San Pablo (Arequipa).
[2] ) Más exactamente, “Ley de Garantía de los intereses del Estado nacional en la Ciudad de Buenos Aires”. Fue sancionada el 8 de noviembre de 1995 y promulgada el 27 de noviembre de dicho año.
[3] ) La ley nacional fue dictada el 1º de octubre de 1862 y establecía su revisión transcurridos cinco años. Ello no fue posible por la guerra del Paraguay y otras emergencias de las que suelen jalonar nuestro acaecer institucional. La cohabitación se manifestó en choques como los protagonizados por el presidente Sarmiento y el gobernador Castro por la butaca principal en el palco de honor del teatro Colón, que entonces estaba en la esquina de Reconquista y Rivadavia, donde hoy se levanta el Banco de la Nación Argentina.
[4] ) Ver de este último autor “Federalismo, Autonomía Municipal y Ciudad de Buenos Aires en la reforma Constitucional de 1994”, Bs. As., ed. Depalma, 1997
[5] ) En alemán “Estado”, en el sentido de Estado nacional, es Staat. Nuestras provincias se traducen como Bunderländer o, más coloquialmente, Länder. Ciudad-Estado se vierte como Landstadt. Entre nosotros, en cambio, hablamos de Estados naciones o Estados provinciales y de ciudad-Estado; por ello, inevitablemente, se producen confusiones alrededor del término “Estado” que no se dan en lengua alemana, donde se distingue claramente entre Staat, Land y Stadt, cuando entre nosotros se utiliza en los tres casos un solo vocablo. Debe tenerse en cuenta que las “ciudades libres” mantienen, en el centro de Europa, un arraigo tradicional que se remonta al Sacro Imperio y a la Liga Hanseática. En nuestro país y Latinoamérica las ciudades han tenido una importancia histórica notable (fue en ellas, por ejemplo, donde se inició el proceso de la independencia y fue a partir de ellas, de su vida municipal, que se conformaron las provincias), pero, en lo referido a “ciudades libres”, estamos dando los primeros pasos. Sin poder extenderme más, señalo que –a mi juicio- la expresión “Estado federal” (y, subsecuentemente, la de “Estado provincial”) resulta un oxímoron. La forma política estatal nace en la modernidad bajo el signo de la centralización; tiende a ser “una e indivisible”. Lo correcto, a mi entender, es hablar de “federación” o, con la expresión tradicional y aún oficial (art. 35 CN), de “Provincias Unidas”.
[6] )Ver “La Nación” del 8/XII/93, “Inquietud por el destino de la Capital”
[7] ) Ver Enrique Bonomi, “La Federalización de Buenos Aires”, en Luis Cersósimo, “Buenos Aires, el nuevo Estado Argentino”, Bs. As., 1994, p. 52
[8] ) A las justas observaciones de Alem, diputado provincial por la Balvanera, cabe añadir que, salvando las formas, los ciudadanos de la ciudad y provincia estaban, al menos, nominalmente representados. Al debatirse en 1995 el traslado de la capital a Viedma-Carmen de Patagones y la cesión consiguiente de la Legislatura bonaerense, los únicos que no tuvieron arte ni parte fueron los habitantes de la ciudad de Buenos Aires.
[9] ) “Las Guerras Civiles Argentinas y El problema de Buenos Aires en la República”, Biblioteca de la Sociedad de Historia Argentina, Bs. As. 1936, p. 243
[10] ) Idem, p. 296
[11] ) “Constitución de la Nación Argentina comentada”, ed. Zavalía, 2000, ps. 725/7
[12] ) “Manual de la Constitución Argentina”, Bs. As. 24. ed. , nº 264, p. 275
[13] ) Ver Carl Schmitt, “Teoría de la Constitución”, Alianza Universidad, Madrid,1982, p. 363.
domingo, julio 15, 2007
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