SOBRE EL LIMBO
La Comisión Teológica Internacional ha concluido que debemos enviar el Limbo a la papelera de reciclaje de la teología. La razón aducida es que la gracia tiene prioridad sobre el pecado y, por lo tanto, la misericordia de Dios se supone quiere que todos los seres humanos sean salvos. Hay razonable esperanza, pues, según la Comisión, de que los niños muertos no bautizados gocen de la visión beatífica en el paraíso. Nos dicen que el Limbo fue una hipótesis teológica, no un dogma de fe, que conviene hoy dejar de lado. Entonces, el Limbo fue. Tate, tate, folloncicos, habría dicho el de la Triste Figura. No nos quiten el Limbo así, de apuro, en una especie de arrebato. ¿No estarán arrastrando con él la caída de otras estanterías?
Limbo, viene del latín limbus, que no es frontera, como dicen los diarios (frontera en latín es limes) sino borde u orla de un vestido. Por extensión, la faja del Zodíaco era llamada Limbus. El Limbo no está en la escritura, pero tampoco está el Purgatorio, si vamos al caso. Se relaciona inmediatamente con el pecado original. Allá a lo lejos, los Padres griegos se planteaban qué ocurría con los niños que morían sin bautismo. Establecieron, entonces, una orla confinante con el Infierno[1], donde alojaron a los justos muertos en gracia antes del cristianismo (limbus patrum) y a los infantes no bautizados (limbus parvulorum). Téngase en cuenta, por otra parte, que los Padres occidentales consideraban que el pecado original entraba en nuestra alma con el uso de razón. No alcanzaba a los infantes e, incluso, por eso, no era aconsejable bautizar a los pequeñitos. En los cinco primeros siglos, y salvo peligro de muerte, la Iglesia no bautizaba sino a los adultos, previo catecumenado. Así las cosas, el ex play boy númida Aurelio Agustín irrumpe con su planteo sobre el pecado original. Este pecado reside en la concupiscencia. Hasta ese momento, los Padres consideraban que la concupiscencia producía una inclinación al mal; para el hijo de Santa Mónica, la concupiscencia es intrínsecamente maligna. El infante, engendrado en la concupiscencia, viene al mundo bajo el signo del pecado originario. Diríamos hoy que llevan el pecado original en el ADN. El mismo bautismo no borra la concupiscencia. Tan sólo, por el efecto del agua cesa de ser imputable al bautizado que no cede a sus sugestiones. El niño es pecador desde el instante de su nacimiento. Y Agustín lo demuestra así, en un férreo peripato: el chico sufre; bajo el gobierno de un Dios justo, es imposible que el sufrimiento alcance a un inocente: entonces, el pibe es culpable (cuánto del ex maniqueo hay aquí, don Aurelio: el sufrimiento universal probaría que el Creador no es justo ni bueno). En fin, combatiendo a los pelagianos, afirma que el niño muerto sin bautismo va directamente al infierno. No hay para él lugar intermedio: o bautizado va con pasaje asegurado al reino de los cielos, o no crismado cae en el fuego eterno. El númida no se andaba con chiquitas.
En la Iglesia griega esta noción agustiniana del pecado original no prende hasta muy tarde. Los chicos de aquel lado, si no recibían el bautismo, se acomodaban en un delivery al Limbo. En Occidente, las cosas no cambiarán y Aurelio será hegemón en ese tema, hasta que aparece Anselmo, arzobispo de Canterbury, allá por el siglo XI. El pecado original no reside en la concupiscencia, sino en el consentimiento de la voluntad a ella. El semen spurcissimus, como un escupitajo o un sangradito, no es ni malo ni bueno. Sólo la voluntad peca. Por lo tanto, el bautismo borra los movimientos de la concupiscencia, si ellos han sido pecaminosos. Pero Anselmo no logra poner marcha atrás e igualar Occidente con Oriente sobre el punto. Como el legado agustiniano es tan fuerte, ahora el pecado del infante pasa a ser la privación de justicia, que arrastra desde la desobediencia de Adán. Pecado original = privación de justicia primitiva. Basándose en Anselmo, el grande e infortunado Abelardo se empeñó en sacar a los infantes no bautizados de las llamas del infierno, pero sin poder otorgarles la dicha eterna, esto es, la visión beatífica. Pero Abelardo, ya se sabe, era medio hereje, y castrado por añadidura. El que reconduce el asunto, no sin dificultades, por la senda recta y aceptada, es el gordo Tomás (Summa Theologica, q. 69 a. 44). Y así renace el viejo Limbo. Los niños no gozarán de la visión de Dios, pero ello no significa que sean infelices, ya que esa visión beatífica es un bien sobrenatural, del cual ellos no tienen conciencia. El catecismo de Pío X, de 1905, en consonancia, proclamaba que «los niños muertos sin bautizar van al limbo, donde no gozan de Dios pero no sufren, porque teniendo el pecado original, y sólo ése, no merecen el cielo, pero tampoco el infierno o el purgatorio». El inspirador fue el cardenal Billot, su numen teológico, ghost writer de la encíclica Pascendi. El cardenal redujo a nada, prácticamente, no sólo la doctrina agustiniana del pecado original, sino también la idea de la traslación de la voluntades a la del primer padre (pero esto sería materia de otro post). Billot amplió el Limbo de los niños a los adultos anormales e, incluso, al lumpenproletariado de los apenas “civilizados”, comparables a los niños.
¿Y el Limbus Patrum? Habría quedado vacío cuando Jesucristo descendió a los infiernos, antes de ascender a los cielos, ya que se los llevó consigo. De todos modos, eso no resultaba tan claro. El viejo Dante (Infierno, IV, 52 y sgs.), por boca de Virgilio, parece insinuar que el Cristo se hizo acompañar por lo patriarcas bíblicos, solamente. En el Limbo quedaron, junto con niños y minusválidos, tipos tan interesantes como Sócrates, Platón, César, Empédocles, Séneca, Hipócrates, Galeno, Avicena et al., más atractivos, digo yo, que una plática con el Josemaría Escrivá o un ping pong con Dominguito Savio. Algún protestante imaginó que en el Limbo había como unos cursos de catequesis para las animae naturaliter paganae, aprobados los cuales volaban confortablemente al Cielo.
Todas estas atractivas posibilidades han quedado definitivamente archivadas por la Comisión de teólogos. Uno podría pensar que, si los infantes no bautizados también suben al Cielo Empíreo, el bautismo debería volver a suministrarse con el uso de razón, previo estricto catecumenado (“pocos pero buenos”, como quiere el papa Ratzinger). Y basta de padrinos, por lo tanto. Todo seguirá igual, sin embargo, y este tema será prontamente olvidado. Hasta que en unos veinte años, se cuestione radicalmente al Purgatorio (esto da para otro post, sobre la conocida obra de Le Goff), e via dicendo. Yo ya lo extraño al Limbo. Esos cursos límbicos de posgrado me resultaban atractivos.
[1] ) Así la vio Dante (Infierno, IV). En alemán, es un antecielo: Vorhimmel.
La Comisión Teológica Internacional ha concluido que debemos enviar el Limbo a la papelera de reciclaje de la teología. La razón aducida es que la gracia tiene prioridad sobre el pecado y, por lo tanto, la misericordia de Dios se supone quiere que todos los seres humanos sean salvos. Hay razonable esperanza, pues, según la Comisión, de que los niños muertos no bautizados gocen de la visión beatífica en el paraíso. Nos dicen que el Limbo fue una hipótesis teológica, no un dogma de fe, que conviene hoy dejar de lado. Entonces, el Limbo fue. Tate, tate, folloncicos, habría dicho el de la Triste Figura. No nos quiten el Limbo así, de apuro, en una especie de arrebato. ¿No estarán arrastrando con él la caída de otras estanterías?
Limbo, viene del latín limbus, que no es frontera, como dicen los diarios (frontera en latín es limes) sino borde u orla de un vestido. Por extensión, la faja del Zodíaco era llamada Limbus. El Limbo no está en la escritura, pero tampoco está el Purgatorio, si vamos al caso. Se relaciona inmediatamente con el pecado original. Allá a lo lejos, los Padres griegos se planteaban qué ocurría con los niños que morían sin bautismo. Establecieron, entonces, una orla confinante con el Infierno[1], donde alojaron a los justos muertos en gracia antes del cristianismo (limbus patrum) y a los infantes no bautizados (limbus parvulorum). Téngase en cuenta, por otra parte, que los Padres occidentales consideraban que el pecado original entraba en nuestra alma con el uso de razón. No alcanzaba a los infantes e, incluso, por eso, no era aconsejable bautizar a los pequeñitos. En los cinco primeros siglos, y salvo peligro de muerte, la Iglesia no bautizaba sino a los adultos, previo catecumenado. Así las cosas, el ex play boy númida Aurelio Agustín irrumpe con su planteo sobre el pecado original. Este pecado reside en la concupiscencia. Hasta ese momento, los Padres consideraban que la concupiscencia producía una inclinación al mal; para el hijo de Santa Mónica, la concupiscencia es intrínsecamente maligna. El infante, engendrado en la concupiscencia, viene al mundo bajo el signo del pecado originario. Diríamos hoy que llevan el pecado original en el ADN. El mismo bautismo no borra la concupiscencia. Tan sólo, por el efecto del agua cesa de ser imputable al bautizado que no cede a sus sugestiones. El niño es pecador desde el instante de su nacimiento. Y Agustín lo demuestra así, en un férreo peripato: el chico sufre; bajo el gobierno de un Dios justo, es imposible que el sufrimiento alcance a un inocente: entonces, el pibe es culpable (cuánto del ex maniqueo hay aquí, don Aurelio: el sufrimiento universal probaría que el Creador no es justo ni bueno). En fin, combatiendo a los pelagianos, afirma que el niño muerto sin bautismo va directamente al infierno. No hay para él lugar intermedio: o bautizado va con pasaje asegurado al reino de los cielos, o no crismado cae en el fuego eterno. El númida no se andaba con chiquitas.
En la Iglesia griega esta noción agustiniana del pecado original no prende hasta muy tarde. Los chicos de aquel lado, si no recibían el bautismo, se acomodaban en un delivery al Limbo. En Occidente, las cosas no cambiarán y Aurelio será hegemón en ese tema, hasta que aparece Anselmo, arzobispo de Canterbury, allá por el siglo XI. El pecado original no reside en la concupiscencia, sino en el consentimiento de la voluntad a ella. El semen spurcissimus, como un escupitajo o un sangradito, no es ni malo ni bueno. Sólo la voluntad peca. Por lo tanto, el bautismo borra los movimientos de la concupiscencia, si ellos han sido pecaminosos. Pero Anselmo no logra poner marcha atrás e igualar Occidente con Oriente sobre el punto. Como el legado agustiniano es tan fuerte, ahora el pecado del infante pasa a ser la privación de justicia, que arrastra desde la desobediencia de Adán. Pecado original = privación de justicia primitiva. Basándose en Anselmo, el grande e infortunado Abelardo se empeñó en sacar a los infantes no bautizados de las llamas del infierno, pero sin poder otorgarles la dicha eterna, esto es, la visión beatífica. Pero Abelardo, ya se sabe, era medio hereje, y castrado por añadidura. El que reconduce el asunto, no sin dificultades, por la senda recta y aceptada, es el gordo Tomás (Summa Theologica, q. 69 a. 44). Y así renace el viejo Limbo. Los niños no gozarán de la visión de Dios, pero ello no significa que sean infelices, ya que esa visión beatífica es un bien sobrenatural, del cual ellos no tienen conciencia. El catecismo de Pío X, de 1905, en consonancia, proclamaba que «los niños muertos sin bautizar van al limbo, donde no gozan de Dios pero no sufren, porque teniendo el pecado original, y sólo ése, no merecen el cielo, pero tampoco el infierno o el purgatorio». El inspirador fue el cardenal Billot, su numen teológico, ghost writer de la encíclica Pascendi. El cardenal redujo a nada, prácticamente, no sólo la doctrina agustiniana del pecado original, sino también la idea de la traslación de la voluntades a la del primer padre (pero esto sería materia de otro post). Billot amplió el Limbo de los niños a los adultos anormales e, incluso, al lumpenproletariado de los apenas “civilizados”, comparables a los niños.
¿Y el Limbus Patrum? Habría quedado vacío cuando Jesucristo descendió a los infiernos, antes de ascender a los cielos, ya que se los llevó consigo. De todos modos, eso no resultaba tan claro. El viejo Dante (Infierno, IV, 52 y sgs.), por boca de Virgilio, parece insinuar que el Cristo se hizo acompañar por lo patriarcas bíblicos, solamente. En el Limbo quedaron, junto con niños y minusválidos, tipos tan interesantes como Sócrates, Platón, César, Empédocles, Séneca, Hipócrates, Galeno, Avicena et al., más atractivos, digo yo, que una plática con el Josemaría Escrivá o un ping pong con Dominguito Savio. Algún protestante imaginó que en el Limbo había como unos cursos de catequesis para las animae naturaliter paganae, aprobados los cuales volaban confortablemente al Cielo.
Todas estas atractivas posibilidades han quedado definitivamente archivadas por la Comisión de teólogos. Uno podría pensar que, si los infantes no bautizados también suben al Cielo Empíreo, el bautismo debería volver a suministrarse con el uso de razón, previo estricto catecumenado (“pocos pero buenos”, como quiere el papa Ratzinger). Y basta de padrinos, por lo tanto. Todo seguirá igual, sin embargo, y este tema será prontamente olvidado. Hasta que en unos veinte años, se cuestione radicalmente al Purgatorio (esto da para otro post, sobre la conocida obra de Le Goff), e via dicendo. Yo ya lo extraño al Limbo. Esos cursos límbicos de posgrado me resultaban atractivos.
[1] ) Así la vio Dante (Infierno, IV). En alemán, es un antecielo: Vorhimmel.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario