SCOTUS Y EL
PRECIO DE ESQUIVAR EL BULTO
Las
imágenes de la tumultuaria entrada de
manifestantes en el Capitolio de Washington, mientras el Congreso se aprestaba
a tratar la certificación de los votos compromisarios de los electores resultantes de los comicios de noviembre
pasado, lo que obligó a la suspensión de las sesiones, han dado la vuelta al
mundo y se prestan a un abanico de
reflexiones. Solamente voy a tomar un
aspecto, propiamente jurídico político, del conjunto de circunstancias que
desembocaron en esos sucesos, y es el del certiorari
negativo que la Corte Suprema de los EE.UU (SCOTUS) produjo en los autos “Texas
v. Pennsylvania et al.”.
Sostengo que esa decisión fue atacable desde el punto de vista jurídico y,
lo que es más serio aún, al evitar un
pronunciamiento de fondo en materia de tal gravedad institucional, privó a
SCOTUS de ejercer la función política moderadora y pacificadora que su
autoridad -no su poder- debía poner en
acto en esa coyuntura. Estimo que el análisis del fallo y sus circunstancias
puede resultar importante como antecedente frente a futuras encrucijadas
institucionales que cabe vislumbrar ocurran en nuestro país y el papel que en
ellas pueda caberle a nuestra Corte Suprema de Justicia.
Sobre el sistema electoral
norteamericano
No
es aventurado suponer que a estas horas una mitad del electorado norteamericano
crea que Donald Trump es un mal perdedor que hasta último momento quiere
desconocer que ha sido derrotado en comicios diáfanos, mientras que la otra
mitad tenga por cierto que el candidato republicano fue víctima de un fraude
fenomenal. No corresponde aquí terciar
en esta pugna, pero sí objetivamente puede anotarse que el sistema electoral
estadounidense es singularmente
deficiente y propenso a despertar sospechas de variada índole. Ello no porque se establezca la modalidad
indirecta para la elección de la fórmula presidencial (art. II, secc. 1 y
enmienda duodécima), según algunos comentaristas ventilaron erróneamente en los medios. Tal modalidad, que rigió entre
nosotros hasta la reforma constitucional de 1994, presenta cuando menos la
ventaja de que el electorado de cada estado o provincia cuenta en alguna medida
en el resultado final, mientras que la elección directa considerándose el
territorio nacional distrito único, de nuestro art. 94 CN, teniendo en cuenta nuestra distribución
demográfica, provoca que el resultado de la tercera sección electoral de
provincia de Buenos Aires resulte decisivo y reduzca a la insignificancia la
cantidad de sufragios obtenidos en la
mayor parte de la provincias de nuestra aparente federación. Las falencias del
sistema electoral de los EE.UU asoman, por ejemplo, en la dudosa inscripción en los registros electorales (un
viejo amigo radicado hace más de treinta años en los EE.UU, habiendo vivido en
tres estados, me asegura que cada vez que fue a inscribirse en los registros
electorales llevó su certificado de ciudadanía, que no le fue exigido, sino en cambio apenas su registro de conducir), o han aparecido
ahora con la amplia difusión del voto
por correspondencia, que computa el empleado de correos luego de verificar que
la firma en el sobre coincide con la del registro, pero que a continuación tira
el sobre al cesto, impidiéndose cualquier verificación posterior. Pero lo más problemático –y aquí nos
acercamos al caso Texas v. Pennsylvania- es que cada estado y hasta cada
condado organiza las elecciones federales según sus propias normas para la
celebración de los comicios y validez y recuento de los votos. Las boletas
electorales pueden ser muy diferentes en
cada estado y hasta dentro de cada uno de ellos, ya que en un municipio pueden
usarse en papel impreso y en otros con urnas electrónicas, lo mismo que para
los votos por correspondencia enviados a los comités electorales municipales.
Reténgase, pues, que toda modificación de las normas electorales en un estado o
condado, respecto de las elecciones federales, asume una gran importancia y
debe ser objeto de riguroso control de validez.
Texas v. Pennsylvania et al., desde el
accionante
El
8 de diciembre pasado, el estado de Texas inició una acción ante SCOTUS para el más alto órgano jurisdiccional
se pronunciase acerca de si hubo o no fraude en la elección presidencial de
noviembre. Una acción tan audaz como interesante en su planteo, como veremos,
pero para nada calificable de temeraria. Alan Dershowitz, notorio abogado y
profesor de Harvard, la calificó como “creativa”, pero también un “pase de Ave
María”, aludiendo a una jugada del fútbol americano de última chance, a todo o
nada, encomendada a la Virgen y quizás efectuada a destiempo.
La
cuestión planteada por Texas contra otros cinco estados de la Unión se resume así: “si el Tribunal Supremo
debería evitar que Georgia, Michigan, Pensilvania, Carolina del Norte y Wisconsin certificaran los resultados de las
elecciones presidenciales del año 2020, porque los cambios en los
procedimientos de elección estatales realizados en ellos en virtud de la pandemia del COVID-19, vulneran la
Constitución federal”. De no
certificarse tales resultados, favorables al candidato demócrata, éste no
podría alcanzar el mínimo de electores requeridos por la constitución y correspondería
que la elección la efectuase la Cámara de Representantes. Lo que Texas ataca en
su demanda son los cambios introducidos en esos estados clave respecto de los
procedimientos electorales, dirigidos a
reducir las normas de seguridad para el voto electrónico y por correo,
donde se habrían registrado numerosas irregularidades. La queja constitucional
del requirente es que esos cambios no resultaron de actos legislativos, sino de
decisiones de la rama ejecutiva. La constitución (art. II, secc. 1) establece
que los electores de cada estado se nombrarán “del modo que su legislatura lo
disponga”. No habiendo intervenido las legislaturas, esos cambios normativos resultan
contrarios a la constitución. Tal, para decirlo en los términos de nuestra
jerga jurídica, la “cuestión federal” planteada por Texas, que resultaría una
cuestión federal compleja directa, ya
que se cuestiona una norma estatal como contraria a la constitución federal. Esa
norma estatal cuestionada tiene relación directa e inmediata con el asunto
debatido: la posibilidad de certificar la elección de los votantes
compromisarios de cada uno de los estados cuestionados. El recurrente lo sintetiza así: “cuando órganos no
legislativos estatales y locales…no cumplen las leyes electorales debidamente
aprobadas, su actuación de facto
equivale a una modificación no permitida de la ley electoral del estado
efectuada por un cargo ejecutivo o judicial”. Ello “es
siempre inconstitucional, pero es particularmente desarreglado cuando suprime
las garantías legislativas para la integridad de los comicios”.
Tenemos, pues, la cuestión constitucional. Pero, ¿cómo
justifica el estado de Texas su interés en atacar la constitucionalidad de una
norma de otro estado? ¿En qué lo afecta? En otros términos, ¿de dónde surge su
legitimación activa? El requirente manifiesta que el estado de Texas como tal,
no sus ciudadanos[1],
han sufrido “un daño de hecho”. Porque los estados recurridos han nombrado
electores en forma inconstitucional, que se oponen a los electores designados
por el estado recurrente, “ello –concluye- busca dar al traste con los
intereses del estado demandante”.
SCOTUS, de acuerdo con el recurrente, debe entender en
la acción en virtud de su competencia originaria, ya que se trata de una
controversia entre dos o más estados (art. III, secc. 2). Esto es de fácil
comprensión en nuestro ámbito jurídico, ya que la constitución establece
similar disposición (arts. 116 y 117 CN). De todos modos, conviene precisar la
cuestión para el lego. SCOTUS, como nuestra Corte, puede actuar como órgano de
apelación extraordinaria, luego de instancias previas, o como órgano de
competencia “originaria y exclusiva” (art. 117 CN), lo que surge de la
naturaleza del asunto. Cuando se trata de controversias entre provincias, en
nuestro caso, o entre estados, en el caso norteamericano, corresponde la
competencia originaria, dirimiéndose la cuestión directamente ante el más alto
tribunal. La distinción entre ambas formas de competencia conlleva
consecuencias muy importantes. Mientras que en la competencia derivada, por vía
de apelación, SCOTUS (como nuestra
Corte) con un gran margen de discrecionalidad, pudiendo rechazar el tratamiento
a través de un writ of certiorari[2] negativo, en el caso de la competencia
originaria el alto tribunal carece de discrecionalidad admisiva, porque se
trata de un imperativo constitucional. El requirente, para allanar la admisión,
recuerda también que su planteo no puede considerarse una cuestión política no
justiciable –aunque las consecuencias sean ineludiblemente políticas. Refuerza
su argumento con un precedente –Baker v. Carr (1962)- sobre judiciabilidad de
una cuestión comicial, y agrega que no existe otro remedio procesal para que un
estado cuestione la constitucionalmente defectuosa gestión de las elecciones presidenciales
en otro estado, apoyándose ahora –como buena argumentación del common law- en un precedente británico
de 1774., que estableció que cuando no existe otra modalidad de juicio,
corresponde entiendan “los tribunales del rey”. Hasta aquí Texas.
Cabe agregar que el 9 de diciembre diecisiete estados
norteamericanos (Alabama, Arkansas, Florida, Indiana, Kansas, Luisiana,
Mississipi, Missouri, Montana, Nebraska,
Dakota del Norte, Dakota del Sur, Oklahoma, Carolina del Sur, Tennesee, Utah y
Virginia Occidental), más el propio presidente Trump se presentaron como amici curiae en apoyo a la pretensión
tejana.
La decisión de
SCOTUS
Los estados recurridos contestaron la pretensión el 10
de diciembre, pidiendo su rechazo. Pensilvania calificó la demanda como un
"abuso sedicioso del proceso judicial". Los estados instaron a que
los magistrados "envíen una señal clara e inequívoca de que tal abuso
nunca debe repetirse". También del
lado de los requeridos hubo apoyo de amici
curiae: los procuradores generales del
Distrito de Columbia, dos territorios de EE. UU. (Guam y las Islas Vírgenes) y veinte
estados: California, Colorado, Connecticut, Delaware, Hawái, Illinois, Maine,
Maryland, Massachusetts, Minnesota, Nevada, Nueva Jersey, Nuevo México , Nueva
York, Carolina del Norte, Oregón, Rhode Island, Vermont, Virginia y Washington,
presentaron un escrito en apoyo de los
demandados.
Un
argumento que recorría buena parte de los blogs jurídicos era que siendo los
estados de la federación norteamericana entidades autónomas, uno de ellos no podría
cuestionar los actos de otro que los realizara dentro de su esfera propia de
competencia. De hacer lugar a la petición, y que un estado pudiese impugnar
normas de otro pondría en peligro el mismo pacto federativo, allanando las
autonomías respectivas. Quedaba en pie, sin embargo, la cuestión de si un
estado podía, en materia de las elecciones federales presidenciales, dejar de
lado la manda constitucional de que los electores fueran designados mediante decisión
legislativa y no meramente ejecutiva. El punctum
dolens, en todo caso, era el alcance de la legitimación activa de un estado
para demandar en nombre de tal cuestión constitucional a otro invocando un
-¿supuesto?- perjuicio que de ese modo
sufrirían sus propios compromisarios.
Por
otra parte, era obvio que los ministros de la Corte tendrían muy presente, al
momento de fallar, lo que el cuerpo experimentó en el año 2000, cuando le tocó
decidir en el caso Bush v. Gore, donde por
mayoría se decidió detener el recuento ordenado por un tribunal del estado de
Florida, de más de 61.000 votos que las
máquinas de tabulación de sufragios habían omitido. Ello permitió el triunfo
de Bush sobre Gore, al obtener
automáticamente los votos compromisarios, siendo un detalle no menor que el
gobernador del estado era Jeff Bush, hermano del candidato triunfante. Los
actuales jueces Clarence Thomas y Stephen Breyer componían el tribunal supremo en aquella época. Otros, como Kavanaugh y Barrett, habían
integrado los equipos de abogados republicanos que pergeñaron la argumentación
de Bush. En fin, los dos citados y Gorsuch habían sido designados durante el
mandato de Trump. Podía con razón suponerse
que ninguno de los actuales ministros desearía sufrir, en lo personal y
en lo institucional, un menoscabo como el que supuso para SCOTUS su
intervención en un asunto tan sensible. ¿Ponerse a considerar la posibilidad de
abrir la puerta a un recuento en cinco estados donde se denuncian condados en los que han existido más votos que
habitantes, votos por correo emitidos fuera de plazo que se computaron de forma
irregular, votos por correo que se antedataron para hacerlos aparecer con fecha
anterior, etc.?
Por cierto el estado requirente, previendo esta
infeliz memoria, había solicitado que se
detuviera en los estados recurridos la certificación de la victoria electoral
de Joseph Biden. En tal supuesto, dado que ninguno de los dos candidatos
obtendría la mayoría necesaria de electores, la decisión recaería en la Cámara
de Representantes, donde la representación de cada estado tendría un voto
(enmienda 12ª). Esto es, el peso de tal
responsabilidad quedaría deferida a la political
branch, a la que el poder judicial
simplemente le habría entornado la puerta…Menuda carga sobre los hombros de
nueve Justices.
Los jueces deben
decidir, sabemos los abogados. Aunque veces
intentan alguna coartada técnica para escapar por la tangente. Tom Goldstein, el editor del prestigiosos
“SCOTUS blog” (www.scotusblog.com), percibiendo algo en el aire, lanzó el 11 de diciembre una entrada bajo
el título: “No rechacen la acción de Texas: destrócenla”. Con independencia de su opinión, algunas
consideraciones eran bien perspicuas: “la decisión (…) debe tener en cuenta este momento
extraordinario y peligroso para nuestra democracia. El presidente Donald Trump,
otros republicanos partidarios y los comentaristas alineados han convencido
firmemente a muchas decenas de millones de personas de que las elecciones
presidenciales de 2020 fueron robadas. Si ese punto de vista continúa
afianzándose, no solo amenaza nuestra política nacional durante los próximos
cuatro años, sino también la fe básica del público en las elecciones de todo
tipo que son los cimientos de nuestra sociedad (…) de tanto en tanto, la Corte
necesita invertir parte de su capital acumulado en emitir fallos que no solo
son legalmente correctos, sino que también responden a amenazas inminentes y
tangibles a la nación (…) en un momento tan profundamente polarizado, no puedo
pensar en una persona, grupo o institución que no sea la Corte Suprema que
pueda hacer lo mejor para el país (…) si la corte dice la verdad, el país
escuchará”.
Ese
mismo 11 de diciembre la Corte falló[3]. “La petición del estado de Texas para
la admisión de su demanda se deniega por falta de conformidad con el art. III
de la Constitución. Texas no ha demostrado la existencia de un interés legítimo
en lo que atañe al modo en que otro estado establece sus elecciones. Las
restantes solicitudes pendientes se rechazan como simple suposiciones. Manifestación del juez Alito, a la que adhiere
el juez Thomas: es mi parecer que carecemos de discrecionalidad para denegar la
admisión de una demanda en un caso que cae bajo nuestra competencia originaria
(vid. Arizona v. California 589 US (feb. 24, 2020, voto en disidencia de
Thomas, J.). Por lo tanto, yo hubiera
admitido el trámite de la demanda, sin otorgar ninguna medida ni expresar opinión
sobre cualquier otra cuestión”.
Alguien
que antes de la pandemia haya fatigado los pasillos de nuestros tribunales
podría afirmar: “lo plancharon con el 280”[4].
Más técnicamente, le aplicaron un certiorari
negativo. Ya vimos que certiorari crea para SCOTUS un amplio
campo discrecional en el caso de causas que lleguen por derivación de las
anteriores instancias (lo mismo acaece con nuestra CSJN, a partir del art. 280
CPCyC). No existe en la legislación estadounidense un criterio
que establezca cuándo SCOTUS puede admitir este tipo de asuntos: la tradición
no escrita es que el certiorari positivo
se abre en el momento que cuatro ministros votan favorablemente a
admitirlo. Y si no, hasta sin dar
razones o destilarlas muy lacónicamente, se inadmite.
Pero, en el caso de la competencia originaria,
que es un imperativo constitucional, tal esfera de discrecionalidad no existe,
como afirma la disidencia de Alito y Thomas. En la constitución norteamericana
(art. 3, secc. 2), como en la nuestra (art. 117), la competencia del supremo
tribunal por apelación está sujeta a “las reglas y excepciones que prescriba el
Congreso”, que legisló acerca del certiorari;
no así cuando ejerce una competencia “originaria y exclusiva”, derivada
directamente de la constitución. Por
otra parte, la cuestión de la legitimación activa, que no habría sido
suficientemente acreditada, sólo podía y debía ventilarse en el pronunciamiento
de fondo, cualquiera fuera éste, no como artículo previo de inadmisión. Dershowitz,
un demócrata señaló que la mayoría del tribunal envió un mensaje no legal pero
práctico: “La Corte está fuera de este juego”[5].
El problema es que, como institución política a la cabeza del poder judicial
–al igual que nuestra Corte- está necesariamente en el juego, y debe tratar de
jugarlo por encima de la pugna partidista. En un momento de los EE.UU. en que
se agudiza un patético empuje a los extremos, la Corte Suprema de los EE.UU.
prefirió esquivar el bulto. Los
argentinos conocemos bien el precio que se paga cuando una institución basilar
como la agencia judicial busca inspiración en el Viejo Vizcacha. En los EE.UU. no está en juego sólo la
credibilidad en su deficiente y caedizo sistema electoral, sino
la de su entero sistema político y su destino como potencia mundial. Nada de
esto nos puede resultar ajeno.-
.
[1] ) De
considerarse afectados los ciudadanos, sería de aplicación la enmienda 11ª: “el
poder judicial de los EE.UU. no debe interpretarse que se extienda a cualquier
litigio (…) que se inicie o prosiga contra uno de los estados unidos por
ciudadanos de otro estado o por ciudadanos o súbditos de cualquier estado
extranjero”
[2] ) “Certiorari” es una forma verbal latina
que significa “estar ciertos”
[3] ) Ver
www.supremecourt.gov/orders/courtorders/121120zr_p860.pdf
[4]
) Art. 280 CPCyC: “…La Corte, según su sana discreción, y con la
sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario, por
falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas
resultaren insustanciales o carentes de trascendencia…”
[5] )
https://www.newsmax.com/politics/dershowitz-texas-lawsuit-supremecourt/2020/12/11/id/1001178