El 13 de enero pasado, la Cámara de Representantes de los EE.UU. votó la iniciación del impeachment (entre nosotros, juicio político) contra el presidente Donald Trump, a siete días de que deba dejar el cargo. Fue por 232 votos a favor, 197 en contra y 4 abstenciones. Votaron por la implementación del juicio político la bancada demócrata y diez representantes republicanos, pertenecientes al sector de los llamados RINO (“Republicanos sólo de Nombre”, por su acrónimo en inglés). Los motivos fueron que Trump “incitó una insurrección armada contra el Congreso”, mediante un discurso “violento” y llamó a explícitamente a entrar “por la fuerza” al Capitolio. Cualquiera puede formarse un juicio acerca de esta acusación revisando la arenga de Trump y si ésta fue anterior, simultánea o posterior al comienzo de tumulto. Pero no es lo que nos interesa aquí, ni tampoco la velocidad con la que los diputados votaron una moción de juicio político que nunca tuvo investigación previa ni pasó por comisión, lo que es de estilo este tipo de acusación. Se trata, por lo tanto, de un juicio político express, que supera con mucho la velocidad ya propia de este tipo de juzgamientos. Como se sabe, en el impeachment norteamericano, como en nuestro juicio político, la Cámara de Diputados funciona como exclusiva acusadora, a través de una comisión designada al efecto, que debe investigar, aportar y producir las pruebas de cargo, y el Senado toma el rol de juez o jurado, debiendo dictar la sentencia de absolución o condena, para la cual se requiere una mayoría de los dos tercios de los miembros presentes. El Senado de los EE.UU se encuentra en receso hasta el 19 de enero, un día antes de la asunción de Joe Biden. El blitzkrieg antiTrump halla insalvables dificultades para cumplirse antes de la toma de posesión del nuevo presidente, aunque más no sea porque también el acusado merece tener la posibilidad de una defensa adecuada en un debido proceso. El juicio, pues, deberá tener lugar en el Senado, pero con su nueva composición. Cuestión no menor es el chalaneo para obtener el pase de suficientes nuevos senadores republicanos del sector “Deplorables” (es decir, trumpianos) al sector RINO (los que se purificaron en el Jordán), para llegar a los dos tercios. Papel no menor en esto juega el impartir miedo: defender a Trump es, automáticamente, defender la insurrección, y ya hay fiscales rondando a los posibles candidatos a tal acusación. El baldón para los que apoyen al presidente saliente cuenta desde ahora con una sanción no menor: la condena a la espiral del silencio en los medios de comunicación y las redes sociales, porque favorecer a Donald es una maquinal incitación al odio. Otra cuestión es quién presidirá el Senado enjuiciador. La neovicepresidente Kamala Harris podría hacerlo porque no es su presidente el que está en el banquillo, sino el derrotado. O quizás le deje ese papel al presidente pro tempore del cuerpo, equivalente a nuestro presidente provisional del Senado. Pero hay quienes piden se continúa con el procedimiento iniciado por la Cámara baja como si aún Trump estuviese en ejercicio, por lo que el Senado debería ser presidido, en ese caso, por la cabeza de la Corte Suprema, John Roberts.
Llegamos a la “burrada”
Pero todo lo anterior es minucia. Enorme, pero minucia al fin. Lo que sorprende, en un país como los EE.UU., que ha tenido figuras descollantes en el derecho constitucional, es que se sostenga que puede haber un juicio y una eventual condena en un impeachment póstumo, porque dirigido a un presidente que ya cumplió su mandato. En derecho, toda acción deviene insubstancial y se extingue cuando desaparece el objeto de su persecución antes de llegarse a la sentencia de mérito. El objeto de la acción de impeachment, como el del juicio político entre nosotros, es la remoción del funcionario, en este caso el presidente. Lo dice la constitución de los EE.UU–: “destitución del cargo” –removal from office (art. I, secc. 3)- y la nuestra: ”destituir al acusado” (art.60). Lo demás (“inhabilitación para ocupar y disfrutar cualquier empleo honorífico de confianza o remuneración de los EE.UU”, en un caso, “declararle incapaz de ocupar ningún empleo de honor, de confianza o a sueldo en la Nación, en otro) son accesorias de la condena, que sólo pueden entrar en vigor a partir de la sanción del objeto principal, que es la remoción. No habiendo principal, lo accesorio sigue su suerte. No voy a fatigar al lector con citas de nuestros doctrinarios –Joaquín V. González, Rafael Bielsa, Miguel Ángel Ekmedjian, para citar sólo los que tengo ahora más a mano en la biblioteca- que confirman este aserto elemental de que no hay posibilidad alguna de impeachment póstumo. Y no quiero privarme del viejo Story, que tocó directamente el punto: “si la Constitución ordena la destitución, es que supone al acusado todavía en ejercicio de sus funciones cuando se hace la acusación (…) Esto se justifica observando que sería ejercer una autoridad ilusoria la de juzgar a un culpable por un crimen susceptible de juicio político, cuando el principal sujeto de la ley no es ya necesario, ni tampoco puede ser alcanzado; y aun cuando pueda declararse la incapacidad para ejercer empleos públicos, las formas de la Constitución dejan en duda el que esta privación pueda pronunciarse sola, sin ser acompañada de destitución”.
Por cierto, y acudiendo a la vía del absurdo, si se pudiese realizar un impeachment póstumo, como lo que ocurrió con el papa Formoso (891-896), al que después de su muerte el papa Esteban VI (896-897), luego del “sínodo del cadáver”, ordenó que se desenterrara su cuerpo, vestirlo debidamente, juzgarlo y arrojarlo al Tíber; si fuese posible algo así, hasta el mismo Biden podría hallarse en problemas. Supongamos que en 2023, en las elecciones de medio término se volviesen las tornas y los demócratas quedasen en minoría en ambas cámaras. Y que los republicanos “deplorables”, ahora triunfantes, aplicando el precedente Trump, exigiesen el impeachment póstumo de Joe Biden, cuando fue vicepresidente de Obama. En ese momento, Biden se jactó públicamente de haber presionado al entonces gobernante ucraniano para que destituyese al fiscal general que estaba investigando a su hijo Hunter por presuntos actos de corrupción en sus funciones de miembro del directorio de la principal empresa ucraniana de petróleo y gas. Incluso, al parecer, incluyó en su amenaza que, de no cumplirse su pedido, no se giraría al país europeo un adelanto de fondos del FMI. Los acusadores señalarían que esta gestión de un vicepresidente en funciones que utiliza su investidura para gestionar un interés privado sobre una investigación de corrupción que se desarrolla en otro país constituye la "falta grave" que el art. II, sección 4a. de la constitución norteamericana establece como causal de impeachment. De ser condenado por el Senado, privado de la posibilidad de empleo honorífico de la Unión, Biden debería renunciar a la presidencia…
El ejercicio anterior sirve tan sólo para reducir al absurdo la posibilidad de impeachments póstumos a lo papa Formoso que se pretende por Dems + RINOs, que abriría una incontenible e indefinida serie de venganzas circulares dando lugar a una situación ingobernable. La idea de que tal procedimiento prendiese en nuestra clase política es francamente aterradora.
Lo único que pretende esta guerra relámpago contra un Trump en el piso, dirigida por la Pasionaria de San Francisco, Nancy Pelosi, es declarar la incapacidad política vitalicia del caído. Esto sería una proscripción de por vida, aunque llamarla por su nombre chocaría con la constitución –“no se expedirá ley alguna de proscripción”, art. I, secc. 9. Quizás convendría que en un sinceramiento colectivo se restaurase la venerable institución del ostracismo, para aquellos que se considerasen peligrosos para el sistema, con un destierro de diez años, como el precedente ateniense. Todo ello acompañado de la damnatio memoriae, para acoplarle una institución romana, y eliminar cuanto pudiera recordar al afectado: imágenes, textos, hasta el nombre. Los romanos lo aplicaban al muerto, pero no habría inconveniente que fuera en vida, con silencio lapidario de los medios de comunicación y redes sociales. Para los argentinos de la tercera edad, algo así como el decreto 4161/56. Sería jugar políticamente a cartas vistas, y todo aquel que quisiera entrar al garito sabría de antemano las consecuencias, sin necesidad de forzar constituciones ni invocar a la democracia.
Los demócratas son popularmente conocidos como el partido del burro y los republicanos tienen como animal emblemático al elefante. El partido del burro, junto con algunos elefantes disidentes, está a las puertas de cometer una solemne burrada.-
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