Quien recorra el índice de este blog
encontrará que tiene su cementerio privado, que habitan amigos idos o autores
que ya fueron, pero que han dejado en este cronista una impresión
indeleble. En ese camposanto particular, como decía
Quevedo, “escucho con mis ojos a los muertos”, y los despido sin dejar de
frecuentarlos. Ahora le toca, con algo
de atraso, porque falleció a los 78 años el pasado 27 de marzo, a Clément
Rosset, filósofo francés, normalien, con un aspecto algo hirsuto de Diógenes urbano.
Su afirmación fundamental es que lo real es lo real. Proposición tautológica cuya profundidad
nuestro autor defendió a lo largo de su carrera intelectual y que, como señala.
“constituye, para la filosofía y la opinión más comunes, un asunto de mofa
general, una especie de enorme error básico reservado sólo a los espíritus
obtusos e incapaces de un mínimo de reflexión”. Hay un núcleo trágico en
aceptar la realidad de lo real, y por lo tanto buena parte de la reflexión
filosófica parte de la desconfianza hacia lo real, esto es, de lo que Rosset llama “principio de realidad insuficiente”.
Se construyen así “dobles” de lo real, para esconderlo y negar el elemento
trágico ínsito a aquélla. Y entonces se
oscila entre dos extremos. El que reconoce la realidad de lo real queda
afectado por ella: “es el ser que puede saber lo que en no puede saber; el que
en principio puede lo que en puridad no puede; el que es capaz de enfrentar lo
que no es capaz de afrontar”. Pero si
rechaza o intenta gambetear la realidad de lo real por la carga que conlleva,
cae en un peligro mayor, en el peor de los peligros. Aparecen los espejismos de
todo tipo para esconder lo que en la realidad hay de crudo e intolerable.
Surgen dimensiones utópicas, mezclando exigencias y radicalización, en un
intento de cambiar “de” mundo -“otro
mundo es posible”- generalmente bajo el lema de cambiar “el” mundo. Aquí Rosset expresa su vena escéptica, en la
línea de Montaigne y de Schopenhauer, al que dedicó un penetrante trabajo:
“Schopenhauer, filosofo del absurdo”.
Escéptico, literalmente, en el sentido de quien mira-a-su-alrededor, sopesa y reflexiona
sobre lo que ve, aunque odie las conclusiones a las que llegue. La “democracia
de los derechos del hombre” o las condenas por “inhumanidad” caerán bajo su
mirada implacable. “Nadie ha podido definir qué resulta, de parte de un hombre, humano o
inhumano, por la buena razón de que todo de lo que un hombre es capaz es también necesariamente humano, como lo
enuncia un verso célebre de Terencio: hombre soy y nada de lo humano me es
ajeno”[1]. “Después de todo –agrega- los crímenes y
horrores cometidos cotidianamente por la humanidad son de todos modos crímenes
y horrores, ya se los considere como “inhumanos” (lo que en el fondo es más
tranquilizador) o como “humanos” (lo que es probablemente más cierto, pero
también más inquietante”. “Nada es más
temible –señala- que el amor a la humanidad en general, que resulta casi
siempre en amar a todo el mundo detestando al mismo tiempo a cada persona en particular”. Y remata: “los crímenes de los que se
indignan los moralistas son casi siempre obra de personas más moralistas
todavía”. Desde luego, el intento de
mejorar o remediar lo que nos rodea es menos vistoso, y ciertamente más
difícil, que tirar el único mundo que tenemos a la papelera de reciclaje y
anunciar la génesis de otro nuevo y perfecto, construido en el taller de las
ideologías. La realidad, solía decir
nuestro filósofo, desconcierta por su “intolerable simplicidad”.-
[1] ) De paso,
recordemos que Terencio era nacido esclavo en Cartago, emancipado en Roma bajo
la protección de Escipión y muerto en Gracia, adonde había ido a buscar nuevas fuentes de inspiración en los maestros
teatrales helénicos. San Agustín
recuerda que cuando aquellos versos del
“homo sum…” se declamaban en Roma,
el anfiteatro clamaba y rompía en aplausos.
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