AYER CÓDIGOS Y CONSTITUCIONES. HOY,
SUPERCONSTITUCIÓN GLOBAL
Luis María Bandieri[i]
Sumario.
Códigos y constituciones. La metáfora piramidal. Mecanicismo y positivismo
clásico. Centralidad de los tribunales constitucionales. ¿Una nueva pirámide
jurídica? La superconstitución como Otro. Conclusiones abiertas
Códigos y constituciones
“Ayer
códigos; hoy, constituciones” es una propuesta más que sugestiva para la
reflexión jurídica propia de nuestro tiempo. Códigos y constituciones, ya sea
en papel o en pantalla, forman parte, si
se me permite la expresión, del nécessaire
de viaje del operador jurídico. Imprescindibles antes y ahora para el diario
ejercicio del tribunal, el dictamen, el consejo o aun la cátedra, aunque hayan variado los soportes en que la
información acerca de ellos se nos transmite.
Pero esto último, el vehículo por donde nos llega, con ser lo más
aparente, es lo menos importante. Lo que se ha transformado radicalmente es la
relación entre ambos componentes, esto es, leyes y constituciones y la metáfora
en que esta vinculación se expresa e ilustra sobre sus órdenes de prelación,
preterición y postergación, así como de supraordenación y subordinación
respectivas.
La metáfora piramidal
Durante
la era positivista nos acostumbramos a representarnos una estructura escalonada
del universo jurídico, con una concreción descendente peldaño a peldaño desde
los actos condicionantes a los condicionados y un ascenso sucesivo hasta la ley
fundamental, a su vez animada por el soplo de la Grundnorm que susurraba “debes obedecer al legislador
originario/debes obedecer a la constitución”. Era la metáfora[1]
de la pirámide, que Adolf Merkl ofreció en bandeja a su maestro Hans Kelsen y
que todos los operadores jurídicos hemos transitado y aún transitamos en un
sentido o en otro. La imagen piramidal normativa culminaba el desenvolvimiento
de la era positivista en una actitud rampante, aunque como todo apogeo mostraba
ya algunos síntomas del acabamiento propio de un fin de ciclo. Los códigos,
expresión refinada de la legalidad, habían vivido un siglo antes, hacia 1804,
su momento rampante. Fue cuando los
franceses se dieron un código civil modélico para el mundo y, especialmente,
para este lado del mundo que es el
iberoamericano, por su claridad, coherencia y concisión. Napoleón, el político
cuya decisión estuvo en el basamento de esa obra, ya vencido y desterrado en
Santa Elena, afirmaba sin equivocarse: “lo que nadie ha de borrar, lo que
vivirá eternamente, es mi Código”. Su Código no había surgido ex nihilo, sin cordón umbilical,
producto puro y exacto de la razón, como el pensamiento ilustrado de la época
pretendía. El texto revela al análisis, como insinuaba el propio codificador,
Jean Etienne Marie Portalis, la cristalización pulcra de una tradición,
romanista por un lado, de droit coutumier
por otro, culmen de una tarea que otros juristas, como Robert Pothier, por
ejemplo, ya había encarado más de un siglo antes. Pero, para los juristas de
entonces y, más notablemente, para los posteriores, aquellos antepasados,
aquellas fotos de parientes pobres, se fueron desdibujando, volviéndose
irreconocibles y terminaron siendo echadas al olvido. Es que los juristas
estaban arrastrados por la gran corriente de la Ilustración. Habíamos llegado a
la mayoría de edad –sapere aude!,
atrévete a saber- pensábamos por nosotros mismos y resultaba casi desdoroso
imaginar que nuestra disciplina fuera la propia de una gente que anda a
tientas, tomada de la mano de los antecedentes, conformando una larga y
vacilante cadena donde se eslabonan generaciones y generaciones de argumentos
de autoridad. No, el derecho debía provenir desde lo más alto, de una inmaculada
concepción de la razón razonante. El legislador, mediante el Código –palabra
que va exigiendo desde entonces la mayúscula inicial- establece racionalmente
un repertorio de figuras típicas, debiendo el intérprete proceder maquinalmente
a la subsunción del hecho bajo el tipo legal abstracto. Culminación del juez
como bouche de la loi que Montesquieu
había adelantado ya. Kant[2]
había establecido una analogía entre el juicio del juez y el silogismo
categórico. Y en otra obra[3],
había previsto que, por la instauración adecuada de una “constitución civil” en
lo interno, y una legislación y convenciones comunes en lo externo, habría de establecerse una
“comunidad civil universal”, que se rigiese a sí misma “como un autómata”.
Autómata, máquina de subsumir, metáforas mecanicistas propias del tiempo de la
codificación rampante. En Kant se
encuentran in nuce los desarrollos
posteriores de la teoría jurídica, hasta nuestro tiempo. Para que la promesa básica
de la modernidad, esto es, la emancipación y entrada en la adultez definitiva
del ser humano se produzca, se requiere
en el derecho estatal una ley codificada y un juez subsumidor que la
aplique estrictamente, como “constitución civil”, acompañada de una superley,
la constitución política, que consagra los derechos individuales y la división
tripartita de poderes. A partir de este derecho interno, en un régimen de
igualdad interestatal, y conservando cada unidad política su soberanía, se
coordinan las condiciones de una alianza internacional pacífica (foedus pacificum). El filósofo añade una
nueva dimensión, que resulta
una exigencia de la estructura triádica de su método trascendental, a más de aquellas
esferas estatal e interestatal y por
encima de ellas: la del derecho cosmopolítico (Weltbürgerrecht o ius
cosmopoliticum), que surge del principio de hospitalidad y convierte a todos los individuos en
ciudadanos de una república mundial del alcance planetario, pudiendo reclamar a
cualquiera de las unidades estatales la no transgresión del aquel principio. De
aquí surge, ya por encima de las constituciones civiles codificadas y de las
constituciones políticas sancionadas, la posibilidad de una superconstitución
global que reconozca en todo ser humano su sujeto activo y en las diversas
unidades estatales sus sujetos pasivos, dentro de una república mundial (Weltrepublik). El desenvolvimiento
posmoderno de esta constitución global habrá de provocar el allanamiento
de y derrumbe de buena parte de los
edificios legales y constitucionales estatales, rompiendo aquella buena
relación familiar entre leyes y constituciones. Lo que permitiría reformular la convocatoria
en estos términos: “ayer códigos y constituciones; hoy, superconstitución
planetaria”. Pero no nos adelantemos.
Mecanicismo y positivismo clásico
Volvamos
a nuestros positivistas. El positivismo en general, y el positivismo jurídico
que es una de sus expresiones, intentó paralelamente, al modo de la mecánica
newtoniana, “fisicalizar”[4]
lo social. La mecánica se atenía a la descripción de los cuerpos observables y
la ciencia social a la de los hechos observables. No había entre ambas
diferencias de método (es decir, se afirmaba el monismo metodológico) ni objeto
de estudio. En cuanto al derecho, así metodizado científicamente, le
correspondía “describir” el sistema normativo. Esta operación permitió tomar
estado definitivo a la “ciencia del derecho” y transformó la enseñanza de
nuestra disciplina y el status del jurista, que dejará de ser un jurisprudente
para convertirse en doctrinario y legista del dogma iuris, creación monopólica del Estado: la lex estatal absorbe al jus. El derecho deviene ley. Y en la
universidad –hay quienes podemos recordarlo- el Código era el derecho y el
derecho se cifraba en el Código. Quizás hoy resulte difícil entender la fe en
la exactitud de la creación codificadora que mantuvo la generación del
positivismo dogmático que la vio establecer originariamente, y por eso me
permitiré traer un ejemplo. En 1869 se sancionó en la Argentina el Código Civil
que, con algunas reformas, se mantuvo hasta su total transformación en un nuevo
instrumento legal promulgado en 2015. El autor de aquella magna obra de más de
cuatro mil artículos fue, sin otros colaboradores, el jurista Dalmacio Vélez
Sársfield. En el Congreso federal se discutía si el texto debía aprobarse “a
libro cerrado”, es decir, sin discutirlo artículo por artículo, o entrar a considerarlo
en detalle. El condimento anecdótico era la relación sentimental que unía al
entonces presidente de la república, Domingo Faustino Sarmiento, con Aurelia, la
hija del codificador Vélez Sársfield, veinticinco años menor y ambos casados, lo
que animaba a los opositores a insinuar que la modalidad fast track para su sanción provenía de aquel vínculo. Entonces, en
el Senado se levantó la voz de un ex presidente, Bartolomé Mitre, que en
defensa de la aprobación a libro cerrado y elevándose sobre todo chismorreo, dijo:
“El Congreso ha encomendado el Código Civil a los hombres de ciencia porque es
una operación científica igual a la del metro, igual a la de la moneda, igual a
los puntos de la latitud y de la longitud, a los astrónomos, a los metalúrgicos
y a los geográficos”. Un código proporcionaba a un conflicto una respuesta tan
exacta como la de una regla graduada o la de un sextante. Se aprobó sin más.
No
sin cierta nostalgia, aunque crítico del positivismo, ya en mi tiempo revestido
con los ropajes normativistas. recuerdo aquella época en que de una lado había
un expediente, del otro un juez y, en el medio, un Código. Regía entonces en la
Argentina, un control constitucional difuso y débil, ya que el juez, al
ejercitarlo, no invalidaba ni anulaba
una ley o un acto, sino que se limitaba a inaplicarla al caso, juzgando
conforme a la norma que consideraba vigente para el supuesto concreto. No
declaraba ninguna inconstitucionalidad de la ley preterida, sino que fundaba
simplemente su apartamiento de ella. Un
jurista de la época, y notable juez, Adolfo Plíner, anotaba: “el poder judicial
administra justicia y nada más, y si intenta invadir las competencias de los
otros poderes erigiéndose en su mentor o en su censor, aunque fuera con la
mejor de las intenciones, para preservar el orden constitucional, lo romperá en
el momento mismo en que extralimite su función específica”[5].
La agencia judicial se presentaba,
así como una especie de amable paquidermo que consumía hechos alegados y
probados en un expediente y, metabolizándolo con la letra de los códigos y las orientaciones
jurisprudenciales, expulsaba sentencias. En el Código, se suponía, estaban
todas las respuestas y el juez no podía dejar de juzgar, esto es, de aplicarlo
teniendo en cuenta la anotada preservación constitucional, so pretexto de
silencio, oscuridad o insuficiencia del mismo Código, cuya completitud se
descontaba, y si pretendiese ese imposible, el juez se convertiría en reo de
prevaricación (art. 4º, Code Napoleon,
art. 15, ex Código Civil).
Centralidad de los tribunales
constitucionales
Este
edificio armonioso, al menos en su fachada, que dio buen cobijo durante largo
tiempo a los operadores jurídicos, está hoy en derrumbe. El paradigma positivista
normativista implotó; en otras palabra, no fue vencido por otro paradigma que
tomase inmediatamente su lugar. Puede sostenerse que, en puridad, ha tomado la
posta un nuevo positivismo moral derivado del principialismo de la constitución
global[6].
Lo cierto es que atravesamos un interregno que ha dado en llamarse
pospositivista, con los antiguos dioses perdiéndose en el ocaso y los
destinados a sustituirlos no reconocibles del todo aún, aunque se vislumbren en
el firmamento jurídico. El problema es que, frente a un cierto número de casos
corrientes y habituales, el operador jurídico no tiene más remedio que actuar
“como si” aquel positivismo normativista gozase aún de buena salud y recorrer
las galerías en escombros y fatigar las escaleras desgastadas del viejo
edificio ruinoso con el mismo ceremonial de los tiempos del antiguo
esplendor.
Litigantes y
tribunales argumentan habitualmente a partir de referencias al bloque de
constitucionalidad, donde los tratados posmodernos de derechos humanos y, en
nuestra ecúmene cultural iberoamericana, especialmente la Convención Americana
de Derechos Humanos, juegan un rol solar.
Nuestros tribunales constitucionales han ido escalando en la facultad,
muchas veces autoarrogada, de establecer el efecto erga omnes de sus sentencias.
La Corte Suprema argentina ofrece un ejemplo muy claro. Aunque de
acuerdo con los instrumentos legales y su antigua jurisprudencia el argentino
es el único ámbito judicial iberoamericano donde se ejerce un control
constitucional difuso, al modo norteamericano, siendo el fallo sólo referible
al caso, con efecto inter partes, el
Alto Tribunal suele sentenciar con alcance erga
omnes y poner en práctica un stare
decisis de hecho. El venerable James Bryce, en su “The American Commonwealth” (1888), contaba el caso del inglés que,
anoticiado de que la suprema corte federal fue creada para proteger la
constitución e investida de autoridad necesaria para anular las leyes
repugnantes a sus preceptos, pasó dos días buscando en el texto de la constitución
de los EE.UU. las disposiciones señaladas y naturalmente no pudo encontrarlas[7].
Si consiguiéramos por milagro llevar hoy a la Argentina al curioso inglés del
cuento, lo dejaríamos en la misma perplejidad si quisiera encontrar en nuestra
constitución dónde se encuentran las disposiciones del constituyente que
autoricen a nuestro alto tribunal a convertirse en areópago con ejercicio de un
control constitucional fuerte, Sus
decisiones, más allá del caso
resuelto, van alcanzando, como dijimos, progresivamente un efecto erga omnes, a veces
explícitamente manifestado y en otras de hecho, lo que va de la mano con la
culminación de la doctrina sobre posibilidad y obligatoriedad para los jueces
del control constitucional de oficio[8]. En
el espíritu del tiempo está que, sea por vías difusas o concentradas, se
plantee como imperativo sin el que no puede concebirse un Estado constitucional
ni hablarse de democracia constitucional, el control constitucional “fuerte” a
cargo de un altísimo tribunal en teoría soberano que puede anular y expulsar
del ordenamiento jurídico normas y actos. He expresado en diversas ocasiones
reservas a este megacontrol constitucional y sus virtudes y beneficios hasta
ahora inconcretados. Tales reparos se inscriben en una crítica de fondo al
asiento doctrinario de aquel imperativo de la época, es decir, al trípode
Estado constitucional-democracia constitucional-neoconstitucionalismo, que el autor de esta entrega ha efectuado en varios trabajos a los que debe necesariamente
remitirse[9]. Como contracara de la crítica que se anuncia
a la acepción “fuerte”, la reivindicación
de un ejercicio de protección constitucional “débil”, que funcionase a título de “atribución
moderadora”[10],
como lo hubo entre nosotros, resultaría, a juicio del autor, más beneficioso
que el activismo actual. Bien sabe que podría ser tachado de ejercicio
nostálgico, con la letra de una vieja canción: “no se estila, ya sé que no se
estila”. Pero en las ocasiones en que el
pensamiento jurídico se presenta monolítico y monocolor, conviene poner a prueba
un lugar común, aunque ya casi parezca escapar a toda crítica.
En
el mismo sentido, se advierte que nuestros tribunales tienden a transformar en
casos difíciles y hasta trágicos, que deben ser zanjados por medio de la
ponderación entre principios y valores tenidos por equivalentes, con
apartamiento de la ley y de la misma constitución en algunos casos, cuando
ellos podrían ser resueltos prudencialmente a través de la aplicación de ese
mismo instrumental desechado. Cierto es que la ponderación permite colocar al
juez, y a su subjetividad, “pesando” principios sin un sistema objetivo de
pesas y medidas aplicable, en el centro de la escena y bajo los focos
mediáticos, como el demiurgo que va creando y recreando el derecho con la
blanda arcilla de los principios y valores. El activismo judicial, que conlleva
lo que se ha llamado “sobreinterpretación constitucional”[11],
extensiva mediante el argumento a simili
a cualquier aspecto de la vida social y política, pese a reparos teóricos, se
derrama tanto cualitativa como cuantitativamente, en un proceso de continua
realimentación e incremento del derribo de límites, como ha ocurrido en la
Argentina con la consideración como
sujetos de derecho de los animales no humanos[12].
Miguel Carbonell afirma así este aspecto: “el activismo judicial (…) significa
simplemente que el juez toma todas las normas constitucionales en serio y las
lleva hasta el límite máximo que permite su significado semántico”. Y agrega el
autor mexicano: “la democracia constitucional debe contar con jueces
vigilantes, custodios intransitables e intransigentes de los derechos
fundamentales; jueces que estén dispuestos y bien preparados para llevar las
normas que prevén tales derechos hasta sus últimas consecuencias, maximizando
su contenido normativo”[13].
Tal activismo judicial suele darse en paralelo con el activismo de grupos de
presión, ONG’s, agrupaciones de minorías afectadas, etc., en un proceso que
sigue una progresión habitual: colocación del conflicto en la agenda mediática,
obtención de la respuesta judicial y tardío reconocimiento en términos
legislativos. Este proceso permite a cada individuo desenvolver al máximo su
plan de vida, su proyecto biográfico, requiriendo de los poderes públicos y de
los otros individuos las prestaciones o abstenciones del caso, por la vía
judicial de ser desatendido. De ese modo, dice Alexy, “quien consiga convertir
en vinculante su interpretación de los derechos fundamentales –es decir, en la
práctica, quien logre que sea adoptada por el Tribunal Constitucional Federal-
habrá alcanzado lo inalcanzable a través del procedimiento político usual: en
cierto modo, habrá convertido en parte de la Constitución su propia concepción
sobre los asuntos sociales y políticos de la máxima importancia y los habrá
descartado de la agenda política”[14].
El individuo empeñado en llevar su proyecto biográfico a la realización
procurará incorporar “su” derecho a la protección constitucional, vía la
jurisdicción constitucional, sustrayendo esa pretensión del ámbito mediado por
las instituciones del poder político.
¿Una nueva pirámide jurídica?
Para
algunos, se ha establecido así una nueva “pirámide jurídica” que vendría a sustituir
la que nos dejara el positivismo normativista, cuyo ápice se conformaría ahora con
el bloque cosmopolítico de principios irrevocables e indecidibles, que expresan
una constelación de valores universales resultantes de las convenciones del
derecho posmoderno de los derechos humanos, sobrevolado por un mandato
hipotético: “debes obedecer a la constitución global”. Y esta constitución no
es una medida para limitar o contener gobernantes, sino ella misma un gobierno
impersonal desterritorializado, una gobernanza o gouvernance mundial “que ha de parirse –dice Segovia30-
entre los quejidos de los Estados nacionales resquebrajados y la petulancia de
una economía global que no soporta otras reglas que las suyas”.
La
constitución que presidiría la flamante pirámide jurídica no es, obviamente, la
de cada ordenamiento nacional, la ley constitucional concreta y particular –en
ese caso, “Estado Constitucional” sería un simple sinónimo del viejo “Estado de
Derecho. Aquella “ley suprema” expresaba una supremacía jurídica sobre un
territorio determinado y la población que lo habitaba y, allí donde junto a la
forma estatal hubiese una articulación federativa, se establecía, para el caso
de conflicto, la superioridad de la norma “federal” (central) sobre la local,
como ocurre con el art. 31 de la constitución argentina y su fuente, el art.
VI, segundo párrafo de la constitución de los EE.UU. La Constitución en su sentido actual, encarna
una supremacía jurídica y política, “puesto que el derecho ya no resulta
subordinado a la política como si fuera su instrumento sino que, al contrario,
es la política la que se convierte en
instrumento de actuación del derecho, sometida a los vínculos que le imponen
los principios constitucionales”; esto es, se ha vaciado la política en el
derecho, y éste, a su vez, se encuentra regido por un “derecho sobre el
derecho” que son los principios constitucionales. Y ya no se trata de constituciones particulares,
las que daban lugar a los habituales tratados o manuales de derecho constitucional “argentino”
“brasileño” o el gentilicio del caso –cuando el Derecho Constitucional era
simplemente “la materia comparsa del Derecho Civil o del Derecho Penal”[15].
Ahora se trata de una constitución “cosmopolítica”
que rige en una “esfera pública mundial”, proveedora de principios y valores
que ponen en acto derechos humanos con efecto irradiante, que pertenecen a una
esfera indecidible por las instrumentos político-institucionales
clásicos, a un “coto vedado”. Una constitución rígida global, que establece el
zócalo del derecho del individuo cosmopolita –das Weltbürgerrecht-, recogida en convenciones y declaraciones
regionales y universales y expandida por tribunales supremos nacionales o
continentales de carácter contramayoritario, colegios restringidos de expertos
que se atribuyen un “poder constituyente permanente”[16],
al modo de los “guardianes de Platón”, según la frase mordaz del Justice Hand[17].
Aparece así un superpoder sobrevolando a los tres clásicos.
La superconstitución como Otro
García
Pelayo, con un eco aristotélico, definía a la constitución, allá por los 50 del
siglo pasado, como la “ordenación de las competencias supremas el Estado”[18].
En aquel tiempo, la constitución estaba dentro
y en el ápice del ordenamiento jurídico estatal. Hoy, la constitución está fuera y enfrente del ordenamiento
jurídico estatal, lo que mueve a pensar que la metáfora dela pirámide ya no
resulta de aplicación. Gil Domínguez lo define muy claramente: “el Estado
constitucional de derecho configura un paradigma en donde la Constitución es el nexo que une el Estado con el derecho,
generando de esta manera una serie de consecuencias positivas para las
personas, al presentarse como un Otro que
no produce respuestas absolutas y que intenta garantizar la convivencia
pacífica de una sociedad heterogénea que presenta como característica
esencial una constelación plural de biografías”[19].
La constitución es fuente de valores y usina constante de principios, que se
van reformulando a medida que, en ese adunamiento de proyectos biográficos
individuales, se presentan conflictos
entre valores contrapuestos, que los jueces arbitran mediante un ejercicio
de ponderación –es decir, pesaje-
abierto a la subjetividad, ya que carecen de un sistema objetivo de medidas,
que no sea un retorno referencial a la contextura problemática de principios y valores contrapuestos,
que así se convierten en única fuente
del reconocimiento de derechos y sentencias de mérito. Esa constitución ya no
es el ápice de un ordenamiento jurídico localizado sino, por lo menos en su
parte dogmática, un capítulo de una constitución cosmopolítica supraestatal y
prácticamente desterritorializada. En este marco, el control “fuerte” de
constitucionalidad se ha transformado sin que los constitucionalistas clásicos
lo advirtiesen, porque el núcleo
controlante no es ya la “supremacía” local, como la del art. 31 CN, sino la
cúspide piramidal formada por principios cosmopolíticos irrevocables e
indecidibles, que expresan una constelación de valores universales resultantes
de las convenciones del derecho posmoderno de los derechos humanos, sobrevolada
por un mandato hipotético: “debes obedecer a la constitución global”. Esta constitución global no resulta, como las
constituciones estatales clásicas, un modo de límite o contención para los
gobernantes, sino es ella misma un
gobierno impersonal desterritorializado: la “gobernanza”, expresión que ha
entrado, muchas veces de modo incauto, en el léxico constitucionalista
La estatalidad
se disuelve en el “Estado Constitucional”, porque su ordenamiento jurídico
territorial se ha transferido al ámbito constitucional y la constitución es
apenas un capítulo de una superconstitución global. No hay forma política
“Estado” concebible sin una “evidencia territorial”[20],
asiento del “animal político” definido por su arraigo territorial en un lugar,
llámese polis, reino o nación-Estado.
Junto con la territorialidad, se pierden también las referencias al pasado
común, ya que los principios de esta superconstitución global se definen en un
puro presente continuo en constante expansión e irradiación, por referencia a
valores difusos y ubicuos. Los órganos dinámicos
de este proceso son las cortes supremas
y tribunales constitucionales, así como las cortes supranacionales, por ej., la Corte Europea de Derechos Humanos
o la Corte Interamericana de Derechos Humanos: esta última se declara
intérprete suprema de las convenciones interamericanas[21]. Este judicialismo constitucionalista se
expresa con las técnicas del derecho, velando así que estas decisiones toman el
lugar de las decisiones políticas;
literalmente, las suplantan[22]. Ya Carl Schmitt había entrevisto (1927) que
“el ideal pleno del Estado burgués de Derecho culmina en una conformación
judicial general de toda la vida del Estado. Para toda especie de diferencias y
litigios […] habría de haber, para ese ideal de Estado de Derecho, un
procedimiento en que […] se decidiera a la manera del procedimiento judicial”[23].
En otro lugar (1932), el mismo autor, hablando del Estado jurisdiccional,
judicialista o judiciario, donde la última palabra es la del juez y no la del
legislador, estando la justicia separada del Estado y colocada por encima de
él, que sólo ve posible “en épocas de concepciones jurídicas estables y
propiedad consolidada” anota: “en una comunidad semejante apenas podría
hablarse de ‘Estado’, porque el lugar de la comunidad política lo ocuparía una
mera comunidad jurídica y, al menos según la ficción, apolítica”[24].
Conclusiones
abiertas
Algunas
conclusiones, que en modo alguno pueden resultar un cierre.
Presenciamos el
despliegue de un proceso abierto apenas clausurada la Segunda Guerra Mundial,
cuando con la mejor intención de cerrar un capítulo trágico, se decidió edificar las sociedades sobre los
derechos individuales –y no sobre deberes fundamentales, como las culturas
tradicionales y el Occidente histórico sostuvieron[25]. Dejo la palabra a Alain Supiot: “según esa
perspectiva, sólo hay derechos individuales. Toda regla es convertida en
derechos subjetivos (...). Se distribuyen derechos como si se repartieran
armas, y después que gane el mejor. Así desgranado en derechos individuales, el
Derecho desaparece como bien común. Porque el derecho tiene dos caras, una
subjetiva y la otra objetiva, y son dos caras de una misma moneda. Para que
cada cual pueda gozar de sus derechos, es preciso que aquellos derechos
minúsculos se inscriban en un Derecho mayúsculo, es decir, en un marco común y
reconocido por todos (...) el individuo
no necesitaría el Derecho para ser titular de derechos, sino que, por el
contrario, de la acumulación y el choque de los derechos individuales surgiría,
por adición y sustracción, la totalidad del Derecho”[26].
El
Estado de derecho clásico, centrado en la ley, no se reveló, a la larga, sobre
todo al producirse su fracaso bajo la fachada de Estado del Bienestar, el más
apto para el cumplimiento de tan vasto programa. Allí se dio el empuje de la
corriente neoconstitucionalista y el surgimiento del Estado Constitucional, que
coloca la soberanía en cabeza de la impersonal superconstitución global,
manifestada en el oráculo judicial. Esta
nueva forma, surgida en el crepúsculo de la modernidad, intensifica la
metafísica de la subjetividad extrema que permea la época moderna. Centrada en
una concepción irradiante y expansiva de los derechos subjetivos individuales,
concibe una sociedad con tendencia planetaria integrada por distintos donde
cada uno puede y debe alcanzar el cumplimiento pleno de los deseos de su plan
biográfico. Como un símil de objetividad equilibrante, coloca una suerte de
universalismo laico, que pretende definir la particularidad a partir de una
noción abstracta previa, que en buena parte reside en la desvinculación del
principio de igualdad jurídica de todo marco interpretativo de referencia,
tornándolo absoluto, de modo que los seres humanos se convierten en entes fungibles,
sin cualidades y notas propias.
Si se tratase de
una disputa en el nivel puramente teórico, la cuestión podría quedar
circunscripta al corrillo académico. El
problema es que el Estado Constitucional no se demuestra la altura de su
promesa: hambre, persecuciones, guerras civiles y estados de excepción
generalizados, operaciones genocidas e insensibles “daños colaterales”, crimen
organizado en trata de armas y de personas y narcotráfico, etc., no han sido
alcanzados por el empeño neoconstitucionalista. En su intento de juridizar
completamente los elementos políticos se está yendo a un renuevo del
positivismo, superando la etapa normativista por un positivismo de valores,
teñido de moralismo. Ello implica entronizar un nuevo “señor del derecho”: un
juez activista ponderativo, personaje donde culminaría y encontraría consagración
la fabricación de “consensos racionales” sobre los valores dominantes. Los jueces activistas, sin embargo, fuera de
su efímero estrellato en el espectáculo,
se revelan como sujetos doblegables
a las técnicas de amansamiento de ejecutivos hipercráticos. En la
pantalla, cuanto más cambian las figuras, más permanece reflejado el núcleo del
dolor humano sin respuesta jurídica válida.
La idea de que
podemos librarnos de todo límite, ya se sabe desde antiguo, lleva un castigo
por Némesis de la propia desmesura. En algún momento, la exageración de su
principio reconducirá el péndulo y las nociones de objetividad y realidad
encontrarán nueva ocasión de manifestarse en el campo del derecho: los árboles
no crecen hasta el cielo. Mientras tanto, el centro de la escena del
pensamiento jurídico general y del constitucional en particular, donde antes
estuvieron códigos y constituciones, en los tres lustros que han corrido del
siglo, lo ocupa la superconstitución global.-
[1]
) La metáfora es un recurso
cognitivo esencial ya que, de acuerdo con su etimología, del griego, meta, más allá, y ferein, llevar, enlaza un concepto con otro, dándole una perspectiva
nueva. Su importancia en el mundo
jurídico, especialmente en el campo de la interpretación, resulta relevante, y
al respecto no puede dejar de señalarse el aporte de G. Lakoff y M. Johnson, a
partir de “Metaphors, we live by”,
University of Chicago Press, 1980 (hay traducción española , “Metáforas de la Vida Cotidiana”; Madrid,
Cátedra, 1980).
[2] ) KANT, Immanuel, “Principios Metafísicos de la Doctrina del
Derecho”, Mexico, UNAM, 1978, p. 146, párr. 45.
[3] ) KANT, Immanauel. “Idea de una
Historia Universal desde el punto de vista cosmopolítico” (1784)
[4] ) Esto es, extender el lenguaje y
la matriz categorial de la física a todas las ramas del saber.
[5]
) “Inconstitucionalidad de las Leyes”, Abeledo Perrot, Buenos Aires,
1961, p. 62). Tal era el criterio
mayoritario imperante por entonces en la Corte Suprema de Justicia.
[6] ) Coincido en este punto con Lenio
Luiz Streck: “Constituicao, interpretacao
e argumentacao: porque me afastei do constitucionalismo” en “Constituicao, política e cidadania em
homanagem a Michel Temer”, coordinadores: George Salomao Leite e Ingo
Wolfgang Sarlet, GIW editores, Porto Alegre, 2013, p. 297 y sgs.
[7] ) Citado
en García Merou (h), Enrique, “Recurso
Extraordinario”, Buenos Aires, 1915, p. 31
[8]
) Bianchi,
Alberto B., “De la obligatoriedad de los fallos de la CS –Una reflexión sobre
la aplicación del stare decisis”, ED,
Serie Constitucional, tº 2000/1. En
“Cerámicas San Lorenzo SA” (fallos 307-1094), la Corte estableció que “los jueces inferiores tienen
el deber de conformar sus decisiones” a los fallos supremos, aunque sólo
decididos en procesos concretos, porque de otro modo aquellos fallos inferiores
“carecen de fundamentos”, salvo que justifiquen la modificación del criterio
sentado por el tribunal supremo. Mientras en sus fundamentos el ministro Fayt
habló de un “deber moral” de los jueces en el ajuste al precedente, la mayoría
afirmó un “deber” a secas en tal sentido. Posteriormente, en el caso “Bussi”
(fallos 330-3160) se confirma que el precedente debe ser respetado, con
fundamento en la igualdad ante la ley, para una igual solución a casos
análogos, y en la seguridad jurídica, condición de la certeza y estabilidad del
derecho. Con ello, como advierte Bianchi, se va produciendo un derecho
jurisprudencial con efectos similares al del common law, donde la resolución tribunalicia de los casos va
tomando el lugar de ley suprema. En cuanto a la declaración de
inconstitucionalidad de oficio, hacia cuya aceptación se fue marchando escalonadamente desde “Mill de
Pereyra” hasta “Banco Comercial de Finanzas SA”, culmina en “Rodríguez
Pereyra”, del 27 de noviembre de 2012, cuando el control ex officio se extiende de la
constitucionalidad también a la convencionalidad
Constitucional”, serie especial),
Buenos Aires, 2009, p. 343; “En torno a
las ideas del constitucionalismo en el siglo XXI”, en “Estudios de Derecho Constitucional con motivo del Bicentenario”,
Eugenio Luis
Palazzo, director, El Derecho, Bs.
As., 2012, p. 33/51; “Justicia
Constitucional y Democracia: ¿Un Mal Casamiento”, en “Jurisdiçao Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”,
coordinadores George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet, ed. Jus Podium,
Bahia, 2012, p. 333/363.
[10] ) Frase
contenida en el equivalente argentino del caso Marbury, es decir,
“Municipalidad c/Elortondo”, Fallos 33-163
[11] ) Ver Riccardo Guastini, “Estudios sobre la interpretación jurídica”,
Mexico, IIJ-UNAM, Porrúa, 2009.
[12] ) Es el caso de la orangutana
Sandra, donde la sala II Cámara de Casación Penal Federal, el 18/12/14 le
reconoció al animal el carácter de sujeto de derecho. Se trata de una
orangutana que se encontraba en el zoológico de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires y respecto de la cual se dedujo acción de habeas corpus para trasladarla
a un santuario situado en la República Federativa del Brasil. Ver Luis María
Bandieri, “Los animales, ¿tienen
derechos?”, “Prudentia Iuris”, EDUCA, n° 79, diciembre 2015
[13] ) “Reinventar la democracia, reinventar el constitucionalismo”, en “Estado Constitucional e organizacao do poder”,organizadores
André Ramos Tavares, George Salomao Leite, Ingo Wolfgang Sarlet, editora
Saraiva, Sao Paulo, 2010, p. 83
[14] ) Robert ALEXY, “Derechos Fundamentales y Estado Constitucional Democrático”, en “Neoconstitucionalismo(s)”, edición de
Miguel CARBONELL, cit., p. 36/37.
[15] ) Como dicen, Ana C. Calderón Sumarriva y Guido C. Águila Grados, en “El Desborde la Justicia Constitucional en el
Perú”, trabajo originariamente publicado en “Garantismo Procesal”, Medellín, Colombia, septiembre de 2012
y reproducido en www.eldial.com del
21/11/12
[16] ) Woodrow Wilson llamó críticamente a la Corte Suprema
norteamericana, por la facultad arrogada de control constitucional fuerte, “convención constituyente en sesión
permanente”; Paulo Bonavides llama
a la justicia constitucional: “segundo poder constituyente”; el Tribunal
Constitucional peruano se autotitula:
“vocero del poder constituyente” y “poder constituyente constituido”
[17] ) Ver “Justicia Constitucional y Democracia: ¿un mal casamiento?”, cit. n.
8, p. 347
[18] ) Manuel García Pelayo, “Derecho Constitucional Comparado”,
Madrid, 1957, p. 19
[19] ) Andrés Gil Domínguez, “Estado
Constitucional de Derecho, psicoanálisis y sexualidad”, EDIAR, Bs. As.
2011, p. 87, destacado nuestro.
[20]
) Ver Jean-Marie GUÉHENNO, “El Fin
de la Democracia –La crisis política y las nuevas reglas de juego”, Paidós,
Estado y Sociedad, Barcelona, 1995, p. 23 y 30
[21]
) Al respecto,
la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso “Furlan y familiares
vs. Argentina”, del 31/08/ 12, estableció: “respecto al objeto y fin del
tratado, la Corte ha establecido en su
jurisprudencia que los tratados modernos sobre derechos humanos, en
general, y, en particular, la Convención Americana, no son tratados multilaterales de tipo tradicional, concluidos en
función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los
Estados contratantes. Su objeto y fin son
la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos. Así, al
aprobar esos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden
legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no
en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción”
(parr. 39). Y
la Corte Suprema argentina en “Rodríguez Pereyra Jorge Luis c/Ejército
Argentino s/daños y perjuicios”, R. 401 XLIII, señaló “en el precedente "Mazzeo"
(Fallos:330:3248), esta Corte enfatizó que "la
interpretaci6n de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse
por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH)" que importa "una insoslayable pauta de interpretación para
los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su competencia y, en
consecuencia, también para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a los
efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el
sistema interamericano de protección de los derechos humanos"
(considerando 20).
[22]
) “Suplantar” es ocupar subrepticiamente el lugar de otro; literalmente, poner
nuestra planta del pie donde debe pisar otro.
[24] ) Carl SCHMITT, “Legalidad y Legitimidad”, trad. de José
Díaz García, ed.- Aguilar, 1971, p.11.
[25]
) Ver BANDIERI,
LUIS MARÍA,
“Derechos Fundamentales ¿Y Deberes
Fundamentales?” en “Direitos, Deveres
e Garantias Fundamentais”, Editora JusPodium, Salvador, 2011., p. 211/245.
Con provecho puede consultarse, en la misma obra, MAINO, GABRIEL,
“Derechos fundamentales y la necesidad de
recuperar los deberes: aproximación a la luz del pensamiento de Francisco Puy”,
p. 19/45
[26] )
SUPIOT,
ALAIN,
“Homo Juridicus”, Siglo XXI
ediciones, Bs. As., 2007, p. 28.El destacado es nuestro.
[i]) Doctor
en Ciencias Jurídicas. Profesor Titular ordinario de grado, posgrado y
doctorado en la Universidad Católica Argentina. Director del Centro de Derecho
Político de la Facultad de Derecho de la UCA. Autor de libros y artículos de su
especialidad
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