¿
UN NEOPOSITIVISMO MORAL?
Luis
María Bandieri[i]
Los
grandes sistemas de pensamiento se hunden despacio. También en nuestro campo de
actuación, el derecho. Desde la última mitad del siglo pasado, venimos
asistiendo al resquebrajamiento y desplome del gran edificio del positivismo jurídico,
en el que los que ya hemos atravesado unas cuantas décadas fuimos formados. El positivismo, en su versión normativista, la
más depurada, moldeó la forma mentis
del práctico, hasta el punto en que aún hoy los operadores jurídicos no tienen
más remedio, muchas veces, que actuar “como si” aquella escuela gozase aún de
buen salud y fatigan las escaleras desgastadas del edificio ruinoso con el
mismo ceremonial que en tiempos del
antiguo esplendor. La nota distintiva de la actual situación es que el sistema
positivista implotó; esto es, no fue
derribado por otro sistema que tomase inmediatamente su lugar. Atravesamos,
entonces, un interregno que se ha dado en llamar, con buen acuerdo, “pospositivista”,
con los estandartes del positivismo perdiéndose en el ocaso, y los destinados a
sustituirlas no reconocibles aún, aunque se vislumbren en el horizonte.
Lo
asentado hasta aquí es compartido por el
grueso del mundo académico. Tampoco
habría mayor objeción si afirmamos que
la vacante que deja el positivismo, tiene un serio aspirante a ocuparlo en la
vasta corriente del neoconstitucionalismo[1] Cierto
es que este último (y no es demérito)
presenta una gran variedad de orientaciones internas y sus límites no
son tan precisos como para señalar un adentro y afuera de ella, hasta el punto
que al presentarse años atrás una recopilación de trabajos de destacados
autores afines a la gran corriente, su editor la tituló, prudentemente,
“Neoconstitucionalismo(s)”[2]. Lo
cierto es que todos ellos se consideran pospositivistas y que en sus literatura
vamos a encontrar referencias nucleares a principios y valores, centralidad de
la figura del juez ponderativo y activista, Estado constitucional como
organización modélica y remisión final a una constitución global cosmopolítica,
en el sentido que dio Kant a esta última expresión[3].
Aunque
crítico de esta gran corriente[4],
no puedo ignorar la fascinación que ella ha ejercido y ejerce en el mundo académico y hasta en el práctico
que, muchas veces, argumenta desde ella, aunque sea haciendo, como otro monsieur
Jourdain, neoconstitucionalismo sin
saberlo También advierto que, de a poco,
el discurso neoconstitucionalista va despertando en perspicuos juristas un
cierto desencanto, a partir de la verificación del incumplimiento de promesas
basales, como la de la efectiva superación del positivismo, manteniendo, no
obstante, una distinción entre las esferas de la moral y el derecho[5].
Sobre esta atracción y desencanto discurre este breve ensayo.
La aporía irresuelta del
constitucionalismo
Para
comprender el neoconstitucionalismo, su fascinación y el posterior
desengaño, debemos partir de la crisis
general del derecho y, en especial, del constitucionalismo clásico, coincidente
con el sentimiento generalizado hasta producir convicción, de estar atravesando
un cambio epocal: el crepúsculo de la modernidad, que acunó y arropó a aquel
constitucionalismo, y el asomo de otra época que todavía no sabe su
nombre. El constitucionalismo clásico
surgió como un instrumento de relojería para que tomaran forma institucional
las promesas de la modernidad. Ellas se resumían en la libertad y autonomía del
individuo, que llegado a la adultez por la razón -el sapere aude kantiano- a su luz podría descifrar todos los enigmas
del mundo y de la vida. Los problemas que la especie humana arrastraba en su
larga peripecia serían resueltos satisfactoriamente por la técnica, ella misma
racionalmente iluminada, en una escala
incesante e indefinida de progreso. El constitucionalismo se entendía como la
técnica jurídica de la libertad. Y contaba, al efecto, con un herramental de
precisión. El poder constituyente –aquel peligroso ariete con el que se perforó
la legitimidad del antiguo régimen- convenientemente “constitucionalizado” como
poder constituyente derivado; la
democracia atada a la forma representativa permitiendo de ese modo que la
fuerza del número –de los hoi polloi-
quedase contenida; la división o separación de poderes impediría por mutuo
control los abusos en los órganos de poder público dependientes de la elección
popular y el último cerrojo que habría de impedir toda suerte de demasías
tendría su asiento en el control judicial de constitucionalidad, encargado de
velar por los derechos fundamentales reconocidos en el texto constitucional y
de amurallar un recinto de materias indecidibles por el sufragio. En el
engranado armónico de estos mecanismos habrían de tener plena realización la libertad y la
autodeterminación individual, esto es, la libertad negativa, facultad de la
persona para hacer esto o aquello, echar mano a mano a esta o aquella
posibilidad, sin otro criterio que el de su propia decisión.
No
hay paraíso sin serpiente. En la construcción técnica del Estado de Derecho
liberal y su manual de instrucciones fijado en el texto constitucional se
agazapaba una aporía que, en tanto irresuelta, amenazaba los cimientos del edificio: la
constitución había nacido con fundamento, justificación y legitimación en la
soberanía del pueblo, para contener y combatir el poder absoluto del monarca y,
una vez derribado y decapitado éste, se transforma en un indispensable
mecanismo de contención y yugulado del poder “soberano” de ese mismo pueblo,
expresado en su voluntad mayoritaria. “La función fundamental de una
constitución –resume Elster- es remover ciertas decisiones del proceso
democrático, es decir, atar las manos de la comunidad”[6].
Cierto, la dificultad en cuestión surge de que el liberalismo político,
insurgido contra la monarquía, establece una alianza de conveniencia con la
“voluntad general” de raíz rousseauniana[7]. Derribado el absolutismo, aquellas dos
corrientes se separan y la carga de redondear el constitucionalismo quedó a
cargo del main stream liberal,
estableciéndose así la matriz de derecho público que podemos llamar
germano-anglosajona, de cuna británica y referencia mítica a la primitiva
Germania, exportada luego al continente. Asociamos a ella los nombres de John
Locke, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (usado a conveniencia[8]) e
Immanuel Kant, su filósofo más conspicuo. Normalmente, engarzamos una historia
cuyos hitos principales se encuentran en el Instrumento de Gobierno de Cromwell
de 1653, el Acta de Habeas Corpus de 1679, la Declaración de Derechos de 1689,
cuando la Revolución Gloriosa, antecedentes ingleses que vinculamos con la Declaración de Virginia de 1776, la
independencia norteamericana, la constitución de Filadelfia de 1787 y la constitución
francesa del año I (1793). Va implícito que, fuera de tal matriz
constitucional, la libertad en el sentido arriba desenvuelto no sería
alcanzable; en otras palabras, se postula la matriz constitucionalista
germano-anglosajona como la única académicamente invocable y globalmente
aplicable.
Lo
que interesa para concluir este punto es que aquella aporía aún irresuelta, presenta en sus crudos términos
la dificultad democrática, consistente en que no cabe afirmar a la vez que el
pueblo soberano es que crea y legitima el poder y luego impedirle que se sirva
de ese poder del modo que crea conveniente. Sobre cómo sortear esta aporía gira
una de las cuestiones centrales de la teoría constitucional de nuestro tiempo.
El interregno y después
La
cosmovisión de la modernidad resulta hoy insatisfactoria y se la ataca desde
diversos ángulos, mostrando la insuficiencia y hasta la sinrazón de la razón de
las Luces, la no linealidad y la falacia del progreso indefinido, y el
sinsentido y la inconsistencia general de la vida histórica, caracterizado como
relativismo absoluto y nihilismo. La expresión
“posmodernidad”, o la de “neoconstitucionalismo”, resultan ilustrativas de la
percepción de un cambio raudo muchas veces desordenado y en ocasiones
desestabilizador, de las circunstancias del mundo en el que nos movemos y al cual aplicamos nuestro catálogo de
conocimientos: la organización política, la construcción constitucional, los
derechos fundamentales, el poder y sus
límites, la ciudadanía, la función judicial, etc. Con el prefijo “pos” de posmoderno, estamos
indicando imprecisamente el sentirnos atravesando un interregno entre una época
que intuimos que se va cerrando y el advenimiento aún no acaecido de otra que
habrá de sucederla. Pertenecemos, en todo caso, a la época en despedida, esto
es, al momento tardío y crepuscular de la modernidad y sus categorías. Lo que
en nuestro campo de conocimiento aparecía más o menos ordenado, es decir, bajo
un conjunto de formas y de relaciones reconocible y previsible, se presenta
ahora como una colección de fragmentos dispersos, de disjecta membra conceptuales.
¿Quién podría en la actualidad referirse a nociones como “poder
constituyente”, “representación política”, “separación de poderes”, “derechos
fundamentales”, “control constitucional”,
con la cartilla habitual en la última década del no tan lejano siglo
pasado? Estamos en un interregno
(inter-regnum,
espacio de tiempo sin autoridad reconocida que transcurre entre el
oscurecimiento de un Nomos planetario[9]
y la aparición de otro), situación que encierra un componente de incertidumbre
y cuya característica, según
Ernst Jünger, es “carecer de validez última”[10] . Se está ante una falta de certeza, ante una situación
móvil y fluida, “líquida”, para usar la tan difundida como acertada imagen de
Zygmunt Bauman.
Resumo
con un lugar común: atravesamos una crisis que, como su etimología[11]
señala, marca incertidumbre en el juicio y en la decisión, cuando no sabemos
bien qué hacer porque no sabemos bien qué pensar, ya que están afectadas –como
señalaba en su tiempo Ortega y Gasset[12]-
no tanto las ideas que tenemos sino las creencias mismas que somos.
La corriente
“neoconstitucionalista”
En
esta situación crítica emerge lo que podría llamarse –con expresión tomada de
Norberto Bobbio[13]-
un “bloque conceptual”, aunque no aún un sistema acabado de pensamiento
jurídico, donde menudean tres expresiones: Estado constitucional,
neoconstitucionalismo, democracia
constitucional. A medida que se recorre la vasta e incesante bibliografía sobre
estos temas y los a ellos conexos, se va manifestando una tendencia que se
plantea como superadora de viejas dificultades y antinomias: entre el poder político del Estado y los
derechos fundamentales del individuo; entre la eficacia simbólica[14]
de las proclamaciones constitucionales y su efectividad plena; entre imposición
mayoritaria y democracia auténtica; entre la función del legislador
“motorizado”[15]
y la misión del juez en el judicialismo constitucional; entre normas y valores
y más allá aún, entre derecho natural y derecho positivo. Esta corriente principal que se aúna bajo el
rótulo de “neoconstitucionalismo”[16],
intenta, pues, poner nuevamente en forma no sólo la materia constitucional sino
el derecho en general, porque, según sus principales expositores, “más que [de]
una continuación se trata de una profunda transformación que incluso afecta necesariamente la concepción del derecho”[17],
de “un derecho sobre el derecho” [18]y,
aún más allá, de la proyección hacia un “constitucionalismo mundial”[19]. En algunos doctrinarios de esta corriente se
advierte un fervor casi misional, en el que cada afirmación parece destinada a
un proceso de “exporting the pursuit of
happiness” –para usar un sugestivo título de Alford[20]-
de dimensión planetaria. Las cabezas principales del neoconstitucionalismo
proclaman estar planteando un nuevo
paradigma, con los alcances que a este término le diera Thomas Kuhn, y ya decía
este autor que la adhesión a un nuevo paradigma tiene más de conversión
que de persuasión racional[21].
He
manifestado ya[22]
mis reservas acerca de que esta novedad que el prefijo “neo” anuncia nos
conduzca a una superación efectiva de los bloqueos insalvables en que acabó
desembocando el constitucionalismo clásico. Ello así, básicamente, porque el
constitucionalismo clásico y el neoconstitucionalismo comparten el mismo
subsuelo filosófico y jurídico,
subjetivista, individualista y
contractualista, siendo la novación contenida en el “neo” una vuelta de tuerca
quizás definitiva sobre aquellos fundamentos.
El constitucionalismo clásico se
edificó sobre el individualismo liberal, ampliando más tarde su horizonte a las
correcciones socialdemócratas con las dimensiones de la “segunda generación” de
derechos fundamentales. El neoconstitucionalismo se erige sobre la deriva
posmoderna del individualismo clásico hacia el egocentrismo narcisista de una cultura
selfie donde, vueltos frágiles los
límites de las identidades tanto personales como colectivas, los derechos al
cumplimiento del proyecto biográfico tramitan como impulsos a convertir en
realización inmediata la volatilidad de los deseos. El neoconstitucionalismo, para servirnos de
los prefijos a los que debe acudir todo intento de conceptuación en medio de la
incertidumbre de una crisis, podría caracterizarse, más bien, como un
ultraconstitucionalismo o hiperconstitucionalismo, con tendencia a moralizar la
materia jurídica y a juridificar la materia moral, que despierta a
contracorriente una reacción populista.
Paleopositivismo y
paleoiusnaturalismo
En
tiempos del paradigma paleopositivista rampante, el adversario que se tenía a
raya era el iusnaturalismo. Por cierto, el iusnaturalismo tampoco ofrecía –ni
ofrece- un frente monocolor. Francisco Puy, en un reciente trabajo, ha
elaborado un elenco de catorce “varillas, o líneas, o escuelas, u
orientaciones, tendencias, métodos o grupos iusnaturalistas”[23],
pluralismo que apunta como natural, bueno y deseable. De todos modos, simplificando las variantes
internas de cada gran corriente podría decirse que la divisoria de aguas
residía en la apuntada por Alexy: “el problema central de la polémica acerca
del derecho es la relación entre el derecho y la moral”. Sobe la cuestión,
agrega, “siguen existiendo dos posiciones básicas: la positivista y la no
positivista”[24].
El (paleo)positivismo sostenía la desconexión entre derecho y moral, debiendo
considerarse derecho sólo al “puesto”, es decir, positivo, siempre que su
vigencia resultase de sanción regular del órgano competente. En cambio, para el
iusnaturalista, en buena parte al menos, el adjetivo “natural” en la expresión
“derecho natural” era una elipsis por “moral”: el fundamento del derecho
“puesto” resultaba de su ajuste a los límites morales, teniendo en cuenta que
dicha moral es “natural”, esto es, inherente a la naturaleza del hombre en
cuanto tal, en todo tiempo y lugar[25]. La
invocación a la justicia, en este enfoque, era también referencia a una virtud
moral.
Las
dos posiciones que he simplificado más arriba resultaban a todas luces
insatisfactorias. El derecho no es un producto del órgano estatal competente,
ni resulta exclusivamente del pensamiento o la decisión del legislador. El
órgano estatal reconoce y autentifica el derecho, pero no lo crea: la gente ha
contraído matrimonio, comprado, vendido y alquilado y hasta cometido robos y homicidios antes que leyes o códigos recogieran estos
actos y los “pusieran” o positivizaran en normas. El órgano estatal “dice” y
“pone” el derecho que está y que no puede decirse y ponerse si previamente no existe
en las relaciones de la vida social. El derecho nace de la sociedad, no la
sociedad del derecho, como se sabía desde tiempo inmemorial y asentó
elegantemente Savigny, y el derecho no
lo hace el órgano estatal: el derecho es reconocido por la sanción y promulgación
estatal de la ley. Como afirma Jacques Leclercq[26],
hay un nivel de derecho implícito y un nivel de derecho explícito. El derecho
implícito sería la nebulosa formada por el conjunto de normas de la vida social
que se van imponiendo en una sociedad. El derecho explícito sería el que emerge
a la superficie de la conciencia social; esto es, el derecho formulado,
“puesto”. El primero sería el producto espontáneo de la vida social; el
segundo, el producto de la conciencia reflexiva de quienes formulan el derecho.
El conflicto sobre la adjudicación de lo suyo de cada uno en el nivel del
derecho implícito es lo que produce el paso al derecho explícito, formulado.
Aquel nivel más profundo, implícito, no formulado, que no es aún el derecho
natural, fue dejado de lado y confundido con la moral u otros enunciados
“metafísicos” por el paleopositivismo, en su intento de “purificar” el ámbito
propiamente jurídico y metodizarlo científicamente, ciñendo su objeto a
“describir” el sistema normativo. La “ciencia del derecho” transformaba al
jurisprudente en doctrinario y legista del dogma
iuris, creación monopólica del Estado: la lex estatal absorbía al jus[27].
Pero
también erraba el iusnaturalismo, o buena parte de él, derivado de la
escolástica y la escuela racionalista de los siglos XVII y XVIII, erigido en
contradictor del paleopositivismo, que planteaba un derecho natural constituido
por principios morales que debían inspirar e informar las normas jurídicas
positivas. Esta versión dominante del derecho natural –un paleoiusnaturalismo-
consideraba que el derecho debe sancionar la moral, prestándole su brazo
armado, y permitir así a los individuos ponerla en práctica. El derecho sería
una moral especializada y provista de sanción. Por cierto, si el derecho no es
más que la moral y el derecho natural es la correa de transmisión de aquélla a
la norma, ¿qué queda del derecho? Se entiende por qué el práctico se abstenía rigurosamente
de plantearse tales quebraderos de cabeza, que lo dejaban profesionalmente en
el aire, sin terreno pisar, y reducía su acción a invocar la norma en el caso.
Derecho
y moral son dos realidades diferentes, con objetos también diferentes, aunque
resulten co-originales, en tanto referidas ambas a la conducta humana. La moral es la norma de la acción personal,
individual o en sociedad: una norma de la conciencia. El derecho es una norma
de la organización social dirigida al bien de los miembros de la comunidad.
Puede suceder que alguna norma jurídica sea estimada en conciencia por alguien
como inmoral, planteándose la cuestión de la objeción de conciencia: el
argumento de Antígona. La finalidad del derecho es la de establecer un cierto
orden entre los miembros del grupo. Un orden exigido por los fines de la
sociedad, así como la conservación de ésta como instrumento para esos fines. La
justicia que invoca el derecho es la virtud del orden por la que se adjudica a
cada uno lo suyo y por la que se respetan las condiciones y formas necesarias
del orden que coloca a cada uno en su sitio. Dabin, distinguía con precisión:
“la justicia del jurista es, ante todo, una solución social, mientras que la
justicia del moralista es, ante todo, una virtud moral”[28],
esto es, personal.
El
encierro paleopositivista en un sistema de “descripción” de la validez de la
norma alimentó una respuesta paleoiusnaturalista en la que el derecho fue
reducido a rama de la moral, expresada en la ley natural. Como bien dice Michel
Villey, se produjo una emigración de los juristas hacia la moral[29]. Migración
incesante que, como veremos, alcanza hoy un pico máximo. Sólo aquello que Juan
Bautista Vico denominó la “heterogénesis de los fines”[30],
esto es, el antagonismo rampante que suele aparecer entre la intención y el
resultado, puede explicar que la gran
edificación positivista, suerte de “solución final” destinada a purificar la
teoría jurídica -“die Reine Rechtslehre”- de toda ganga moralística, haya desembocado,
vía el imperativo la razón práctica kantiana, por medio de la absorción del
derecho en la ley, en una nueva
expansión de la moral en terreno jurídico.
Moral a primera vista profana, pero incardinada en una suerte de religión
civil planetaria que desanudó los derechos fundamentales de la naturaleza de las cosas y los elevó a
dogma donde sobrevive, para decirlo con
expresión de Villey, en “un clericalismo de laicos…la antigua dictadura de los
teólogos”[31].
Neoconstitucionalismo e
“imperialismo de la moral”
Se
trajo a colación la disputa secular del paleopositivismo y el paleoiusnaturalismo,
procurando recordar brevemente la distinción entre derecho y moral, porque es de
la mano del neoconstitucionalismo que en nuestra posmodernidad la moral ha
vuelto a irrumpir, en gloria y majestad aunque con nuevos ropajes, en el campo
del derecho, Un jurista brasileño, Dimitri Dimoulis, señala con acierto que el
elemento peculiar y único que permea las diversas líneas, tendencias y
orientaciones que podemos unificar bajo el rótulo neoconstitucionalista finca
“en la creencia de que la moral desempeña
un papel fundamental en la definición e interpretación del derecho”[32].
Y Mauro Barberis – a quien pertenece la expresión
del epígrafe, “imperialismo de la moral”- señala que “con el argumento de los principios, hace su aparición en el
panorama filosófico-jurídico una posición que muestra el principal rasgo distintivo del neoconstitucionalismo respecto al
iuspositivismo y al iusnaturalismo: la
idea de que el Derecho no se distingue necesaria o conceptualmente de la moral,
en cuanto incorpora principios comunes a ambos”[33]. Añadiré el imperativo de la lectura moral –moral reading- del bloque de
constitucionalidad (inspirada en Dworkin) y que la argumentación a su respecto
responde a una “razón práctica”, en sentido kantiano, donde el adjetivo
“práctico” equivale a moral (conforme Alexy), para poner de manifiesto que la
expresión “derecho”, en el vocabulario neoconstitucionalista, connota y hasta
en cierto grado denota, automáticamente, moral.
¿Estaríamos,
pues, ante otro episodio del “eterno retorno” paleoiusnaturalista? Hay
iusnaturalistas, como Hernán Valencia Restrepo, que saludan en el
neoconstitucionalismo un nuevo avatar del derecho natural[34]. Otros, como Rodolfo Luis Vigo, con algunas
reservas desde el realismo aristotélico-tomista, advierten que la corriente
recoge puntos coincidentes con el iusnaturalismo: no cualquier contenido puede
ser derecho, rehabilitación de la razón práctica, un derecho a partir de
principios, etc. Hay quienes no están alineados con el iusnaturalismo, pero
reconocen la dimensión moral que ingresa el neoconstitucionalismo en la era
pospositivista, a través del principialismo (Dworkin, Alexy, Nino, Atienza) y
podríamos caracterizar como “no positivistas”. Zagrebelsky anota que los postulados de la corriente “constituyen el intento de positivizar lo que
durante siglos se había considerado prerrogativa
del derecho natural, a saber: la determinación de la justicia y de los derechos
humanos”[35].
Y Ferrajoli, por su lado, se ubica en un “constitucionalismo garantista o
normativista”[36],
mientras Comanducci afirma que el último más bien se acerca a un
“iusconstitucionalismo principialista”[37],
como en el que este autor se reconoce, que recurre a valores. Susana Pozzolo
anota que “el argumento neoconstitucionalista (…) genera el colapso de la distinción
entre normas jurídicas y normas morales: hay un solo concepto de norma, el moral,
puesto que para que sea jurídicamente justificada, la norma (jurídica) tiene
que presentar una justificación última, es decir, una justificación basada
sobre un principio que, a su vez, no requiere justificación, sino que
únicamente puede ser asumido”[38]. Esta
misma autora advierte, en otra obra: “El imperialismo de la moral, típico del
neoconstitucionalismo, no me parece que haga nada más que elevar un nuevo “rey”
por encima del Derecho, y quien tuviera la “sapiencia” para acceder al
“conocimiento moral” podría transformarse
en un déspota mucho más peligroso que la terrena autoridad política”[39].
Coincido
con Lenio Luiz Streck en que, pese a su recurso constante, directo o
clandestino, a la moral, la corriente neoconstitucionalista, en el su acepción
más lata, no alcanza a ser considerada “pospositivista”[40].
Nos encontramos ante un panmoralismo predicado desde el más denso relativismo
moral, producto de éticas procedimentales en sociedades donde el único
“metavalor” o “contenido sólido” proclamable es, precisamente, el de la
pluralidad de valores y principios, obligados a un constante tacto de codos:
“la necesaria coexistencia de los contenidos”[41].
Lo que hace posible esta coexistencia es “ese moderno artificio que es el
Estado Constitucional de Derecho”, en donde se produce una “doble sujeción del
derecho al derecho”[42],
en forma y en sustancia. El derecho supremo, que sujeta todo lo jurídico, es la
Constitución; pero no ya la de cada ordenamiento nacional, sino una
constitución cosmopolítica que culmina en la creación de una “esfera pública
mundial”[43],
proveedora de principios y valores, que
ponen en acto derechos humanos en constante expansión.
“Quis judicabit?”
Los
valores, en una sociedad posmoderna, son plurales y relativos, en tanto deben
coexistir y salvaguardarse su contradictoriedad. La coexistencia de los valores
se expresa “en el doble imperativo del pluralismo de los valores (en lo tocante
al aspecto sustancial) y la lealtad en su enfrentamiento (en lo referente al
aspecto procedimental)”. La
coexistencia pacífica de los valores asume un carácter de indestructible eje
diamantino de la vida social, política y jurídica: “éstas son las supremas
exigencias constitucionales (...) [y] únicamente en este punto debe valer la
intransigencia y (...) las antiguas
razones de la soberanía”[44]. El peso de la salvaguarda mutua de valores
contradictorios, esto es, de afirmar la supremacía del pluralismo, recae sobre
jueces ponderativos que se sirven a ese fin de un “derecho dúctil” o, en otra imagen, de una
dogmática jurídica “líquida” o “fluida”[45].
El
problema, como anotaba Schmitt, se remite al quis judicabit?, esto es,
¿quién tendrá el poder de juzgar en última instancia sobre réprobos y
elegidos, sobre llamados al banquete del debate leal e ideal, y expulsos a las
tinieblas exteriores y al rechinar de dientes? Cuando acudimos a la
proclamación de la salvaguarda a la coexistencia de valores heterogéneos, nos
damos cuenta que por allí no se va a la solución, sino más bien al ahondamiento
del problema. Precisamente para allí nos lleva la identificación
neoconstitucionalista de principios con valores.
En
el crepúsculo de la metafísica clásica, la filosofía de los valores intentó
tomar el lugar de una ontología moribunda[46]. Fue “una respuesta a la crisis nihilista del
siglo XIX”, señaló Carl Schmitt en un notable trabajo sobre el tema[47].
“El valor y la validez –apuntaba por su lado Heidegger- llegan a ser un
sustituto positivista de la metafísica”. Las valencias no son esencias –“no son
sino que valen”- y no tienen significación sino en relación con el sujeto que
evalúa los objetos conforme sus deseos, necesidades, preferencias, etc. La
noción de “valor” no ha podido nunca
escapar a su origen en la economía. Todo valor supone una competencia con otros
valores; es decir, se expresa como “más” valioso que otro, lo que requiere,
para medirlo, una transformación de la calidad en cantidad. Hablar de valores, pues, significa
establecer, sobre el campo resbaladizo de un subjetivismo de fondo, una escala
y una variable “cotización” de tales valores. Quien define un valor, define al
mismo tiempo un antivalor, un valor negativo. Los valores, anota Schmitt,
“también valen siempre contra alguien”. El problema se traslada entonces
a quién asigna los puestos respectivos en la móvil escala valorativa, esto es,
quién tiene el poder de declarar algo más valioso o más antivalioso: otra vez el quis judicabit? Cuando se afirma por el neoconstitucionalismo
que el único metavalor invulnerable es
la salvaguarda del pluralismo de los valores, lo que se está diciendo es que se
entroniza así, en el campo de la subjetividad,
una suerte de autoridad objetiva
con competencia para decidir qué
valores integran el elenco plural a considerar y qué otros integran la lista de
lo disvalioso a desterrar en el juego del consenso. La idea de valor implica,
por cierto, una pluralidad de estimativas en comparación, lo que reafirma, por
otra parte, su dimensión subjetiva. Pero un pluralismo donde todos los valores
se equivalgan es un “sueño de la razón”, porque si todo vale igual, cuando lo
propio del mundo de las valencias es establecer una escala y jerarquía de
cotizaciones respectivas, nada vale nada, y ningún “consenso racional” resulta
posible a través de operaciones ponderativas
sobre un conjunto automáticamente devaluado que no conmueve ya el fiel
de la balanza.
Por
otra parte, es también erróneo suponer que puede lograrse un “consenso
racional” en una disputa sobre valores opuestos. Y la base de este error está
en la asimilación, que efectúa el neoconstitucionalismo, de los principios objetivos a los valores
subjetivos. El derecho, en su faz de
arte de la gestión y composición de conflictos sobre lo suyo de cada
uno, echó mano desde siempre a los principios –los “principios generales del
derecho”- porque los principios parten de una evidencia original indemostrable, base de toda
demostración objetiva; esto es, no resultan de la mera subjetividad. Por otra
parte, son “parenéticos”, es decir, guían, indican, muestran, aconsejan,
persuaden sin pretensión de imponerse. A partir de ellos es posible encontrar
la fórmula de reparto más justa y equilibrada. En cambio, los valores son “tético-ponentes”[48],
es decir, se imponen para actuarse. El valor no tiene otra evidencia que la de
la propia subjetividad y se defiende y se asienta empecinadamente como una
conclusión en sí mismo: resulta, en definitiva, conflictógeno, y si se lo
impone travestido de unanimidad virtual por obra del “consenso racional”,
tenderá a desencadenar el bellum omnium contra omnes.
Ello
demuestra que la famosa”operación ponderativa” es totalmente subjetiva porque
obliga a tomar decisiones sobre el peso de valencias ya de por sí subjetivas
(no lo eran las leyes o los principios generales clásicos, dotados de objetividad)[49]. Desde
otro punto de partida, Lenio Luiz Streck ha puesto énfasis en el carácter
subjetivo y rayano con lo arbitrario del “activismo-decisionismo” del juez
ponderativo[50].
Por
otra parte, los valores en colisión resultan casi siempre inconmensurables.
Esto es, ¿cómo podemos encontrar patrones de medida comunes entre ellos, en
atención a la diversidad y complejidad de deseos y necesidades humanas que en
los valores se afirman? La misma expresión “sopesar” resulta metáfora engañosa
que suele aceptarse sin mayor análisis, por carecerse de unidades fundamentales aceptables para “pesar” valores
en conflicto, del mismo modo que medimos y comparamos entre pesos físicos. Curiosa “ponderación” esta, que no tiene balanza con fiel objetivo
ni unidad de peso aplicable. Más bien,
los esfuerzos mediáticos de los jueces activistas tienden a incrementar lo que
en otro lugar llamé el “daño nomikogénico”[51].
Así como existe un daño iatrogénico, producido por los profesionales de la
salud o en los establecimientos de salud, existe un ”daño nomikogénico” (del
griego nomikós, forense)
producido por los operadores jurídicos, jueces y tribunales.
El “neopositivismo moral”
El
neoconstitucionalismo no alcanza a desenvolver un nuevo paradigma superador del
positivismo, sino que resulta más bien su transfiguración en un neopositivismo
de valores dominantes concentrado en el protagonismo judicial, lo que Carlos
Gabriel Maino llama “paneticismo”[52],
Luis Fernando Barzotto “positivismo moral”[53] y
yo he denominado “positivismo de
valores”[54].
Streck, por su parte, señala que la corriente neoconstitucionalista nos arroja
a “otra forma de positivismo –axiologista, normativista o pragmaticista”[55]. Es
desde esa cátedra panmoralista, por otra parte, que las cortes y tribunales
constitucionales pueden sentenciar –bajo la “soberanía constitucional” que la
convierte, según la expresión del Tribunal Constitucional peruano, en un “poder
constituyente constituido”- qué puede y que no puede decidirse por el otro
soberano de título, pero no ya de ejercicio, que es el pueblo, que la casi
totalidad de los textos constitucionales recogen en ese nominal carácter y al
que se remite la fuente de legitimidad respecto de la pregunta: ¿quién decide?
Desde la filiación neoconstitucionalista se proclama una “democracia
constitucional”, con un núcleo indecidible por el voto popular –el “coto
vedado”- bajo custodia de la justicia constitucional. Esta última protegería de
las “mayorías ocasionales”. Pero caben dos observaciones. La primera, es que la
regla mayoritaria es una técnica, entre otras posibles, para conocer la
voluntad del pueblo en tanto sujeto jurídico-político. La idea fundamental de
la democracia no es que la mayoría decide, sino que la designación de los
gobernantes por los gobernados resulta el fundamento de la legitimidad de los
primeros. Es el pueblo el “soberano”, no el número. Tampoco -y es la segunda observación- la regla
mayoritaria está destinada a expresar una verdad: sólo es un método para
decidir entre propuestas o postulantes a cargos. No decide sobre lo verdadero y
lo falso, categorías que en principio no corresponden a los problemas
políticos. En cambio, un tribunal o corte constitucional,
o la Corte Europea de Derechos Humanos o la Corte Interamericana de Derechos Humanos, entienden establecer una “verdad”[56]
cuando fallan sobre las cuestiones relativas a derechos fundamentales.
Un poder contra y supramayoritario, el judicialista, resulta el único que puede
modular los principios abiertos de la constitución para que el sujeto “escuche
los contenidos de su subjetividad”[57]. Ahora tenemos no ya un pueblo sino un
individuo “soberano” y una constitución cosmopolítica, fuente de valores que
se manifiestan en principios para irradiar los derechos fundamentales. “Pero
un individuo completamente soberano -dice con justeza Costas Douzinas- es
un simulacro engañoso y burlesco del Leviatán”[58].
modular los principios abiertos de la constitución para que el sujeto “escuche
los contenidos de su subjetividad”[57]. Ahora tenemos no ya un pueblo sino un
individuo “soberano” y una constitución cosmopolítica, fuente de valores que
se manifiestan en principios para irradiar los derechos fundamentales. “Pero
un individuo completamente soberano -dice con justeza Costas Douzinas- es
un simulacro engañoso y burlesco del Leviatán”[58].
Conclusiones sin cierre
Cuando
echamos mano a expresiones como “posmodernidad” o “pospositivismo”, sabemos que
el prefijo “pos” significa apenas lo que viene después de algo, lo que no
significa que sepamos cosa cierta sobre ese después ni que ello sea
necesariamente distinto de aquel algo. Es lo propio de épocas en las cuales,
para decirlo con eco heideggeriano, unas divinidades se retiran y otras no han
llegado aún. La divinidad que se va apagando ante nuestros ojos es la
modernidad, de la que –nos guste o no- somos hijos y estamos implicados en sus
categorías. Y no sabemos cuál es la nueva edad y las nuevas divinidades que
habrán de sucederla. Lo que podemos observar, entonces, son las postrimerías de
la modernidad –que llamamos, a falta de otra cosa, posmodernidad- y, como
juristas, las postrimerías del positivismo
-que llamamos, a falta de otra cosa, pospositivismo. El
neoconstitucionalismo es el núcleo dogmático del pospositivismo. En él se va desenvolviendo un trasbordo del
derecho a la moral, bajo la positivización constante de principios y valores
que el activismo judicial extrae de de un derecho cosmopolítico de cuño
kantiano. Un neopositivismo morral, en un ida y vuelta de moralizar el derecho
y juridizar lo moral.
En
la autorrealización del individuo, manifestada en los derechos de última
generación (la misma imagen de las sucesivas generaciones sugiere su expansión
indefinida) se ha llegado al extremo deconstructivo de la relación entre sujeto
y objeto, escamoteándose este último. El
derecho moderno, hasta el Estado de Derecho, resulta de la distinción
cartesiana entre el sujeto y el objeto, aunque aquí el sujeto está por encima
del objeto o, en otra comparación, el sujeto está en el centro y el objeto en
la periferia. Descartes se distanciaba así de la filosofía clásica, donde había
correspondencia y no dependencia del objeto respecto del sujeto. Para el jus,
el conflicto jurídico es una disputa acerca del reparto de bienes de la vida,
materiales o simbólicos. De la cosa disputada se extraía el jus, el
criterio de adjudicación de lo suyo de cada uno, esto es, la res justa.
Ya que el cartesianismo alteró este esquema, con la centralidad del sujeto,
pero la posmodernidad lo transforma, la res se esfuma y queda ahora tan
sólo un sujeto transeúnte y solitario, portador de derechos aún antes de entrar
en relación con otros sujetos, cuya identidad resulta de su propia voluntad, pura construcción
cultural[59].
Esta construcción y reconstrucción incesante del sujeto, ocupante exclusivo del
escenario jurídico, cuyo autocumplimiento requiere la diseminación indefinida
de sus derechos subjetivos fundamentales, se concreta por medio del activismo
judicial y de la agitación de los actores sociales coadyuvantes (ONGs, etc.). El
núcleo de lo jurídico, hoy, podría resumirse en el derecho a tener derechos sin
necesidad del Derecho. “El individuo no necesitaría del Derecho para ser
titular de derechos”, señala Alain Supiot. Y agrega: “de la acumulación y
choque de los derechos individuales surgiría, por adición y sustracción, la
totalidad del Derecho”[60].
Es que aquellos derechos subjetivos
fundamentales no se dejan atrapar en un catálogo cerrado, formulado y
codificado ex ante, del cual los jueces puedan extraer la premisa mayor
de un razonamiento por subsunción a través del cual se llegue a una conclusión
decisoria. En el Estado Constitucional posmoderno, el juez toma el plexo de
derechos fundamentales como una suerte de masa en expansión, de donde inducir
principios que permitan una constante y acumulativa irradiación[61]
de aquellos derechos, a partir de un ejercicio de sopesamiento y ponderación de
los que puedan invocarse en el caso. En este proceso incesante de expansión
horizontal[62],
cuyo confín siempre se traslada un poco más allá, sin que se vislumbre un
límite, los tribunales se ven avocados a cuestiones como atribuir el sexo[63],
distribuir la maternidad[64],
establecer la “verdad histórica” sobre conflictos pasados y remotos[65],
etc. Los derechos, como las semillas, han sido repartidos al voleo, pero cada
uno de ellos choca con los otros y los jueces deben decidir cuál es mejor en
este certamen contencioso. Están convocados a la tarea de organizar el mundo,
que claramente los desborda, máxime cuando, por un lado, se consideran
superadas e inaplicables todas las escalas de valores corrientes en el mundo
civil, vengan de religiones, filosofías o ideologías y, por otra parte, se
intenta reintroducir un moralismo ocasional y procedimental a través del
mencionado laboreo judicial de la masa de derechos fundamentales. Téngase en
cuenta que, paradójicamente, esta inflación de los derechos subjetivos
fundamentales produce una paralela hipertrofia legislativa. La legislación
quiere acomodarse a la extensión incesante de los derechos subjetivos,
positivizando los productos de la tarea judicial, que a su vez se aplica luego
a los nuevos productos normativos, en un avance en espiral donde cada extremo
realimenta al otro indefinidamente.
El bloqueo de las categorías
nucleares del constitucionalismo clásico no se resuelve sino, más bien, se
agrava, con el avance de las categorías neoconstitucionalistas y su
neopositivismo moral. Las vías para un posconstitucionalismo superador,
liberado del lastre de la metafísica subjetivista, individualista y
contractualista de los clásicos y de los “neos”, están abriéndose.-
[1] ) La expresión, según es
aceptado, fue echada a roda en el mundo académico a partir de un artículo –“Neoconstitucionalismo y especificidad de
la interpretación constitucional”, Doxa,
nº 21, 1998, p. 355/370- de autoría de la profesora de la Universidad de Génova
Susanna Pozzolo, aunque los conceptos basilares desarrollados por la corriente
ya se encontraban en la obra de Ronald Dworkin, Robert Alexy, Carlos Nino,
Gustavo Zagrebelsky, Luigi Ferrajoli, etc.
[2] ) Neoconstitucionalismo(s), edición de Miguel Carbonell, con intervenciones de
Luigi Ferrajoli, Robert Alexy, Ricardo Guastini, Paolo Comanducci, José Juan
Moresco, Luis Prieto Sanchís, Alfonso García Figueroa, Susana Pozzolo, Juan
Carlos Bayón. Santiago Sastre Ariza y Mauro Barberis, editorial Trotta-UNAM,
Madrid, 2009 (la primer edición es de 2003).
[3] ) Especialmente en su opúsculo La Paz Perpetua (Porrúa, México, 1977,
p. 203 y sgs.) donde propone una división tripartita entre el derecho político
de cada uno de los Estados, el derecho de gentes entre los Estados y un jus
cosmopoliticum para toda la
Humanidad, con los hombres y los Estados en mutua relación de influencia
externa, considerados aquellos, sujeto activos de ese derecho, como ciudadanos
de una organización política de todos los seres humanos, siendo los sujetos
pasivos los mismos Estados.
[4] ) Véase Notas al margen del Neoconstitucionalismo, EDCO (“El Derecho
Constitucional”, serie especial), Buenos Aires, 2009, p. 343; En torno a las ideas del constitucionalismo
en el siglo XXI, en Estudios de Derecho Constitucional con
motivo del Bicentenario, Eugenio Luis
Palazzo, director, El Derecho, Bs. As., 2012, p. 33/51; Justicia Constitucional y Democracia: ¿Un
Mal Casamiento, en Jurisdição
Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais, coordinadores George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet,
ed. Jus Podium, Bahia, 2012, p. 333/363, Ojeada
a los Problemas (y algunas Paradojas) del “Estado Constitucional” y de la “Democracia
Constitucional, en Constituição,
Política e Cidadania -em homenagem a Michel Temer, George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet coordenadores, GIW
editora jurídica, Porto Alegre, 2013, pp. 311/333; Control de Constiticionalidad y Control de Convencionalidad: rápido
repaso de límites y problemas, en uca-ar.academia.edu/Luis Maria Bandieri.
[5] ) Tomo como ejemplo el acerado
trabajo de Lenio Luiz Streck Constituição,
Interpretação e Argumentação: porque me afastei do neoconstitucionalismo,
en Constituição, Política e Cidadania -em
homenagem a Michel Temer, George
Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet coordenadores, GIW
editora jurídica, Porto Alegre, 2013,p. 297/309.
[6],Jon
Elster, El precompromiso y la
paradoja de la democracia, en Constitución
y Democracia, Jon Elster y R. Slasgod,
coordinadores, FCE, 1999, pp. 195/249.
[7] ) “La síntesis aleatoria de la
Democracia y el Liberalismo es una contingencia histórica y se explica por la
circunstancia de que debieron combatir un enemigo común: el Estado absoluto”; Arturo Enrique Sampay, La
Crisis del Estado de Derecho Liberal-Burgués, ed. Docencia, Bs. As. 2011,
p. 84
[8] ) Ver del autor El Entierro de Montesquieu, en “Forum”, Anuario del Centro de Derecho Constitucional
de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina, nº 2, EDUCA,
Buenos Aires, 2015, pp. 75/100.
[9] ) Carl Schmitt llama Nómos
de la Tierra (entendida aquí como conjunto de los espacios del planeta) a
la "ley orgánica",
"principio fundamental" o "acto fundamental" ordenador y
distributivo. Este Nómos que ordena, asigna y distribuye desde un "dónde"
determinado, funda o refunda las categorías de lo político y de lo jurídico
para las sucesivas representaciones simbólicas del mundo y del cosmos. Ver El
Nomos de la Tierra en el derecho público del jus publicum europaeum, ed
Struhart, Buenos Aires, 2005, con introducción de Luis María Bandieri.
[10] ) Tratado del Rebelde,
Sur, Bs. As., 1964, p. 101
[11] ) “Crisis” viene del verbo
griego krino, separar, decidir,
juzgar, y el momento de incertidumbre consiguiente.
[12] ) Ver de este filósofo español
(1883-1955) Ideas y Creencias, Espasa
Calpe SA, 6ª. Ed., Madrid, 1959.
[13] ) En Del potere al diritto e viceversa, Einaudi, Turín, 1999.
[14] ) Ver Andrés Botero Bernal, Diagnóstico
de la eficacia del Derecho en Colombia y otros ensayos, Señal editorial y
Fondo Editorial Biogénesis, Medellín, 2003
[15] ) Expresión de Carl
Schmitt para referirse a la velocidad en la expedición de leyes
por parte del legislador novecentista, señal de un derecho mecanizado y
tecnificado.
[16] ) Que admite, a su vez,
ramificaciones internas, como se advierte en el título Neoconstitucionalismo(s), edición de Miguel Carbonell, ed. Trotta, 4º Ed., 2009 y los autores
allí reunidos.
[17] ) Gustavo Zagrebelsky, El
Derecho Dúctil –ley, derechos, justicia, ed. Trotta, Madrid, 2009,
p.13
[18] ) Luigi Ferrajoli, Razones
Jurídicas del Pacifismo, ed. Trotta, Madrid, 2004, p. 101
[19] ) Ib., p. 149
[20]
) William P. Alford comentando Aiding
Democracy abroad the Learning Curve, de Thomas Carothers, Harvard Law Review, vol. 113,
nº 7, may 2000, pp. 1677/1715
[21]
) En The Structure of the Scientific
Revolutions, University of Chicago Press, Chicago, 1970
[22] ) Ver n. 3
[23] ) Ver Iusnaturalismos, en Derecho
Natural e Iusnaturalismos VIII Jornadas Internacionales de Derecho Natural y
III de Filosofía del Derecho, José
Chávez-Fernández Postigo y Rafael Santa María D’Angelo, coordinadores,
ed. Palestra, Lima, 2014, p. 22/25,
[24] ) El Concepto y la Validez del Derecho, Gedisa, Barcelona, 1977, p.
13. Ver el excelente planteo de Rodolfo
Luis Vigo, en Iusnaturalismo y
Neoconstitucionalismo: coincidencias y diferencias, en Derecho
Natural e Iusnaturalismos VIII Jornadas cit, p. 187/217
[25] ) Ver Betrand de Jouvenel, La
Idea del Derecho Natural, en Crítica
del Derecho Natural, AA.VV., Biblioteca Política Taurus, Madrid, 1966, p.
204/5
[26] ) Del Derecho Natural a la Sociología, ed. Morata, Madrid, 1961, p.
71 y sgs,, a quien seguimos en parte en las consideraciones desenvueltas más
adelante.
[27] ) Ver Luis María Bandieri, El
Método en el Interregno Pospositivista, en La Codificación: Raíces y Perspectivas, III, ¿Qué es el derecho, qué
códigos, qué enseñanza?, AA.VV., El Derecho, Bs.As., 2005, p. 129/144.
[28] ) Jean Dabin, Règle
Morale et Règle Juridique, Lovaina 1936, pág. 14.Ver
http://www.persee.fr/web/revues/home/prescript/article/phil-0776-555x_1937_ius_40_54_303
[29]
) Philosophie du Droit, Dalloz Paria,
1978, I,
nº 59, p.115.
[30]) Principios de una Ciencia Nueva sobre la Naturaleza Común de las
Naciones, Lº V, 1108, ed Aguilar
Buenos Aires, IV, 1960, p. 216 “Los hombres han hecho el mundo de las
naciones (…) pero este mundo ha surgido sin duda de una mente contraria a veces
y siempre superior a los fines particulares que se habían propuesto los mismos
hombres; estos estrechos fines, convertidos en medios para un fin más elevado,
los ha dispuesto siempre de forma que conservaran la generación humana en la
tierra”. La heterogénesis de los fines es la aserción viquiana de la
Providencia. Una Providencia que actúa en el orden de la naturaleza y no de
modo sobrenatural: es la Providencia de los hombres, no la cristiana (ver
Franco Amerio, introduzione a Scienza
Nuova, La Scuola Editrice, Brescia, 1978, p. XIX)
[31] ) Op. cit, nº 60, p. 118
[32] ) Neoconstitucionalismo e Moralismo Juridico, en Filosofia e Teoria Constitucional Conteporânea, Daniel Sarmento
(org.) Lumen Iuris, Rio de Janeiro, 2009, pp.213-225. Destacado mío.
[33] ) Neoconstitucionalismo, Democracia e Imperialismo de la Moral, en Neoconstitucionalismo(s), cit., p.260.
Destacado mío.
[34] ) Ver Nomoárquica, Principialística Jurídica o Filosofía y Ciencia de los Principios
Generales del Derecho, Librería Jurídica Comilibros, Medellín, 2007.
[35] ) Gustavo Zagrebelsky, El Derecho Dúctil. Ley, Derecho,
Justicia, Trotta, Madrid, 1985, p. 109
[36] ) “Constitucionalismo Principialista y Constitucionalismo Garantista”,
Doxa, 34, 2011, p. 17 y sgs
[37] ) “Constitucionalismo: problemas de definición y tipología”, Doxa, 34,
2011, p. 96 y sgs.
[38] ) Reflexiones
Sobre la Concepción Neoconstitucionalista de Constitución, en El Canon Neoconstitucional, Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo
(ed.), Trota-UNAM, Madrid, 2010, pp. 174/5.
[39] ) Un Constitucionalismo Ambiguo, en Neoconstitucionalismo(s), cit. p. 210. El destacado es mío.
[40] ) Op. cit. n. 5, p. 305
[41] ) Zagrebelsky, Gustavo, “El Derecho Dúctil- ley, derechos,
justicia”, Trotta, Madrid, 2009, p. 13
[42] ) Ferrajoli, Luigi,”Derechos y Garantías: la ley del más
débil”. “Derecho sobre el derecho”, precisa en otra obra: “Razones
Jurídicas del Pacifismo”, Trotta, Madrid, 2004, p. 101
[43] ) Ferrajoli, Luigi, “Razones Jurídicas del Pacifismo”,
p. 149
[44] ) Zagrebelsky,op. cit., p. 15
[45] ) La traductora de la obra
dedica una nota (p. 19) a justificar la versión del italiano “mite”
por “dúctil”, en su sentido figurado de
acomodadizo, dócil, etc. En otro lugar,
Zagrebelsky habla de un derecho “líquido” o “fluido”. Lo opuesto sería un
derecho “rígido”. En un contexto muy distinto, el gran Jean Carbonnier había
escrito sobre el “derecho flexible”. Para el decano de Poitiers, el derecho es
demasiado humano como para pretender la línea recta; su rigor surge de la
afectación o de la impostura y, en la realidad, lo vemos sinuoso, caprichoso,
incierto, y dejando zonas de “no derecho” abiertas a otras formas de regulación
social. En Zagrebelsky, lo “dúctil” o, si se quiere, “amoldable” es una
dogmática constitucional que pueda adaptarse a la heterogeneidad y complejidad
de sociedades pluralistas. La homologación de los principios de esta dogmática
con los valores, termina imponiendo la constelación de estas valencias que esté
más a tono con el espíritu del tiempo, bajo el velo del consenso unanimista.
[46] ) Ver Luis María Bandieri, “La Mediación Tópica”, El
Derecho, Bs. As., 2007, p. 40 y sgs.
[47] ) “La Tiranía de los Valores”,
Hydra, Buenos Aires, 2009.
[48] ) Tético: ‘que
afirma”, ‘que pone dogmáticamente’. Derivado de thésis ‘acción de poner’
(...) la tesis parece estar, pues, en el mismo plano que el axioma. Sin embargo,
a diferencia de éste la tesis no es un principio evidente e indemostrable.” [Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía.
Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1969, t. II, p. 781]
[49] ) El esfuerzo de Robert Alexy
para hallar una “fórmula peso” señala sólo la formalización de una operación
subjetiva. Ver Alexy, Robert y Andrés
Ibáñez, Perfecto, “Jueces y Ponderación Argumentativa”, UNAM,
México, 2006, 1/10.
[50] ) En Constituição, Interpetação e Argumentação…, cit. pp. 306/309.
[51] ) “Mediación Tópica”,
cit. El Derecho, Bs. As., 2007
[52] ) “Derechos Humanos y Estado Constitucional”, en “Jurisdição Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”, George Salomão Leite –Ingo Wolfgang Sarlet
coordenadores, ed. Jus Podium, Salvador,
2012, p.150
[53] ) “Positivismo, Neoconstitucionalismo y activismo judicial”,
Universidad Federal de Río Grande, Ed. Saraiva, 2012
[54] ) “Notas al margen del neoconstitucionalismo”, cit.
[55] ) Op. cit. n. 50, loc. cit.
[56] ) Ver Luis María Bandieri,
“Sobre la Verdad en el derecho y
en el Estado Constitucional”, E.D. , nº 11.594, año XLIV, 15/09/2006.
[57]) La expresión en Andrés Gil Domínguez, Estado Constitucional de Derecho, Psicoanálisis y Sexualidad,
Ediar, Buenos Aires, 2011, p.77
[58] ) El Fin
de los Derechos Humanos, Universidad de Antioquia, Legis, Bogotá, 2008, p.
457
[59]
Ilustrativo el caso del escocés radicado en Australia, Norrie May-Welby.
Nacido varón, se sometió a una operación de “cambio de sexo” en 1990. Pero, no
sintiéndose tampoco a gusto como mujer, obtuvo que en Nueva Gales del Sur,
donde reside, se inscribiera en su documento de identidad, en el casillero
destinado al sexo, “no especificado”. Ver www.may-welby.blogspot.com
[60] ) Alain Supiot, “Homo
Juridicus”, Siglo XXI, Bs. As. 2007, p. 28
[61] ) Es el “efecto de irradiación”
–Ausstrahlungswirkung-, según la
expresión del Tribunal Constitucional alemán.
[62] ) La expansión horizontal de los derechos
resulta de su efectividad inmediata en todas las relaciones entre particulares,
planteada como Drittwirkung der Grundrechte (efectividad frente a
terceros de los derechos fundamentales) por el Tribunal Constitucional alemán.
La expansión horizontal resulta una ampliación de la anterior efectividad
vertical de los mismos derechos, esto es, en la relación entre el individuo y
el Estado.
[63] ) Como en el caso del escocés
Norrie May-Welby, residente en Australia, que fue reconocido como sujeto neutro
en cuanto al sexo. Nacido como varón, por medio de una operación quirúrgica
adoptó el sexo femenino, pero no encontrándose tampoco a gusto en este último,
obtuvo el reconocimiento anotado (ver wikipedia.org/wiki/norrie_may-welby)
[64] ) Como en el caso, ocurrido en Buenos Aires, de una pareja de mujeres que, con la
finalidad de afianzar más aún su relación, sienten la necesidad de tener un
hijo y, siendo esto biológicamente imposible mediante cualquier método
natural, recurren a que una integrante
de la pareja realice un tratamiento de fertilización extracorpórea, en el que se utiliza el esperma de un donante anónimo para
fecundar un óvulo de la otra componente, implantándose luego el embrión en el
útero de la primera, siendo de esa manera madres las dos. El Código Civil de Québec, que consagró la
homoparentalidad femenina, atribuye dos
madres a los hijos concebidos con “el aporte de fuerzas genéticas ajenas”. El
mismo Código aclara que, en caso necesario, de las dos madres será homologada
al padre aquélla que no dio a luz al niño. Ver Alain Supiot, op. cit. n.6, p.
278 n.54
[65] ) El Tribunal Penal
Internacional para la antigua Yugoslavia, por ejemplo, en varios casos no se
limitó a juzgar conductas, sino que estableció sin apelación la verdad respecto
de hechos históricos, incluso ocurridos en el siglo XVI, que determinaron la
conciencia identitaria de los pueblos croata, serbio, bosnio, etc. y que tienen
una diversa interpretación para cada uno de ellos. Ver Kosta Cavoski, “Juger
l’Histoire”, en “Krisis”, nº 26, Paris, février 2005
[i] ) Doctor
en Ciencias Jurídicas, profesor titular ordinario de Derecho Constitucional en la Universidad
Católica Argentina y Director del Centro de Derecho Político de la Facultad de
Derecho de dicha universidad . Autor de diversos libros y artículos de su
especialidad
No hay comentarios.:
Publicar un comentario