viernes, marzo 06, 2015

SOBRE LA "VERDAD JUDICIAL", A PROPÓSITO DEL CASO NISMAN 








En la conferencia de prensa de hoy, 5 de marzo, la jueza Sandra Arroyo Salgado ,  sobre la base de  las pruebas "de rigor científico" proporcionadas por sus peritos de parte, afirmó que su ex marido no se habría suicidado, sino que, sin lugar a dudas, fue asesinado: un "magnicidio", calificó. No voy a entrar a conjeturas sobre si hubo homicidio o si Nisman, inducido o no, se suicidó. Lo que me dice mi experiencia profesional es que a partir de ahora se va a abrir  un debate sin fin entre expertos, opinólogos  y cretinos fosforescentes de toda laya, acerca de la mecánica del óbito, las hemorragias agónicas, el espasmo cadavérico, las trayectorias balísticas más compatibles  con el suicidio o con el homicidio, etc. etc. Tendremos Junta Médica y quizás la impiadosa exhumación del cadáver a los efectos de una necropsia más acertada. Se llegará así a un final amorfo, con decisiones judiciales que pueden transitar hasta la Corte Interamericana, también quizás veedores o expertos extranjeros con supervisiones y dictámenes al paso, en el que todos, a unos cuantos años vista, descreerán de las conclusiones (caso del "Informe Warren", ya que se habló de magnicidio) y libros y películas romancearán el asunto. Los conspiracionistas y conjurólogos harán su breve agosto. Y habrá una tumba  que, pasado un tiempo, sólo visitará algún deudo o, quizás, algún amor secreto que se resiste a la decrepitud. Hasta el nuevo cartel rojo sangre en "Crónica TV".  Lo que aporto aquí es una reflexión sobre la "verdad" judicial y las pruebas "científicas" para establecerla y cómo poder entenderse con ella, sobre todo cuando el adjetivo "científico" suele utilizarse, de un modo que Popper habría aborrecido, como sinónimo de irrebatible. Proviene de un artículo que publiqué el 15 de septiembre de 2006 en "El Derecho", acerca de los "juicios de la verdad", una idea que, mal rumbeada, en lugar  aportar a la concordia, ahondó la discordia aposentándola en sede judicial, pero eso es otra historia y lo que me interesa ahora es una reflexión sobre la verdad judicial y su fundamento en las pruebas periciales.
 
Dicho sea de paso, obiter dictum o BTW, si se prefiere la koiné del tiempo: la jueza Arroyo Salgado calificó la muerte de su ex marido como un "magnicidio de proporciones desconocidas". "Magnicidio", según el diccionario, es la "muerte violenta dada a persona muy principal por su cargo o poder". Recuerda el regicidio, crimen de lesa majestad. Según la servicial Wikipedia, "el magnicida suele tener una motivación ideológica o política, y la intención de provocar una crisis política o eliminar un adversario que considera un obstáculo para llevar a cabo sus planes".  Mi primera impresión ante la expresión de Arroyo Salgado  fue que me costaba asimilar a la figura de Natalio Alberto Nisman con Trotzky, Sadat, Aramburu. Quiroga, Gaitán, Gandhi, Kennedy (ambos) o Lincoln, para ejemplificar al barrer. Puede discutirse si "magnicidio" fue usado con propiedad, pero que se trata de un muerte con proporciones y efectos desconocidos, es muy cierto.   





En el  suplemento de Derecho Público de elDial.com, del 20 de junio ppdo., Walter F. Carnota nos ofrece una breve, pero interesantísima nota sobre “El problema de la verdad en el Estado constitucional”. El punto de partida es la traducción castellana de la obra “Verdad y Estado Constitucional”, de Peter Häberle (UNAM, México, 2006).

 

Una frase de Xavier Zubiri puede servirnos de inicio:  la verdad –decía el filósofo- envuelve una nube de problemas[1]. Problemas, añado, que los juristas no estamos en condiciones de resolver. Porque, ante todo: ¿es la verdad un problema nuclear del derecho, en el que deban concentrarse los juristas? (...) Adelanto que mi respuesta a ambas preguntas es no. Creo que esta cuestión de la verdad en el derecho resulta de un yerro filosófico que se ha colado en el pensamiento jurídico, lo que merece amplio escrutinio y debate.

 

La “verdad” procesal


 

En el principio –Häberle lo apunta y Carnota lo recoge- fue la llamada “verdad” procesal. Los procesalistas nos servirán de inicial chivo expiatorio. Porque, en el campo del derecho, han sido ellos los primeros en afirmar que el proceso persigue la verdad material e histórica de los hechos, reconstruidos a través de las pruebas, a fin de pronunciar, consiguientemente, una sentencia de mérito, esto es, decir el derecho.

 

Pero ¿puede hablarse de una “verdad” judicial? En otras palabras, ¿los juicios llevados ante la administración judicial conducen  a establecer una "verdad"?

 

En el lenguaje forense, reflejado en pronunciamientos constantes de nuestra Corte Suprema de Justicia y tribunales inferiores,  se distingue una verdad formal de una verdad material o verdad jurídica objetiva. Esta última debe prevalecer sobre la primera o, en otra formulación, la verdad formal sólo vale en la medida de su ajuste a la verdad material. Cuando, en el foro judicial se habla de “verdad material”, se formula una referencia a la “verdad” de los hechos del caso que han sido reconocidos jurídicamente como tales, esto es, que han resultado acreditados –“probados”- luego de pasar por las condiciones que las normas de procedimiento fijan para otorgarles tal condición y consiguientes efectos. En cambio, cuando se habla de “verdad formal”, se hace referencia a circunstancias que se suponen acaecidas por cumplirse ciertas condiciones fijadas por las normas de procedimiento, a partir de contingencias sucedidas en el propio proceso (silencios, ausencias injustificadas, transcurso de plazos, etc.), que permiten tener por acreditadas aquellas circunstancias, otorgándoles, por ministerio de la ley, los consiguientes efectos. La obvia consecuencia, recogida por la doctrina de nuestros tribunales es que si la verdad formal prevalece sobre la material o no se ajusta a ella, el pronunciamiento judicial dictado en consecuencia puede quedar descalificado por “exceso ritual manifiesto”, que lo tornaría arbitrario y caprichoso. En otros términos, nuestra jurisprudencia está conteste en que, dado un caso, el juez debe tener en cuenta, primordialmente, la “verdad material” acreditada en la causa, para el reparto justo de la cosa disputada.

 

Por cierto, esta jurisprudencia no pretende pronunciarse en la ardua cuestión filosófica sobre la verdad y lo verdadero. De todos modos,  los conceptos de “verdad material” y “verdad formal” se remontan a la filosofía, desde donde han sido trasladados al uso de los tribunales. Leibniz distinguía entre “verdades de razón” y “verdades de hecho”. Kant, a su turno, diferenciaba una verdad “formal”, por una parte, en donde la concordancia entre el entendimiento (mente, pensamiento, conocimiento) y la cosa (ente, objeto, hecho) se produce sobre la base exclusiva de los principios lógicos, con abstracción de la cosa misma y, por otra parte,  una “verdad material”, en la cual la concordancia se produce sobre la base de una presencia mental de la cosa. Esta distinción kantiana opera a partir de la concepción de la verdad como concordancia o conformidad del entendimiento con la cosa. En la escolástica tradicional se agregaba la concordancia o conformidad de la cosa con el entendimiento (la cosa, en cuanto cognoscible se presenta al entendimiento), distinguiéndose así entre una verdad lógica y una verdad ontológica. Desde luego que en el debate filosófico sobre el punto existen otras posturas, incluso aquellas que niegan la posibilidad de tal concordancia, correspondencia o conformidad, pero aquí importa tan sólo circunscribir el horizonte filosófico desde el cual se ha diseñado la distinción jurídica entre verdad material y verdad formal.     

 

Certum y verum


 

Ahora bien, si se examina de cerca el laboreo forense, se observa que  en los  procesos se busca y obtiene un certum, es decir, se tienen por ciertos hechos y circunstancias, de los que se desprenden consecuencias jurídicas. Se trata de certezas de sentido común o de alta probabilidad (en el caso de las pruebas "científicas", como las huellas dactilares o el examen del ADN). Pero, propiamente, no se establece y declara la "verdad" de tales hechos y circunstancias. La cuestión de la “verdad” judicial, material o formal, surge después, cuando se trata de ponderar la consistencia real de lo tenido por cierto, y el modo de obtenerlo. Me parece que subyace aquí la confusión poscartesiana entre verum y  certum, como viera muy claro Juan Bautista Vico. Para el filósofo napolitano, la conciencia de lo cierto, que se remite al sentido común del género humano y a la naturaleza de las cosas, y se funda en la autoridad del precedente y de lo que generalmente sucede, nos aclara los sucesos pasados y presentes en la variedad de lo particular y contingente, sujeto al incertísimo arbitrio del hombre. La ciencia de lo verdadero, en cambio, apunta por la razón al conocimiento de lo universal y necesario. Lo cierto es verdad oscura y lo verdadero, certeza aclarada. La verdad de ciencia pertenece sólo íntegramente a Dios. Al hombre le es propia; en cambio, la verdad de conciencia, que resulta la certeza o lado humano del saber divino. En el mundo histórico y civil, lo cierto y lo verdadero se presentan, necesitan y refuerzan simultáneamente. Según la fórmula viquiana, se debe inverare il certo e accertare il vero, esto es, “verificar” lo cierto y “certificar” lo verdadero, en el sentido literal de ambas expresiones.

 

En el campo de lo forense, especialmente en el desempeño procesal y a partir de las pruebas, se adquieren certezas, no verdades. Certezas de sentido común, obtenidas dialógicamente a partir de lo generalmente aceptado. Una declaratoria de herederos o una sentencia condenatoria de un criminal resultan declaraciones de obtención de certezas, luego de verificarse ciertos extremos, de las que se sigue una decisión de mérito, que concreta lo justo del caso. No son declaraciones de “verdad”, sino de lo que se ha tenido por cierto. Estas certezas eslabonadas conforman la coherencia interna del discurso de la  administración  judicial. Lo certum certifica un verum, contenido en la sentencia definitiva, que asegura desde entonces las consecuencias jurídicas de tal decisión. La autoridad de este verum, según la distinta fuerza que el precedente tenga en los diversos sistemas jurídicos, se constituye, a su vez, en lo certum invocable en casos análogos. En última instancia, aquel verum es lo verdadero “kairológico” –del griego kairós, ocasión-, una verdad que vale sólo una vez, para el caso en cuestión, sin perjuicio de su proyección,  desde el campo de lo cierto, con autoridad de precedente. Desde luego, el derecho, como disciplina, a través de la profundización teórica de sus diversas ramas y, especialmente, por el ahondamiento de la filosofía jurídica, se incorpora a la  “ciencia de la verdad” (en las dimensiones lógica y ontológica de esta última)  y la matiza desde su campo específico. Su dilucidación de principios universales resulta a su vez, por vía de autoridad, fuente del certum forense, en la perpetua interacción de lo verdadero y lo cierto.  Pero, repetimos, no puede proclamarse, más allá del alcance ocasional apuntado, que la actividad de la administración judicial –como, en general, la de cualquier función del Estado- sea dispensadora de “verdad”. En este sentido, Carnelutti estableció claramente que el proceso no tiene por objeto conocer la verdad de los hechos, sino su fijación formal, a fin de lograr una composición justa del conflicto subyacente, dando a cada uno lo suyo en lo disputado[2]. No es lo verdadero sino lo justo lo que está en juego en el proceso judicial y en toda actividad propiamente jurídica.

 




[1] ) “El Hombre y la Verdad”, Alianza, Madrid, 1999
[2] ) “El proceso se desenvuelve para la composición justa del litigio”, Carnelutti, Francesco, “Instituciones de Derecho Procesal Civil”,  ed. Harla, Buenos Aires. 1997, p. 71

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