SOBRE LA "VERDAD JUDICIAL", A PROPÓSITO DEL CASO NISMAN
En la conferencia de prensa de hoy, 5 de marzo, la jueza Sandra Arroyo Salgado , sobre la base de las pruebas "de rigor científico" proporcionadas por sus peritos de parte, afirmó que su ex marido no se habría suicidado, sino que, sin lugar a dudas, fue asesinado: un "magnicidio", calificó. No voy a entrar a conjeturas sobre si hubo homicidio o si Nisman, inducido o no, se suicidó. Lo que me dice mi experiencia profesional es que a partir de ahora se va a abrir un debate sin fin entre expertos, opinólogos y cretinos fosforescentes de toda laya, acerca de la mecánica del óbito, las hemorragias agónicas, el espasmo cadavérico, las trayectorias balísticas más compatibles con el suicidio o con el homicidio, etc. etc. Tendremos Junta Médica y quizás la impiadosa exhumación del cadáver a los efectos de una necropsia más acertada. Se llegará así a un final amorfo, con decisiones judiciales que pueden transitar hasta la Corte Interamericana, también quizás veedores o expertos extranjeros con supervisiones y dictámenes al paso, en el que todos, a unos cuantos años vista, descreerán de las conclusiones (caso del "Informe Warren", ya que se habló de magnicidio) y libros y películas romancearán el asunto. Los conspiracionistas y conjurólogos harán su breve agosto. Y habrá una tumba que, pasado un tiempo, sólo visitará algún deudo o, quizás, algún amor secreto que se resiste a la decrepitud. Hasta el nuevo cartel rojo sangre en "Crónica TV". Lo que aporto aquí es una reflexión sobre la "verdad" judicial y las pruebas "científicas" para establecerla y cómo poder entenderse con ella, sobre todo cuando el adjetivo "científico" suele utilizarse, de un modo que Popper habría aborrecido, como sinónimo de irrebatible. Proviene de un artículo que publiqué el 15 de septiembre de 2006 en "El Derecho", acerca de los "juicios de la verdad", una idea que, mal rumbeada, en lugar aportar a la concordia, ahondó la discordia aposentándola en sede judicial, pero eso es otra historia y lo que me interesa ahora es una reflexión sobre la verdad judicial y su fundamento en las pruebas periciales.
Dicho sea de paso, obiter dictum o BTW, si se prefiere la koiné del tiempo: la jueza Arroyo Salgado calificó la muerte de su ex marido como un "magnicidio de proporciones desconocidas". "Magnicidio", según el diccionario, es la "muerte violenta dada a persona muy principal por su cargo o poder". Recuerda el regicidio, crimen de lesa majestad. Según la servicial Wikipedia, "el magnicida suele tener una motivación ideológica o política, y la intención de provocar una crisis política o eliminar un adversario que considera un obstáculo para llevar a cabo sus planes". Mi primera impresión ante la expresión de Arroyo Salgado fue que me costaba asimilar a la figura de Natalio Alberto Nisman con Trotzky, Sadat, Aramburu. Quiroga, Gaitán, Gandhi, Kennedy (ambos) o Lincoln, para ejemplificar al barrer. Puede discutirse si "magnicidio" fue usado con propiedad, pero que se trata de un muerte con proporciones y efectos desconocidos, es muy cierto.
En el suplemento de Derecho Público de elDial.com,
del 20 de junio ppdo., Walter F. Carnota nos ofrece una breve, pero
interesantísima nota sobre “El problema de la verdad en el Estado
constitucional”. El punto de partida es la traducción castellana de la obra
“Verdad y Estado Constitucional”, de Peter Häberle (UNAM, México, 2006).
Una frase de Xavier Zubiri
puede servirnos de inicio: “la verdad
–decía el filósofo- envuelve una nube de problemas”[1].
Problemas, añado, que los juristas no estamos en condiciones de resolver.
Porque, ante todo: ¿es la verdad un problema nuclear del derecho, en el que
deban concentrarse los juristas? (...) Adelanto que mi respuesta a ambas preguntas es no.
Creo que esta cuestión de la verdad en el derecho resulta de un yerro
filosófico que se ha colado en el pensamiento jurídico, lo que merece amplio
escrutinio y debate.
La “verdad” procesal
En el principio –Häberle lo
apunta y Carnota lo recoge- fue la llamada “verdad” procesal. Los procesalistas
nos servirán de inicial chivo expiatorio. Porque, en el campo del derecho, han
sido ellos los primeros en afirmar que el proceso persigue la verdad material e
histórica de los hechos, reconstruidos a través de las pruebas, a fin de
pronunciar, consiguientemente, una sentencia de mérito, esto es, decir el
derecho.
Pero ¿puede hablarse de una
“verdad” judicial? En otras palabras, ¿los juicios llevados ante la
administración judicial conducen a
establecer una "verdad"?
En el lenguaje forense,
reflejado en pronunciamientos constantes de nuestra Corte Suprema de Justicia y
tribunales inferiores, se distingue una
verdad formal de una verdad material o verdad jurídica objetiva. Esta última
debe prevalecer sobre la primera o, en otra formulación, la verdad formal sólo
vale en la medida de su ajuste a la verdad material. Cuando, en el foro
judicial se habla de “verdad material”, se formula una referencia a la “verdad”
de los hechos del caso que han sido reconocidos jurídicamente como tales, esto
es, que han resultado acreditados –“probados”- luego de pasar por las condiciones
que las normas de procedimiento fijan para otorgarles tal condición y
consiguientes efectos. En cambio, cuando se habla de “verdad formal”, se hace
referencia a circunstancias que se suponen acaecidas por cumplirse ciertas
condiciones fijadas por las normas de procedimiento, a partir de contingencias
sucedidas en el propio proceso (silencios, ausencias injustificadas, transcurso
de plazos, etc.), que permiten tener por acreditadas aquellas circunstancias,
otorgándoles, por ministerio de la ley, los consiguientes efectos. La obvia
consecuencia, recogida por la doctrina de nuestros tribunales es que si la
verdad formal prevalece sobre la material o no se ajusta a ella, el
pronunciamiento judicial dictado en consecuencia puede quedar descalificado por
“exceso ritual manifiesto”, que lo tornaría arbitrario y caprichoso. En otros
términos, nuestra jurisprudencia está conteste en que, dado un caso, el juez
debe tener en cuenta, primordialmente, la “verdad material” acreditada en la
causa, para el reparto justo de la cosa disputada.
Por cierto, esta jurisprudencia
no pretende pronunciarse en la ardua cuestión filosófica sobre la verdad y lo
verdadero. De todos modos, los conceptos
de “verdad material” y “verdad formal” se remontan a la filosofía, desde donde
han sido trasladados al uso de los tribunales. Leibniz distinguía entre
“verdades de razón” y “verdades de hecho”. Kant, a su turno, diferenciaba una
verdad “formal”, por una parte, en donde la concordancia entre el entendimiento
(mente, pensamiento, conocimiento) y la cosa (ente, objeto, hecho) se produce
sobre la base exclusiva de los principios lógicos, con abstracción de la cosa
misma y, por otra parte, una “verdad
material”, en la cual la concordancia se produce sobre la base de una presencia
mental de la cosa. Esta distinción kantiana opera a partir de la concepción de
la verdad como concordancia o conformidad del entendimiento con la cosa. En la
escolástica tradicional se agregaba la concordancia o conformidad de la cosa
con el entendimiento (la cosa, en cuanto cognoscible se presenta al
entendimiento), distinguiéndose así entre una verdad lógica y una verdad
ontológica. Desde luego que en el debate filosófico sobre el punto existen
otras posturas, incluso aquellas que niegan la posibilidad de tal concordancia,
correspondencia o conformidad, pero aquí importa tan sólo circunscribir el
horizonte filosófico desde el cual se ha diseñado la distinción jurídica entre
verdad material y verdad formal.
Certum y verum
Ahora bien, si se examina de
cerca el laboreo forense, se observa que
en los procesos se busca y
obtiene un certum, es decir, se
tienen por ciertos hechos y circunstancias, de los que se desprenden
consecuencias jurídicas. Se trata de certezas de sentido común o de alta
probabilidad (en el caso de las pruebas "científicas", como las
huellas dactilares o el examen del ADN). Pero, propiamente, no se establece y
declara la "verdad" de tales hechos y circunstancias. La cuestión de
la “verdad” judicial, material o formal, surge después, cuando se trata de
ponderar la consistencia real de lo tenido por cierto, y el modo de obtenerlo.
Me parece que subyace aquí la confusión poscartesiana entre verum y certum, como viera muy claro
Juan
Bautista Vico.
Para el filósofo napolitano, la conciencia de lo cierto, que se remite al
sentido común del género humano y a la naturaleza de las cosas, y se funda en
la autoridad del precedente y de lo que generalmente sucede, nos aclara los
sucesos pasados y presentes en la variedad de lo particular y contingente,
sujeto al incertísimo arbitrio del hombre. La ciencia de lo verdadero, en
cambio, apunta por la razón al conocimiento de lo universal y necesario. Lo
cierto es verdad oscura y lo verdadero, certeza aclarada. La verdad de ciencia
pertenece sólo íntegramente a Dios. Al hombre le es propia; en cambio, la
verdad de conciencia, que resulta la certeza o lado humano del saber divino. En
el mundo histórico y civil, lo cierto y lo verdadero se presentan, necesitan y
refuerzan simultáneamente. Según la fórmula viquiana, se debe inverare il
certo e accertare il vero, esto es, “verificar” lo cierto y “certificar” lo
verdadero, en el sentido literal de ambas expresiones.
En el campo de lo forense,
especialmente en el desempeño procesal y a partir de las pruebas, se adquieren
certezas, no verdades. Certezas de sentido común, obtenidas dialógicamente a
partir de lo generalmente aceptado. Una declaratoria de herederos o una
sentencia condenatoria de un criminal resultan declaraciones de obtención de
certezas, luego de verificarse ciertos extremos, de las que se sigue una
decisión de mérito, que concreta lo justo del caso. No son declaraciones de
“verdad”, sino de lo que se ha tenido por cierto. Estas certezas eslabonadas
conforman la coherencia interna del discurso de la administración judicial. Lo certum certifica un verum, contenido en la sentencia
definitiva, que asegura desde entonces las consecuencias jurídicas de tal
decisión. La autoridad de este verum, según la distinta fuerza que el
precedente tenga en los diversos sistemas jurídicos, se constituye, a su vez,
en lo certum invocable en casos análogos. En última instancia, aquel verum
es lo verdadero “kairológico” –del griego kairós, ocasión-, una verdad
que vale sólo una vez, para el caso en cuestión, sin perjuicio de su
proyección, desde el campo de lo cierto,
con autoridad de precedente. Desde luego, el derecho, como disciplina, a través
de la profundización teórica de sus diversas ramas y, especialmente, por el
ahondamiento de la filosofía jurídica, se incorpora a la “ciencia de la verdad” (en las dimensiones
lógica y ontológica de esta última) y la
matiza desde su campo específico. Su dilucidación de principios universales
resulta a su vez, por vía de autoridad, fuente del certum forense, en la
perpetua interacción de lo verdadero y lo cierto. Pero, repetimos, no puede proclamarse, más
allá del alcance ocasional apuntado, que la actividad de la administración
judicial –como, en general, la de cualquier función del Estado- sea
dispensadora de “verdad”. En este sentido, Carnelutti estableció claramente que
el proceso no tiene por objeto conocer la verdad de los hechos, sino su
fijación formal, a fin de lograr una composición justa del conflicto
subyacente, dando a cada uno lo suyo en lo disputado[2]. No
es lo verdadero sino lo justo lo que está en juego en el proceso judicial y en
toda actividad propiamente jurídica.
[1] ) “El Hombre y la Verdad”, Alianza, Madrid, 1999
[2] ) “El proceso se desenvuelve para la composición justa del
litigio”, Carnelutti, Francesco, “Instituciones de Derecho Procesal
Civil”, ed. Harla, Buenos Aires. 1997,
p. 71
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