HANNAH ARENDT, LA PELÍCULA
Hannah Arendt, según Margarethe von Trotta. Una película excepcional, que narra los principales
acontecimientos en la vida de Hannah, entre 1961 y 1963, a partir del momento
en que “The New Yorker" le encarga cubrir el proceso a Adolf
Eichmann, la redacción del libro que de esas notas habrá de surgir y las repercusiones, en
general desfavorables, de su trabajo. Diálogos profundos, cruces duros con
viejos amigos, como Hans Jonas, y cigarrillo tras cigarrillo (su filosofía
precisa del cenicero, como surge igualmente de los reportajes documentales que de
ella nos han llegado). No soy un crítico de cine, pero sí puede asegurarse que
los diálogos y sus afirmaciones en clase que refleja la película resultan
fieles a los textos del "meteoro", como la llamaba su marido, el
viejo espartaquista Heinrich Blücher, notablemente retratado. También comparece
en su momento Martin Heidegger, seducción intelectual y gran amor de su vida,
respetuosamente descripto.
Tres grandes mujeres marcan
intelectualmente el siglo XX y se proyectan en el actual: Simone Weil, Edith
Stein (hermana Teresa Benedicta de la Cruz) y Hannah Arendt. La luz del
intelecto, la ascendencia judía familiar, la crítica muchas veces acerba a sus
escritos y tomas de posición son rasgos comunes que las hermanan. En el caso de
Arendt, la reflexión sobre el problema y el misterio del mal se concentra y
afina a partir de la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración, los
exterminios masivos, los “grandes cementerios bajo la luna”. Hay tres
expresiones habituales que giran alrededor del asunto: “mal absoluto”. “mal
radical”, “banalidad –o trivialidad- del mal”. La gente de mi oficio –los
juristas y operadores jurídicos- suele, solemos más bien, utilizar a menudo con
bastante imprecisión, estos conceptos que vienen de la teología y atraviesan la
filosofía antes de llegar a nuestros escritos.
En los años 50, Hannah Arendt se
pregunta sobre los orígenes de la dominación totalitaria moderna, que difiere,
a su juicio, de todas las formas de tiranía o despotismo hasta entonces
conocidas, Veía allí la culminación nihilista del “todo es posible”, que
habilita considerar como superfluos a buen número de nuestros semejantes .y
encarar su eliminación con eficacia industrial.
El mal
político se regía hasta entonces por la premisa del “todo está permitido”,
donde hay una implícita referencia a la norma y a la prohibición violadas. En
el totalitarismo moderno el principio es el de “todo es posible”, desde el
cual, sin sentimiento de infracción a un orden previo, se puede considerar
desechables a otros en tanto otros para continuar habitando el mundo. Es un mal
hecho a hombres por otros hombres para los cuales la condición humana
común parece ya no reconocerse. Por eso
–dice- resulta imperdonable e incastigable, ya que su máxima fundante va más
allá de nuestro sentido común genérico.
Ve allí la irrupción “de algún
mal radical, anteriormente desconocido por nosotros”, que implica, en lo
político, colocar todas las cuestiones bajo el todo o nada, lo que conduce a la
puesta en acto de sistemas donde podemos volvernos materia sobrante([1]).
“Mal radical” es un concepto desarrollado por
Kant. Para comprenderlo, debemos echar una mirada previa a la concepción moral
kantiana. Kant quiere emancipar la moral de la religión y de la metafísica
tradicional. En esta última, el bien y el ser eran coincidentes; cada uno se
traducía o era convertible en el otro: ens
et bonum convertuntur resulta el latinajo de aplicación. Decir que algo era
equivalía a proclamar la bondad de ese ser. Hoy nos resulta muy difícil, y casi
escandaloso, aceptar esa afirmación. No
creemos que algo pueda ser considerado bueno por el solo hecho de existir. Nos
parece que la consideración de lo que es
resulta una cuestión de hecho y la consideración de lo que es bueno resulta una
cuestión de juicio de valor. Ambas cuestiones son para nosotros distintas,
discurren por caminos separados y no se confunden entre ellas. Si la mayoría de
nosotros piensa así, se lo debe en alguna medida a don Manuel Kant. La
identidad entre el ser y el bien, para nuestro filósofo, es una formulación a priori que resulta cancelada en el
mundo de los fenómenos, donde aparece el mal. El problema del mal, que los
clásicos colocaban en el terreno teológico y metafísico, debe considerarse
ahora en el terreno ético, exclusivamente. Nuestros juicios morales no se
fundan en la experiencia de lo que es, y resulta por eso bueno, sino en nuestra
razón. Los mandatos de la moral no derivan de la experiencia y el hábito, sino
de la razón pura práctica, razón autónoma del sujeto, sin vistas a finalidad
particular alguna y dejando absolutamente a un lado nuestras inclinaciones
naturales. Se trata de una ética puramente formal que no prescribe ningún bien
concreto a perseguir ni depende de ninguna proposición concerniente a la
naturaleza humana o de fines a conseguir que se desprenderían de esa misma
naturaleza. Hemos de actuar para que nuestra conducta se ajuste al deber moral,
resultante de imperativos categóricos universales e incondicionados: hay que actuar
por deber, no siguiendo nuestras inclinaciones naturales ni atendiendo a ningún
otro fin, como podría ser la felicidad, por ejemplo. Para Kant, el hombre no es
bueno por naturaleza, pero tampoco naturalmente malo. La maldad consiste en que
el hombre tiene conciencia de la ley moral (esto es, del deber) y, a pesar de
ello, su conducta asume reglas, fundadas en el amor de sí mismo, que desvirtúan
aquélla. Para explicar esta maldad resultante de malas máximas opuestas al
deber moral, se ve Kant obligado a reintroducir subrepticiamente el pecado original bajo la forma de un mal de raíz, un “mal radical”, anterior a
cada mala intención, a cada mala acción, y que es como el fundamento de todas
las malas máximas. El mal radical, esto es, que afecta de raíz a todo el género humano, resulta innato e inextirpable, pero vencible
por medio del bien. El género humano, en sus comienzos y misteriosamente, ha
infringido inconscientemente la ley moral; de allí, deriva la conciencia del
bien y del mal, la posibilidad de la mala máxima y, también, la de superarla
por medio de la ley moral, del deber. Planteado el deber por la razón,
cualquier motivación de nuestra conducta a partir de nuestras inclinaciones
naturales pierde inocencia. Todos los males derivan de ese mal radical,
originario, anterior a toda mala intención, a cada mala acción.([2]) Al plantearlo, Kant ha
debido recurrir clandestinamente a la teología que pretendía confinar fuera de
la moral.
Arendt, anteriormente a su presencia en el
juicio contra Eichmann en Jerusalén, trata de explicar ese “todo es posible”
que advierte en los totalitarismos modernos, por donde se tiende concretarse
aquí el infierno que las creencias religiosas establecían en un más allá de la
vida. Para esa explicación acude provisoriamente a la idea del “mal radical”
kantiano, pero llevado a un a un grado absoluto, hasta entonces desconocido. Y
al lector le queda la sospecha de que la autora aún no está del todo segura o
convencida de haber hallado allí la expresión adecuada para lo que intenta
describir y comprender([3]).
Hannah
Arendt, más tarde, observando a Eichmann
dentro de su jaula de cristal blindado en Jerusalén, acuñó la fórmula de la
“terrible trivialidad del mal”. El mal no resulta de una posesión demoníaca, de
una inducción diabólica, de una perversidad innata esencial, o de cualquier
móvil anclado en el flanco oscuro del alma; el malvado no aparece como aquel
Yago que Shakespeare dramatizó y al que Verdi le puso en música, proclamando
algo así como “¡mal, se tú mi bien!”. El hombre al que allí se juzgaba era
mediocre, ordinario, estereotipado. En carta a Gershom Scholem (1964), nuestra
autora dice: “tiene razón: he cambiado de opinión y no
hablo más de mal radical. Pienso, a esta altura, que el mal jamás es
radical, que es solamente extremo, y que no posee profundidad, ni dimensión
ni resulta demoníaco. Puede invadir y convulsionar el mundo entero precisamente
porque se propaga como un hongo. Desafía al pensamiento, porque el pensamiento
busca llegar a lo profundo, tocar las raíces y, cuando se ocupa del mal, se
frustra y no encuentra nada. Allí reside la trivialidad del mal. Tan sólo el bien tiene profundidad y puede
ser radical”.([4])
El mal, que se
expresa en la ruptura de la comunidad humana básica, donde se reconoce al otro
como semejante, es puesto en práctica
por agentes ordinarios, funcionarios o cuadros militantes puntillosos,
dispuestos a creer sin examen y a obedecer sin pensar, a pervertir la idea de
deber y a refugiarse sin sobresaltos en la subordinación. En lugar del enigma del origen del mal radical kantiano,
coloca ahora Arendt el escándalo de su trivialidad, que por repetido y
permanente tiende a hacerse casi aceptable, a condición de que se ejerza sobre
alguna categoría de los ‘otros’ que aún no nos alcance, y a los que corresponde
el papel de perdedores.
El cambio
fundamental en el pensamiento arendtiano se percibe en el pasaje de su carta, citada más arriba, donde ella abandona
su noción kantiana del "mal radical", y reafirma su idea de la
"banalidad del mal", que no es banalización del mal. Ese cambio puede
concentrarse en tres puntos.
a) en la raíz
del mal no hay nada; esto es, se han cerrado la razón y la conciencia para la
distinción entre el bien y el mal; no hay posibilidad de elección, o toda
elección resulta indiferente;
b) el mal posee
una energía y una posibilidad de difusión irresistibles; pero, en definitiva,
se expande como un hongo, en la superficie, disuelto en las cosas. Quizás su
mayor astucia sea aparecer irrelevante, expresándose en individuos “banales”.
c) pero carece
de profundidad; la que sí tiene el bien, que posee raíces, esto es, puede ser
"radical". Como un eco de las doctrinas clásica, el bien es colocado
aquí en el terreno del ser (ens et bonus convertuntur) mientras el mal sobrenada en la nada. El mal funciona
como parásito del bien. Simone Weil había relacionado ya bien y mal con la
realidad: “es bueno lo que da más realidad a los seres y a las cosas; malo lo que les quita”.([5])
Pero esta
identificación del ser y del bien, como apuntamos más arriba, hiere nuestra
sensibilidad moderna y nos resulta casi incomprensible. No nos parece que porque
algo sea en alguna medida, en esa misma medida exprese un bien y hasta
podríamos sostener que algunas cosas que existen sería mejor si no existiesen
(el dolor, la fealdad, el abandono, por ejemplo). Y si resucitase algún viejo
teólogo o filósofo y afirmase en nuestra presencia que la ceguera representa
una disminución del bien de la vista y, por ello, una contraprueba del bien que
encierra la existencia de la visión, lo repudiaríamos como la expresión de un
ignorante. Que, incluso, sería capaz de remachar su argumento diciéndonos que el ejemplo sólo acredita que la perfección del
ente que llamamos ojo es la vista, y sólo la privación de la vista nos hace
patente que la ceguera es un mal. Si el ser no se identifica con el bien, y el
bien con el ser, el conocer lo que hay en el mundo, y el juzgar acerca de lo
bueno y lo malo corren por caminos bifurcados. Lo que hay en el mundo se
desencanta y los juicios de valor quedan confinados a nuestra subjetividad.
Entonces, desde nuestra subjetividad, levantó Kant su edificio moral formalista
a partir de la razón “pura” práctica y, sobre sus pasos, un jurista de Praga,
Hans Kelsen, un edificio jurídico formalista sobre la teoría “pura” del
derecho. En nuestra pura interioridad, construimos un mundo como debe ser, e intentamos realizarlo a
través del brazo armado del derecho.
Desde el derecho,
justamente, se ha intentado introducir la noción de “mal absoluto”, manifestado
en violaciones masivas a los derechos humanos, que se consideran castigables
desde una concepción prevencionista de la pena.([6]) La noción de “mal absoluto” no se sostiene ni desde la teología ni desde
la filosofía. El bien absoluto es la realidad infinita y, si se le pretende
oponer un mal también absoluto, este último sería simplemente la nada: no hay
posibilidad de oponer a la plenitud del bien absoluto otra entidad igualmente
plena. Simone Weil advertía que en el centro del corazón del hombre existe una
exigencia de bien absoluto “que siempre habita allí y que no encuentra jamás un
objeto en este mundo”([7]). Es un vínculo con otra realidad que no está en este mundo y es a causa
de él –prosigue- que quien la reconozca considera a todo ser humano sin
excepción como “algo sagrado ante lo que está obligado a testimoniar respeto”. En
el plano de la realidad de este mundo, lo que es directamente contrario al mal,
que nunca cabe calificar de absoluto, no es jamás del orden de aquel bien superior y absoluto. “El bien
tomado al nivel del mal y oponiéndosele como su contrario es un bien del código
penal”([8]), esto es, un bien jurídico protegido. Como cualquier jurista sabe, a
propósito de cualquier conducta humana la toma de posición desde el derecho, y
especialmente desde el derecho penal, requiere efectuar una ponderación. Frente
a manifestaciones de un mal incesante y proteiforme, el derecho, y
especialmente su rama represiva, no
puede cumplir el papel que se le asigna por algunos pensadores de perseguidor de ciertas formas del “mal
absoluto” de la época. Hay una inconmensurabilidad entre el “mal absoluto” y el
derecho que ningún laboreo analítico puede solventar. ¿Qué juez podría situarse
desde un humanamente imposible bien absoluto para juzgarlo? ¿Qué juicio
ecuánime y sentencia graduada podría corresponder a lo absoluto de un mal? El
juzgamiento y condena del “mal absoluto” por los tribunales puede representar
una coartada para la guerra discriminatoria y la justicia de los vencedores, en
un mundo que, como advierte Giorgio Agambeni, vive en un estado de excepción
permanente. El proceso penal, donde se
juzgan personas, no es -no debe ser-
proceso a sistemas de pensamiento y acción, por más repudiables que nos
resulten y por más maldad que les asignemos. Hannah Arendt lo expresaba así en
su reportaje sobre el proceso de Eichmann:
“La justicia exige que el imputado sea
acusado, defendido y juzgado y que se dejen en suspenso todas las cuestiones,
aunque parezcan más importantes, del tipo de las siguientes: ¿cómo ha podido
ocurrir esto? ¿por qué? ¿por qué los judíos? ¿por qué los alemanes? ¿cuál fue
el papel de los otros países? ¿en qué medida los aliados son corresponsables?
¿cómo los judíos pudieron contribuir mediante sus propios jefes a su propio
aniquilamiento? (…) Porque lo que se lleva a cabo es el proceso de sus actos [los
de Eichmann] y no el de los sufrimientos de los judíos, no el del
pueblo alemán o el de la humanidad, menos aún el del antisemitismo y del racismo”([9]).
Arendt, que no
dejó de ser criticada por esta toma de posición, señalaba así, al mismo tiempo,
los límites del Derecho y la dimisión que allí se manifestaría de la religión,
la filosofía y la ética de sus propios deberes, que se pretendía y pretende
derivar al proceso penal. La vehemencia de la respuesta judicial a cierta
figura del mal eminente de una época, el
deseo de causarle desde la sentencia todo el mal posible, puede acarrear
inesperados efectos perversos. Nuestra acción desde la esfera judicial contra
el mal, emprendida con las mejores intenciones, puede abrirle las puertas a
otras figuras del mal, y lo benéfico convertirse en maléfico, cuando se intenta
por las vías que no son las apropiadas. El derecho no está en condiciones de
hacer allí su trabajo; mejor dicho, lo hará inevitablemente mal, aunque con las
mejores intenciones. El derecho, especialmente en su aspecto represivo, so pena
de trivializarse malvadamente, no es el bien -sólo sabe contestar al mal con
otro proporcional- ni puede resultar el cruzado ideal contra un supuesto mal
absoluto. Por otra parte, juicios dirigidos no contra los concretos criminales
que han vilipendiado a sus semejantes desde el poder y con el amparo de la
simbología del Estado, sino contra sistemas y regímenes entendidos como
encarnación del mal absoluto, crean la ilusión de que el mal es algo que pasó y
que quedó atrás, ya juzgado y sepultado, rehaciendo y reforzando a cada
instante nuestra buena conciencia virtuosa. Pero el mal es incesante y
proteico; creyéndolo enterrado, sólo conseguimos que pasen inadvertidos
sus incesantes avatares ([10]). Así, construyendo una débil metafísica del mal donde ciertas formas
epocales son tomadas como referentes únicos y supremos, ocurre lo que bien
ejemplifica Alain Badiou: “a fuerza de ver a Hitler por todas partes, se olvida
que ha muerto -y que bajo nuestros ojos pasa el advenimiento de nuevas
singularidades del Mal”([11]).
El problema y
misterio del mal deben preocupar a la teología y a la filosofía y de hecho,
como la película señala hacia el final, fue la cuestión que absorbió a Hannah
Arendt hasta el postrer momento de su vida. Pero el jurista, que no puede
enfrentar culpas absolutas, sino medibles y graduables, no está en condiciones
de reglar con el derecho el mal eminente de su tiempo. Porque o cae en la
trampa de la trivialidad del mal extendido y permanente que al ser de todos
diluye cualquier responsabilidad y concluye siendo de ninguno, o desata el
mecanismo del ‘chivo emisario’, con su rodaje sacrificial destinado a purificar
el mundo mediante la extinción del malvado de turno, recreando la buena
conciencia del resto. Es curioso que esta época en que se ha roto con cualquier
sistema referencial significativo, pretenda que aquello que ni la religión ni
la filosofía toman a su cargo, deba asumirlo el derecho, especialmente a través
de su rama penal. El mundo se juridiza, al mismo que se priva al derecho de
todo sistema referencial externo. En ese proceso, grato a las actuales
corrientes neoconstitucionalistas, cuando toda ética material ha sido
desterrada, cuando se carece de direcciones objetivas, no dadas por uno mismo, se
reintroduce un moralismo formal declarado y acorazado por el derecho, en forma
de “principios” y “valores” en continua
construcción y manipulación. Dudo que este positivismo moralista, este
positivismo de valores en que todo se vale, pueda servir como muralla frente a
los momentos de arrasamiento de todo lo humano como los que vivió la pasada centuria y de los que, por
cierto, parece que la actual no quiere privarse.
Durante el
juicio, anota Arendt, Eichmann se declara kantiano. No cumplía órdenes, lo cual
abría la posibilidad de la defensa de plantear la obediencia debida, sino que
cumplía con su deber, en su condición de fiel ciudadano y funcionario. A pedido
del presidente del tribunal, repite el imperativo categórico: obra de tal modo
que puedas querer que la máxima de tu acción se convierta en ley universal.
Esto provoca el repudio de Arendt: Eichmann es incapaz de pensar; ergo, es
incapaz de plantearse el imperativo que repite. Creo, en cambio, que la moral
formal, sin contenido, de Kant, tuvo un seguidor racional en Eichmann, que sin
error podía considerarse abarcado por ella e impelido también por ella a su
fanatismo burocrático. Crímenes como los de Eichmann no resultan faena de
amorales, sino más bien de obra de hipermoralistas convencidos. ([12])
Simples notas al
pie de la película, las reflexiones anteriores sólo cuadran como una invitación
a verla y discutirla.-
[1] )
Hannah Arendt, “Los Orígenes del Totalitarismo 3.
Totalitarismo”, versión española de Guillermo Solana, Alianza Editorial, Madrid,
1987, pp. 652/681., y “La Condición
Humana”, versión española de Ramón Gil Novales, Paidós, Buenos Aires, 2005,
p. 260.
[2]
) “La Religion dans les Limites
de la Simple Raison”, traducción al francés de J. Gibelin,
introducción de M. Naar, Paris, Librairie Philosophique J. Vrin, 1983, pp.
76/86
[3] ) En carta a Karl Jaspers, de 1951, cuando
está redactando “Los orígenes del totalitarismo, Arendt manifestó: "El mal
ha demostrado ser más radical de lo que se esperaba (…). No sé qué es realmente
el mal radical, pero me parece que tiene que ver de alguna manera con el
siguiente fenómeno: hacer que los seres humanos sean superfluos como seres
humanos”.
[4] ) En
una carta a Mary McCarthy, de septiembre de 1963, y anterior a la dirigida a
Scholem, Arendt afirmó:"la trivialidad del mal contradice la frase que
empleé en el libro sobre el totalitarismo: el mal radical".
[5]))
“La Gravedad y la Gracia”, traducción del
francés de María Eugenia Valentié, Sudamericana, Buenos Aires , 1953, p. 131
[6]
) Posición sostenida por
Carlos S. Nino, en “Juicio al Mal
Absoluto”, Ariel, Buenos Aires, 2006, que he sometido a crítica en este
mismo suplemento, nº 13, “Juicio al
Juicio Absoluto -a propósito de “Juicio
al Mal Absoluto” de Carlos Nino”,
24/V/07, ED nº 11765, año XLV, trabajo al que me remito para más amplios
desarrollos.
[7]
)
“Estudio para una Declaración de las
Obligaciones respecto del Ser Humano”, en “Escritos de Londres y Últimas Cartas”, traducción del francés de
Maité Larrauri, Trotta, Madrid, 2000, p. 64.
[8] )
Op. cit. n. 5, p. 124
[9] )
“Eichmann en Jerusalén-Un estudio acerca
de la banalidad del mal”, traducción de Carlos Ribalta, Lumen,
Barcelona, 2003, p. 9. No tiene caso referirse aquí a las cuestionables opiniones
de la autora sobre el secuestro de Adolf Eichmann en nuestro país por parte de
la Mossad y su clandestino traslado a
Israel, que motivó un reclamo diplomático, una condena a Israel en la ONU por
violación de la soberanía argentina y la expulsión del embajador israelí en
Buenos Aires. En el 2005, la Mossad admitió oficialmente que fueron sus agentes
los que capturaron a Eichmann.
[10]
) Para ceñirnos a los años
transcurridos del siglo XXI, el genocidio en Darfur al oeste del Sudán; las
guerras civiles con intervención foránea
en Libia y Siria, donde el blanco principal fue y sigue siendo la población civil y, en otro campo, el
sacrificio del feto en el aborto legalizado, son muestras de la siempre
presente consideración de los otros como residuo superfluo.
[11]
) Tomás Abraham,
Alain Badiou, Richard Rorty, “Batallas Éticas”, Editorial Nueva Visión,
Buenos Aires 1995, p. 140.
[12]
) En la película,
al escuchar en un noticiario de la época que Eichmann había llegado a nuestro
país con un pasaporte de la Cruz Roja, posiblemente obtenido a través del
Vaticano, el personaje Hannah Arendt -una magnífica Bárbara Sukowa- comenta que
el Papa bien pudo dárselo a un "buen" católico. Según la propia
Arendt, en el juicio Eichmann se declaró Gottgläubiger, “término usual
entre los nazis indicativo de que no era cristiano y que no creía en la vida
sobre natural tras la muerte” (op. cit. n 6, p. 152) y se negó a jurar por la
Biblia. Sé muy bien que el mal no hace acepción de creyentes, dudantes o
incrédulos, pero vaya la nota a título de precisión.
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