Sobre los
escombros de las góndolas, casi todo el elenco estable mediático, oficialista u
opositor, volcó un manto de palabras, que varió entre el cruce mutuo de
acusaciones y el esfuerzo de cubrir, como en la historia del viejo Noé pasado
de vino patero, la desnudez de quien está rebasado por los hechos, pero igual
debe pontificar interpretaciones. Por un lado colgaron el sambenito a Moyano y
Barrionuevo, y la respuesta desde esa parte fue empapelar a su vez al gobierno,
bastante empapelable él, por cierto. Suspiró explicaciones Albertito Fernández,
despachó homilías Morales Solá y gargarizó, con esa dificultad expresiva
seguramente adquirida en Georgetown, Abalito Medina. Y estamos ahora como al
principio, hasta que venga el próximo desmadre.
Comentarios
acertados andan por la red, para el que busque. Recomiendo, como siempre a www.todosgronchos.blogspot.com.
Voy a señalar sólo un probable marco interpretativo de estos sucesos, más allá
de la crónica local.
Como la cuestión se sitúa en la insoportabilidad de las condiciones de pobreza y de indigencia, partamos de una premisa: en la posmodernidad, tanto en
la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo,
existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de
las formas situacionales de la pobreza y de la indigencia hacia el estado o
condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y
el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe,
es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud. Lo novedoso en la posmodernidad es la segregación de la sociedad de ambos extremos: los ricos devenidos ultrarricos y los pobres devenidos miserables, que constituyen dos subsociedades en sí, separadas, secesionadas, del resto, sometidas, a su vez, al desmigajamiento individualista extremo que resulta la pauta general y obligatoria.
Teóricamente, nuestras sociedades son democráticas. No se concibe otra forma de mando político ni, aún más, otra "forma de vida" que no sea la democrática. La apelación al mito fundante de la "soberanía del pueblo" permanece inscripto en las constituciones, aunque ya como una rémora y dato casi arqueológico. Aunque la
palabra "democracia" sea una de las más pronunciada a diario, y
aunque el concepto mismo de ella se haya extendido fuera de su ámbito propio,
jurídico y político, de forma gobierno, para abarcar cualquier forma de
relación humana -democracia en el "matrimonio igualitario",
democracia en el "fútbol para todos"; democracia en el gamberrismo
escolar, etc.- lo cierto es que vivimos en un estadio posdemocrático.. La desaparición
del pueblo -única presencia real en la vida pública- como sujeto político, ha
terminado reduciendo el ámbito de los regímenes al Estado Constitucional y a la
Constitción populista. El Estado Constitucional, último avatar del Estado de
Derecho liberal-burgués, sustituye lo que llamábamos sociedades por un
adunamiento de individuos portadores de derechos subjetivos destinados, en el
conflicto entre sus pretensiones, a maximizar sus proyectos biográficos
particulares; en otras palabras, en una sumatoria de lo que los griegos llamban idiotái
-sing. idiotés- , que según Werner Jaeger, era "el individuo que no
se halla encuadrado dentro de la polis y de la comunidad humana, sino
que se mueve a su antojo". Se mantiene, además, el mito de que las
demasías de poder encuentran su valla en la división o separación o equilibrio
de los tres poderes clásicos; principio de "separación geográfica"
mal leído en Montesquieu. que la experiencia prueba como fallido
-"Montesquieu ha muerto", pronunció lapidariamente Alfonso Guerra, vicepresidente del entonces triunfante en España Felipe González, ya en 1985. En supuesta compensación, se yergue la jurisdicción
constitucional como superpoder -"poder constituyente constituido", como se autotitula- : la
gente puede saber lo que quiere cuando no se le pregunta; pero si se le
pregunta, sólo puede responder válidamente la contramayoritaria justicia
constitucional. La Constitución populista es la aparente respuesta a esta
sustracción del pueblo. El líder populista es el pueblo. Como en las
antiguas monarquías absolutas, resulta el representante inmediato, único e
inapelable del pueblo. Un monarca, un déspota deslustrado rodeado de cortesanos
aprovechadores, al estilo de la actual egoarquía argentina. Aquí los problemas son de recambio y sucesión, como se nota hoy en torno al lecho doliente de Chávez moribundo. En ambos casos, a
la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está. No existe siquiera una masa reconocible, sino fragmentos reclamantes. de los travestis a los wachiturros, cada uno armado con "su" derecho.
¿Pero cómo
se perpetúan estas seudodemocracias liberales y estas seudodemocracias
populistas? Por el miedo que inspira la guerra civil, el estado de naturaleza
que tendría lugar de desaparecer cualquiera de los dos regímenes. La fórmula de
la continuidad es permitir y alentar la misma idea de orden político, del
"buen orden" o eutaxia clásica, permitiendo todo tipo de desórdenes,
que se vocea combatir, pero sólo en apariencia. Es una situación de "pax
apparens", de paz aparente, de preguerra civil continuada, como dice
Eric Werner, cuyos instrumentos permiten consolidar, extender y perpetuar el
poder seudo democrático. Criminalidad organizada, inseguridad notoria, narcotráfico unido a guerrilla,
sustitución del puntero político por el dealer de la droga, control de la calle por la horda esclava, reducción del poder en términos de autoridad simbólica, etc., son los
mecanismos de esta perpetua amenaza, de esta fábrica de miedo sin guillotinas a
la vista, de este encadenamiento progresivo en nombre del desorden perpetuado bajo la
apariencia del cumplimiento de la ley.
Los saqueos organizados a partir de
la masa esclava mantenida en el freezer de la indigencia forman parte de
esta maquinaria perversa.
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