UNA NOTA AL PIE PARA ALBERTO BUELA
Alberto Buela, experto en armas de construcción masiva, ha lanzado al ciberespacio un misil titulado “Iglesia, una visión profana”. Tuvo la inmensa gentileza de pedirme algo así como un estudio introductorio. Pero el pensamiento de Buela, y su peculiar estilo para expresarlo, no necesitan de interposiciones. Por eso, me voy a permitir sólo una apostilla, una nota al pie del notable aporte de Alberto. Él se llama a sí mismo arkeguéta, uno que esta siempre principiando, porque conoce bien los principios, pero, nos dice también la expresión, uno que es un fundador. Alberto quiere echar los fundamentos de una comprensión del mundo desde la ecúmene iberoamericana, por encima tanto de un pensamiento meramente epigonal o del bodoque ideológico o de las simplificaciones nac&pop. Un camino alto y difícil, que sigue por la huella de una tradición cuya principal figura podría ser Nimio de Anquín.
Esta ecúmene íberoamericana se edifica con la argamasa del catolicismo romano, recibido en versión pretridentina de la hueste que se fue desparramando por nuestro continente. La “invención de América”-para usar la expresión del mexicano Edmundo O’Gorman- es un proceso que nace con las últimas luces del siglo XV y se va fraguando con diversas proporciones de lo indígena, en sus variopintas expresiones, de lo hispánico y europeo, de lo africano, y de lo que llega luego del Mediterráneo oriental y del lejano Este asiático, hasta terminar en un producto original y único. No es una ensaladera multicultural, donde todo se confunde pero nunca se sintetiza, y donde cada grupo, tomando sus deseos por realidades, porque cree en la realidad de sus deseos, los reivindica como derechos absolutos a “su” identidad. No es tampoco un sincretismo de gabinete, donde las particularidades que conformaron aquel producto original y único deban quedar inhumanamente aniquiladas en nombre de un resultado supuestamente puro. Por otra parte, en ese producto original que es Iberoamérica, o América Románica, como otros la llaman, todos los elementos que contribuyeron a su formación resultan también originarios. No hay posibilidad de jactarse de autoctonías más valiosas que otras. (Los mitos de la autoctonía, por otra parte, han sido bien estudiados respecto de los atenienses, por ejemplo, como fundamento de su hegemonía sobre las demás póleis griegas). Incluso, los hallazgos de los restos más antiguos del hombre en América muestran que sus marcadores genéticos no coinciden con los de los pueblos indígenas llamados “originarios”, cuyas semejanzas, en cambio, con lo yakut siberianos son bien conocidas. La originalidad de América, entonces, estaría en el constante carácter alóctono –y no autóctono- de sus poblaciones.
La otra originalidad destacable, sobre la que Buela insiste, es que la diversidad de componentes se transformó en unidad compleja, no uniforme ni monocolor, por acción de aquel catolicismo de impostación medieval que nos vino del otro lado del charco. Podemos usar, respecto de este aglutinador, las imágenes del cemento o, si se quiere, del agente catalítico que aceleró la síntesis de los diversos elementos, permaneciendo él mismo inalterado. Por eso, anota nuestro Alberto, los europeos pueden, en su crisis, remontarse a la paganía, a griegos, latinos, celtas o godos, y encontrar allí mensajes válidos, porque el cristianismo llegó a una Europa que ya estaba histórica y culturalmente conformada. El americano, en cambio, no puede remontarse culturalmente más atrás del catolicismo, en términos de su identidad cultural. Un catolicismo asumido vitalmente, ínsito en la forma mentis iberoamericana, más allá de la práctica e, incluso, de la creencia efectiva. El iberoamericano, sea que crea, que dude o que no crea, vive sobre un subsuelo cultural católico.
Entonces, cuando nuestro Alberto observa que en los grandes centros del llamado Occidente se comienza a describir a la Iglesia Católica como una asociación ilícita que, bajo pretexto de difundir la buena nueva se orienta a promover y practicar la pederastia, teniendo como cabeza a quien preside de blanco el Vaticano, se cabrea con buenas razones, porque, como iberoamericano, esa campaña le está serruchando su piso cultural. Aparece aquí un laico preocupado, que piensa desde nuestra ecúmene, y reacciona no como reflejo clerical –al contrario, Buela observa la tibieza defensiva de los circuitos propiamente clericales en el caso- ni siquiera como rebote de un creyente. Es la respuesta desde el núcleo duro de nuestra peculiaridad iberoamericana, que pretende desenmascarar los intereses que se entrelazan detrás de la campaña difamatoria.
La Iglesia romana se titula universal, católica, pero, en disonancia con el crepúsculo de la modernidad, no es una fuerza globalizadora; antes bien, aparece como un obstáculo, un katéjon, a la uniformización planetaria de la globalización. Ello ocurre incluso más allá y hasta en contra de los discursos de muchos de sus voceros. Estas confusiones se observan, por ejemplo, en lo relativo a la religiosidad substituta, propia del signo globalizante, que es la ideología de los “derechos humanos”. La globalización del derecho es una empresa destructiva del jus de raíz romana, porque todo derecho es tópico, esto es, se modela en un tópos, en un lugar y bajo una modulación determinadas La Humanidad como sujeto de derecho no existe o, mejor, como decía Proudhon, quien la invoca quiere engañar. Los “derechos humanos” sólo pueden proclamarse globalmente a condición de admitir el derecho a descreer de su universalidad. Existen derechos esenciales del hombre[1], asociados a su naturaleza y a la naturaleza de las cosas, pero en todos lados se manifiestan y modulan diversamente. Pero, fuera de estas trampas y equívocos, confusamente adoptados, la Iglesia romana aparece como una rémora obstaculizadora al proceso general de la globalización, de la uniformización monocolor del mundo, cuya intención final es reconducir forzadamente el necesario pluriverso cultural, político y jurídico a un uni-verso, a un solo centro de dirección.
De allí que el campo de choque con la Iglesia se dé, principalmente, allí donde la globalización plantea la uniformización pansexualista, que representa la muerte del eros, la paideia, la familia y el terruño, cercenados en sus bases antropológicas y biológicas, para las que se propicia una pura y simple mutación. Los matrimonios homógamos y las fecundaciones heterólogas, el útero en los avisos de alquiler, la madre single porque el padre resulta figura anacrónica e inútil, la adopción por parejas homosexuales, con cruces de semen donado y óvulos comprados, y lo erótico reducido a masturbación asistida, son apenas ejemplos de esta revolución globalizadora en marcha implacable. El viejo dicho español afirmaba que no le puede negar un cigarrillo a un pobre y un polvo a una mujer. Reformulado al día de hoy, diríamos que no le puede negar a nadie una donación anónima de esperma, aunque sí un cigarrillo, por eso de la salud. Alguien ha resumido este pansexualismo diciendo que en él todo está permitido, siempre que se haga debidamente protegido de dos enfermedades: del SIDA, para lo que sirve el condón, y del embarazo, para lo que sirven aborteros cada vez más refinados.
El único tabú que resta es la pederastia, y allí estamos todos de acuerdo, en tren de mantener algo. Pero sospecho, tras la lectura del alegato de Buela, que se considera un mal la pederastia porque se supone que es un pecado y un delito propiamente clerical. Si no se considerase así, seguramente que encontraríamos numerosos y poéticos propugnadores de ella, como adorno existencial de la progresía. Pero hoy sirve para descalificar moralmente a la Iglesia, para “ensuciar la sotana blanca”, como dice Buela. Es obvio que ninguna de estas afirmaciones pretende justificar o cubrir a los pederastas existentes en el seno de la Santa Madre, como bien deja en claro Alberto. Pero se trata de advertir claramente cuáles son las intencionalidades de la campaña. No se combate a los pederastas que están en la Iglesia; se combate a la Iglesia, rémora obstaculizadora de la homogeneización global, porque tiene pederastas.
Uno de las devastaciones que esta campaña bien montada está produciendo es la destrucción de la paideia, que la Iglesia había heredado del mundo clásico. La paideia era el modelo educativo griego, que los romanos tradujeron como humanitas. La humanitas romana, al contrario de la “Humanidad” globalizadora, era una fuente creadora de diversidad. Entre las humanitates que se desarrollaron en el mundo, una fue la humanitas iberoamericana, que trajo de la mano a estas tierras aquel catolicismo basal. Uno de sus máximos representantes se llamó Garcilaso de la Vega Inca. Cada humanitas, en el prodigio de su diversidad, iba configurando un paideuma, un contenido esencial de cada ecúmene cultural, que la enseñanza, la paideia, transmitía, a través de una relación especial de autoridad intergeneracional entre enseñante y enseñado. La Iglesia fue la heredera de la paideia y de la humanitas clásica. Hoy aquella relación especial ha entrado en el cono de la sospecha. La enseñanza toma distancia, aleja al maestro del estudiante y pronto la relación cara a cara se sustituirá con la de telecomando y pantalla. La paideia es una antigualla o, quizás, tapadera de perversiones.
No sé si estas notas resumen e interpretan acabadamente la riqueza del planteo bueliano. Abra en confianza la puerta y enriquézcase directamente el lector.
Luis María Bandieri
[1] ) Ya los juristas romanos indicaban que hombre, homo, incluía al hombre y a la mujer, como expresión universalizadora. El varón propiamente dicho se manifestaba con el vocablo vir.
2 comentarios:
Muy interesante. Me has dado buenas razones para leer a Buela...
Muy interesante. El pensamiento de Buela es conocido por quien escribe desde la época de Disenso, o tal vez un poco antes. Tiene razón en eso de la campaña contra el catolicismo, que encuentra sus fuentes en los países protestantes, fundamentalmente Inglaterra y los EE.UU. El catolicismo medieval tiende, como "un sutil velo político-administrativo" sobre la espiritualidad local, a reconocer y propiciar la religiosidad localizada, de la cual no dejan de ser muestras desde las grandes vírgenes de Guadalupe o de Luján, hasta el moderno santoral integrado por el Gauchito Gil o la Difunta Correa.
En cuanto a los pederastas en procura del reconocimiento de sus derechos, ya hay una asociación en los EE.UU. que trabaja en ello, y los argumentos que usa son los de siempre: persecusiones medievales a la diferencia, que el amor no conoce edad ni diferencias, etc.
El camino declinante de la Iglesia lo han comenzado a recorrer los jesuitas, cuando decidieron aggiornarla a la modernidad que comenzaba a imperar con prepotencia, mediante la introducción del racionalismo y del psicologismo de los Ejercicios, del utilitarismo por sobre el misticismo; con éxito notable al principio, ciertamente, aunque antes de cara al resto de las congregaciones que hacia afuera. Pero está claro que, como la montaña de Kagemusha, las religiones dogmáticas logran mayor prestigio si se mantienen incólumes que si se tratan de adaptar a las circunstancias socialmente cambiantes. El Islam es un ejemplo claro de ello, y también ciertas sectas calvinistas, que por lo menos, no pierden su clientela.
Mis cordiales saludos, y felicitaciones por el artículo. Muy bueno realmente. Difícil resistir la tentación de la rapiña...
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