¿MATARÍAMOS AL MANDARÍN?
Para cuestiones de plata, nada como Balzac. Reproduzco aquí un viejo comentario
El 18 de agosto de 1850 fue registrada oficialmente en la municipalidad de Boulogne-sur-Mer la muerte, ocurrida la tarde del día anterior, de un tal José de San Martín, que fuera brigadier del ejército argentino, capitán general de la república de Chile y generalísimo de las armas peruanas. El mismo día, en París, rue Fortunée, moría un tal Honorato de Balzac, que fuera bachiller en derecho, imprentero, editor, plantador de ananaes, importador de rulemanes para ferrocarriles desde Ucrania, explotador de una mina improbable en Cerdeña, siempre fracasado en estas empresas y, además, escritor magnífico. El militar argentino, de setenta y dos años, murió, según se nos cuenta, diciéndole a su hija que sentía la fatiga de la muerte y llamando a su yerno. El escritor francés, de cincuenta y un años, en su agonía, según la leyenda, pidió por el doctor Bianchon, el único médico que podría salvarlo. El doctor Bianchon, el amigo de Eugenio Rastignac y de Luciano de Rubempré, era el médico de la “Comedia Humana”, un puro producto de la fantasía literaria del propio moribundo. No paran en esta anécdota los aspectos novelescos de la muerte de don Honorato. Su esposa, la condesa ucraniana Eva Hamska -con la que se había casado unos meses antes- mientras el escritor agonizaba en su cuarto, mantenía en otro aposento un romance con un escultor amigo de la familia.
Balzac había nacido en Tours el 20 de mayo de 1799. En unos días se cumplirá el bicentenario. El padre se apellidaba, en realidad, Balssa. Tiempo antes, alguien de la familia había sido condenado y ejecutado, cubriendo el nombre de oprobio. Papá Balssa, entonces, se cambia en Balzac, con una partícula nobiliaria “de” antepuesta, para mayor honra y pompa de la nueva versión. Según parece, así se habría llamado una amante de Enrique IV. Más tarde, Honorato afirmará fuera de toda duda descender de los Balzac d’Entragues. Durante su niñez, Honorato, desatendido por su madre, fue internado como pupilo en un colegio de disciplina de hierro. Allí sufrió continuos castigos; el más duro consistía en mantenerlo largas horas en un cuartujo oscuro, casi una celda. En aquel encierro, y para escapar al temor del aislamiento, el pequeño Honorato aprendió a construir mundos fantásticos y viajar a ellos a voluntad. A partir de allí, su imaginación extraordinaria y exasperada no habría de abandonarlo jamás. Fue echado del colegio por practicar sobre un crucifijo, junto con un compañero, un ceremonial calificado de sacrílego (justamente él, que declarará más tarde escribir bajo los auspicios de “dos verdades eternas”: la Religión y la Monarquía). De algún modo acaba su liceo, va a estudiar derecho a París, y se emplea en una notaría, de donde extraerá conocimientos de la vida leguleya y las maniobras con hipotecas. En 1819, decide instalarse en una buhardilla para dedicarse a ser escritor. Tardará un decenio, durante el cual produce de todo: novelas, cuentos, ensayos, folletines, artículos periodísticos, generalmente impublicables, hasta alcanzar a los treinta y un años su primer éxito fulminante con “La Piel de Zapa”. Ya es como lo modelará Rodin, en la estatua que se encuentra en el boulevard Raspail: una gran cabeza melenuda, con ojos resplandecientes bajo las cejas espesas, sobre lo que se adivina un cuerpo cuadrado y petizo.
En su obra magnífica e inmensa, que llamó “La Comedia Humana”, aparecen las tres fuerzas que, a juicio del gordo Honorato, gobiernan el mundo y empujan al hombre en sus peripecias cotidianas: el dinero, el sexo y el poder. A él, pese a las ventas multiplicadas de sus obras, solía faltarle el primero, hasta el punto de tener que ocultarse de sus acreedores (agravando el punto, sostenía que, para salir de un problema monetario, era necesario endeudarse aún más, cosa nefasta para los particulares y sólo practicable por los gobiernos, según el FMI). El segundo, el sexo, lo atraía vivamente, aunque limitado por el inmenso trabajo de creación de su mundos ficticios; en este punto, amor y literatura se limitaban mutuamente como en una condena mitológica: si, según su propia confesión, comenzó a escribir para conquistar mujeres, debió postergar o perder muchas oportunidades amatorias por la esclavitud de la noria literaria. El poder, en fin, nunca lo tuvo, pero advirtió sus mecanismo modernos (los mass media, las altas finanzas, la corrupción) y llegó a describir con gran penetración los manejos de los poderosos ocultos (lo que hoy llamamos mafias). Engels se entusiasmó y lo llamó el “primer escritor marxista”. Pero el gordo Honorato no era ni un revolucionario ni menos un progre. Describió una sociedad muy parecida a la nuestra, impulsada por la ambición de la trepada social y la obtención de riqueza a cualquier precio, a través de la especulación bursátil o inmobiliaria, la usura o el casamiento afortunado. Despreciaba ese mundo -de allí su reivindicación solitaria del Trono y el Altar pour épater le bourgeois- pero era escéptico en cuanto a poder trastornarlo de raíz, así como también respecto a que las cosas pudiesen cambiar demasiado si llegaban al poder quienes querían, exaltadamente, voltear a los que lo ejercían. Admiraba las personalidades napoleónicas y estaba, por eso, vacunado contra el jacobinismo. No comulgó en lo absoluto con una deidad de su tiempo: el progreso. El gordo intuyó que detrás de esa palabra prometedora había un equívoco, como lo vemos hoy muy claro, cuando literalmente estamos muriendo de tanto progreso, que deja fuera de sus beneficios a cada vez más personas
Este escritor inmenso suele tener, a lo largo de su obra impresionante, ciertos desfallecimientos: errores, olvidos, párrafos de folletín. Flaubert, con su habitual maldad, escribía a su amiga Luisa Colet: “¡qué hombre habría sido Balzac, de haber sabido escribir! “. A su turno, Baudelaire observaba, sin embargo, que en Balzac hasta las porteras resultan ingeniosas. Y esas perlas han quedado allí, como para que el lector voraz las encuentre y las goce.
Aparece el mandarín
Entrar en las páginas de don Honorato de Balzac puede ser ya un placer para pocos y una tortura para la mayoría. Porque el gordo Balzac, como cualquiera sabe, destacaba en la descripción de tipos y costumbres. Eso mismo que hoy hace la cámara de cine o de tevé, por medio de un lenguaje de planos, acercamientos y detalles que, casi siempre, pasan inadvertidos al ojo desnudo. Por lo tanto, en el mundo del vídeoclip, las descripciones del Gordo pesan, se sienten y resienten a los amantes del mundo sin esfuerzo de la imagen. Cierto, hay todavía gente, como este cronista, que paladean esas parrafadas como alguien puede, y es su derecho, deleitarse con un Big Mac. Después de este comienzo, parecería que el Gordo nada tiene que decirle al mundo de Soros y Bill Gates. Sin embargo, nos lo imaginamos con los ojos ávidos, envuelto en su bata de entrecasa, la cafetera a mano, mirando la televisión (después de haber desenchufado el teléfono y robado la chapa municipal, a fin de evitar que le echen mano sus tradicionales enemigos, los acreedores) y diciéndose: “este futuro yo ya lo escribí”.
Porque, en verdad, él vivió y describió algo parecido: un mundillo global regido casi exclusivamente por la ecuación costo/beneficio, donde se desenvuelve una carrera hacia la riqueza con pocos elegidos y muchísimos tronados. Eran los tiempos, entre dos revoluciones (1830-1848), de Luis Felipe, el Orléans, el “rey burgués”. Tocqueville, algo horrorizado, comparó el gobierno de entonces a una sociedad anónima corruptora que sobornaba a sus electores ofreciéndoles logros materiales. Esos logros, justamente, que Balzac nunca pudo alcanzar, en su carácter de deudor consuetudinario y desprolijo, tapado de pagarés vencidos e impagos -hoy habría reventado todas las tarjetas. El Gordo, entonces, se hizo reaccionario, juró por la Religión y la Monarquía contra el dominio del Burgués enriquecido, puso un busto de Napoleón sobre el escritorio y, no pudiendo triunfar en ese mundillo, se dedicó a contarlo (tan bien, que un alemán de Tréveris morocho y barbudo, que respondía por Carlos Marx, devoró y anotó todas sus novelas). Así nació la serie de “La Comedia Humana”. En ella, por ejemplo, aparecen los muchachos jóvenes, venidos de la provincia, que quieren “llegar”. La vía no era entonces el master en Marketing Estratégico sino, por ejemplo, el braguetazo. Ahí va caminando por las calles de París, con su ropa lustrosa, Eugenio Rastignac, un poco más de veinte años, estudiante de Derecho, rumbo a la pensión de la señora Vauquer, mientras espera el giro de mil quinientos francos (precio de la ruina de su madre y su hermana), que lo sacará del pozo y lo lanzará al gran mundo, al de la revista “Caras”, para que nos entendamos. Al lado de Eugenio, su amigo Bianchon, estudiante de Medicina, que sueña con volver a su pueblo con el título bajo el brazo, como un triunfador de las viejas Pitman. Eugenio le plantea a su amigo qué haría en el caso de que pudiera enriquecerse matando, por medio de su voluntad, sin consecuencias y sin moverse de donde está, a un mandarín en la China. La hipótesis parece que no tuviera sentido: un asesinato a distancia, por un “movimiento de cabeza”, cae fuera de los recursos ordinarios del bicho humano, sea en tiempos de Balzac como ahora. Por otra parte, ya no deben quedar mandarines en China, y habría que colocar en su lugar, para evocar la misma riqueza fabulosa que la imaginación occidental de principios del siglo XIX les prestaba, a un banquero de Hong Kong. Porque la riqueza, súbita y enorme, es la cuestión de Rastignac, la cuestión de Balzac y, para qué negarlo, también la cuestión de todos nosotros. La idea de ganar dinero, mucho dinero, a cualquier precio, “a como dé lugar”, según dicen los mexicanos. Rastignac planteaba a su amigo, pues, que haría si pudiese ganar dinero por medio de un crimen perfecto, impune y casi sin cortejo de remordimientos e inconvenientes por el estilo, sobre un personaje remoto, exótico y, quizás por ello, odioso. ¿El hambre de riqueza es tan irrefrenable que un hombre no vacilaría en matar a un desconocido, sin consecuencias punitorias para él, a cambio de recibir la fortuna soñada? La pregunta que plantea Rastignac no está pasada de moda y -creo- vale también en el mundo de Internet.
Es curioso que Rastignac-Balzac atribuya el dilema a Rousseau. Parece que un chansonnier de la época, Luis Protat, fue el autor de la confusión. (Observe el lector que cuando este tipo de cuestiones morales se ponen en canciones populares, es que la cosa está ya muy avanzada). Se ha descubierto que la fuente es el vizconde de Chateaubriand (1768-1848), en el “Genio del Cristianismo”. Y vaya uno a saber cuál fue, a su turno, la fuente del vizconde. Lo cierto es que tanto el vizconde como el Gordo sospechaban que el europeo de su tiempo no vacilaría en matar al mandarín, a cambio de la fortuna. ¿Y el de hoy? ¿El lucro continúa siendo el combustible esencial de nuestar vida? La respuesta la dejo al lector. Y me animo a plantearle una pregunta complementaria: ¿se preocuparía el hombre de hoy -como el buen vizconde, como el insondable Gordo-, estando en juego la riqueza, por el valor de la vida de un hombre cualquiera, chino o lo que fuese?
Más sobre el mandarín
Partí para unas vacaciones ligero de equipaje intelectual. A los pocos días, entre bruma y llovizna, me atacó la crisis de abstinencia. Contra mi costumbre, comencé a comprar el diario. Por higiene, lo abandoné y decidí volver al vicio impune del libro, aunque respetando mi voto veraniego de no pisar una librería. Así, al pasar por un quiosco de diarios (a cuya lectura había renunciado) descubrí un pilón en oferta a peso por tomo y allí, a la vista, esperándome, un libro de José María Eça de Queiroz. El grueso del tomito lo ocupa un cuento, “El Mandarín”, que el gran portugués escribió en 1879, cuando revistaba como cónsul de su país en Bristol, Inglaterra. Esta historia del mandarín reitera la cuestión que propone Rastignac a un amigo en la novela de Honorato de Balzac titulada Père Goriot, publicada en 1834. Transcribiré la cuestión tal como se la plantea el Diablo en persona al protagonista del cuento del portugués:
“En las profundidades de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes de quienes hablan la leyenda o la Historia. Nada conoces de él, ni su nombre, ni su rostro, ni la seda con que se viste. Para que tu heredes sus caudales infinitos, basta que hagas sonar esa campanilla que se halla a tu lado, sobre un libro. El apenas emitirá un suspiro en los confines de Mongolia. Entonces se convertirá en un cadáver y tendrás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres un mortal, ¿harás sonar la campanilla?”
Eça de Queiroz recoge, pues, un texto de Balzac. Balzac, a su vez, afirma que el dilema moral chinesco lo recoge de Rousseau. Ya conté que la atribución balzaciana a Rousseau es errónea, y proviene de una canción de un parolier famoso en la época, Luis Protat, que le endilgaba al ginebrino el destrato hacia la vida del mandarín. El dilema se encuentra en “El Genio del Cristianismo”, del vizconde Chateaubriand (1768-1848), un poco mayor que el gordo Honorato. Esta obra, piedra basal del romanticismo, y donde el genio de la religión cristiana, dibujado con trazos propios por el buen vizconde, se presenta como lo opuesto a la Ilustración y el enciclopedismo, apareció en 1802, poco tiempo después que Chateaubriand regresara del destierro, al amparo de la reconciliación proclamada por Bonaparte. Para Chateaubriand, el apólogo acerca de dar muerte a un hombre en China y heredar su fortuna en Europa, prueba que la conciencia existe, y que no resulta simplemente del mero temor al castigo. A pesar de las facilidades de matar a distancia a alguien tan exótico y remoto para un europeo de entonces como un chino en China -nos está diciendo el vizconde-, y a pesar de los consoladores millones recibidos, la conciencia remorderá. Y si hay conciencia, concluye con cierto apresuramiento, debemos dar por sentado que el alma es inmortal. Ahora recordemos las fechas. En 1802, Chateaubriand utiliza el apólogo del mandarín para justificar que la conciencia no es silenciable, aunque nuestro acto no traiga aparejado castigo, y sí beneficios. En 1834, Balzac retoma el apólogo, pero ahora aplicándolo a la riqueza, la cuestión de su tiempo: ¿seríamos capaces de matar, sin riesgo, a cambio de la fortuna? Un letrista del momento había puesto el mismo dilema en una canción popular. En 1879, Eça de Queiroz ahonda en la huella balzaciana, porque adquirir la riqueza por cualquier medio seguía siendo el tema de su tiempo. Y aunque también el protagonista de su cuento sufre remordimientos de conciencia, de los cuales pretende escapar por diversísimos medios, y que ensombrecen su dicha de potentado, se muere pensando que si el resto de nosotros hubiese tenido su oportunidad de enriquecerse a costa del último aliento de un chino lejano, no habría quedado mandarín sano en el Celeste Imperio.
Más tarde, Richard Matheson rcoge el tema en un cuento -Button, button- , publicado en Play Boy en 1970, donde se une en el final la historia balzaciana con "La Pata del Mono".
La pregunta del Diablo al personaje del portugués sigue siendo actualísima y merece navegar por Internet. Si oprimiendo un botón, sin temor a responsabilidades o castigos, pudiéramos hacernos con la fortuna del presidente del directorio del más grande banco de Hong Kong, o la de Georges Soros, o la Bill Gates, a cambio de que estos personajes pasaran dulcemente al otro barrio ¿nos privaríamos de ese pequeño apretón? ¿La conciencia, a principios del siglo XXI, seguirá siendo esa señorona insobornable que nos contaba el vizconde de Chateaubriand al despuntar el siglo XVIII? No hay como las lecturas de vacaciones para plantearse las cosas profundas.-
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