BICENTENARIO: JUSTICIA Y CONCORDIA
Mientras preparaba las notas para esta intervención, me vino reiteradamente a la memoria un episodio de mis ya lejanos inicios como abogado, a fines de la década de los 60 del siglo pasado. Entonces, como etapa previa a los juicios laborales se desenvolvían, en la que aún se llamaba calle Cangallo, unas Comisiones de Conciliación, a cargo de funcionarios del Ministerio de Trabajo, que no tenían necesariamente que ser abogados. Recuerdo a uno de estos conciliadores, muy ducho en su trabajo, morocho profundo con tipo de criollo, que tenía en su sala de audiencias un gran cartel que decía “Conciliación o Muerte”. Creo que, con la salvedad importante que formularé, este lema de aquel viejo conciliador podría reformularse para nuestra situación actual como “Concordia o Muerte”. Por cierto, y esta es la salvedad importante, el segundo término, “muerte”, no se refiere a la desaparición física de nadie. Alude, en cambio, a que sin concordia se muere, como vemos que ocurre entre nosotros día a día, la posibilidad de un orden político que apunte al bien común y de un orden jurídico en que pueda concretarse lo justo.
Los argentinos, al borde de nuestro Bicentenario, llevamos hoy, colectivamente, una vida desdichada. Nuestros pasos se encaminan desorientados tras los culebreos de dos viejas damas ruines y destructivas: la discordia constante y la corrupción medular. Todo lo que intentamos construir sobre este barro, todo lo que queremos instituir –instituir viene de un verbo latino que significa mantener recto, erguido- se nos viene en banda inmediatamente, como si pretendiéramos levantar pirámides con bolas de billar. Llevamos en la boca el gusto a ceniza del fracaso y la sensación de fastidio colectivo parece el remate de doscientos años de gobierno propio.
Para remontar nuestros desgarros y confusiones del presente, volvamos a un momento a los antiguos, a las fuentes culturales. Y discúlpenme que recuerde cosas bien conocidas. Para aquellos antiguos, la finalidad de la política no era el mero coexistir, el estar momentáneamente juntos como cuando nos apretujamos en el subte, sino el convivir, y el convivir bien, la vida buena, que permite lograr ese bien que individualmente no podemos alcanzar: el bien común. Ellos decían, también, que la concordia, que llamaban la “amistad política”, integra y fundamenta el bien común. Es la condición y también el coronamiento de toda obra común en vista del bien general. La concordia, y discúlpenme otra vez la lata, supone, primero, coincidencia en el orden de la acción respecto de unas pocas, pero básicas, aspiraciones de una colectividad y, luego, una concordancia de sentimientos (con-cordia, corazones al unísono) acerca de un patrimonio común, acerca de esa comunidad insustituible que hasta hace un tiempo llamábamos patria y que hoy no representa ni siquiera su último baluarte, la camiseta del seleccionado. Para nombrarla, se necesita recordar la voz de los poetas: “necesaria y dulce”, “inseparable y misteriosa”, la llamó Borges; “un dolor que aún no tiene bautismo”, escribió Leopoldo Marechal)
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Como pertenezco a una agrupación de abogados “por la justicia y la concordia” permítanme infligirles algunas palabras sobre la relación entre estos dos bienes básicos. El fin de la política es la concordia, la amistad política. El fin de la justicia es el derecho, donde se concreta lo justo, el dar a cada uno lo suyo. La concordia empíricamente posible es obra de la política. Lo justo concreto resulta del obrar de los operadores jurídicos. Pero la mejor concreción de lo justo deriva del mayor grado de concordia posible. En otras palabras, para que haya justicia la ciudad debe estar, previamente, bien avenida consigo misma. Aún a costa de resultar pesado, permítanme ahondar un poco en este punto, porque es importante para echar luz sobre el drama argentino actual.
La discordia está en el corazón del derecho y de la política. Si no comprendemos esto, caemos en el panfilismo profundo que, con las mejores intenciones, apela a los buenos sentimientos de las almas bellas, sin ningún efecto en este bajo mundo. El dato primo, el punto de arranque tanto de lo político como de lo jurídico es un conflicto, una discordia. Ahora bien, la justicia, que es eminentemente distributiva, busca componer los conflictos jurídicos mediante un nivel de proporcionalidad constante. No intenta hacer concordar mi yo con el del otro litigante, sino atenuar la discordia reafirmando distancias objetivas mediante la distribución con la vara de la proporcionalidad. La concordia, la amistad política, en cambio, es eminentemente participativa y procura componer el conflicto mediante la edificación de un buen orden integrativo. La política, al perseguir la concordia, establece un umbral a la justicia y le permite su máxima expresión. La concordia, como obra de la política, resulta, pues, primera en el orden de la realización. La justicia y su objeto, el derecho, no fundan por sí mismos la concordia y la amistad política. Contribuyen decisivamente a mantenerla, por medio de la atenuación de las discordias particulares, cuando la política la ha establecido. Sin el instrumento del derecho, que permite yugular los conflictos sin acudir primariamente a la violencia, la concordia que instaura la política sería efímera. Pero –y recalco este punto- pretender fundar la concordia, la amistad política, en el derecho, sin el presupuesto de la obra política, resulta una ilusión que el siglo pasado y la primera década de éste muestra que se ha pagado muy cara. Y que está pagando muy caro nuestro país y nuestra gente.
En 1944, cuando finalizaba la Segunda Guerra Mundial, Hans Kelsen, uno de los mayores juristas del siglo XX, escribió un manifiesto titulado “La Paz a Través del Derecho”. Se propiciaba allí una judicialización planetaria de los conflictos, por medio de tribunales que aplicasen un derecho cosmopolítico, universal. Lo que se produjo fue, en cambio, una guerra civil globalizada, discriminatoria, ya que uno de los bandos es absolutamente criminalizado para crear una buena conciencia al otro, e ilimitada en cuanto a sus daños directos y colaterales. Giorgio Agambeni, un pensador italiano, llama a esta situación “estado de excepción permanente”. Lo facilitó la creencia de que el derecho, superior a la política, podía crear y mantener la paz por sí solo.
Ahora podemos pasar de estas consideraciones teóricas, algo arduas, a los aspectos prácticos. En nuestro país, desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, comenzó una guerra civil, bajo la impronta de la guerra revolucionaria, por medio del ejercicio del terrorismo a través de diversos grupos armados, que dio lugar a una respuesta en términos de guerra contrainsurreccional, a cargo, especialmente, de las fuerzas armadas y de seguridad. Nuestra guerra civil fue un escenario secundario y periférico de la guerra civil global que enfrentaba a escala planetaria a la república imperial de los EE.UU. de Norteamérica, y sus aliados y satélites, con el imperio soviético –la ex URSS- y sus aliados y satélites. El enfrentamiento directo entre ambas superpotencias estaba descartado por efecto de la “mutua destrucción asegurada” y, por lo tanto, las escaramuzas se libraban en los arrabales, como fue nuestro caso. La historia íntima de nuestra guerra civil revolucionaria/contrarrevolucionaria se encuentra, en sustancia, en los archivos del Departamento de Estado y de la CIA, de la KGB y del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano, que manejaba la beligerancia en nuestro subcontinente. Este episodio suburbano de la guerra civil global dejó en nuestro país un terrible saldo de muerte, luto, llanto, dolor, suplicios, torturas y, sobre todo, odios y rencores tenaces y cruzados; en suma, un pozo de discordia.
La única composición que existe para este tipo de conflictos es, como dijimos, primordialmente política. Y el instrumento político, que se encuentra contemplado en nuestra constitución nacional es, una vez elaborado el duelo, la fuerza del olvido, la amnistía general del art. 75, inc. 20 de la CN y el indulto del art. 99, inc. 5º de la CN, englobados aquí como formas de limitación de la potestad punitiva en vistas a consolidar la paz interior.
En aquel momento –año 1983- se decidió por decreto iniciar juicios a los integrantes de las sucesivas Juntas Militares y, por otro lado, a cinco miembros de la conducción de Montoneros y a uno del ERP. La promesa de campaña del candidato Raúl Alfonsín de establecer niveles de responsabilidad en la conducción militar, con la obediencia debida como causa de justificación para los niveles por debajo de los comandantes en jefe, quedaba de algún modo plasmada. La Cámara Federal en lo Criminal y Correccional dictó el fallo conocido como “Junta Militar”, que tiene la particularidad de que en sus considerandos se reconoce que se había librado una guerra bajo la forma de una guerra revolucionaria y de que las condenas, en las que se aplica el criterio de la autoría mediata, se fundan exclusivamente el derecho penal nacional. Pero la elección de la vía judicial para gestionar un conflicto básicamente político llevó, finalmente, al dictado de las leyes de “punto final” y de “obediencia debida”.
Impugnadas en su constitucionalidad, la Corte Suprema, entonces conformada por cinco miembros, se pronunció en la causa “Camps” el 22 de junio de 1987 y rechazó ese planteo por cuatro votos a uno. Los ministros Caballero y Belluscio afirmaron que la administración judicial no puede revisar los actos del Legislativo salvo violación de derechos fundamentales, que no se daba en el caso. Por su parte, el doctor Carlos Fayt señaló que tanto limitar la responsabilidad o amnistiar eran facultades propias del Congreso, por lo cual no entró a considerar si la ley hacía una u otra cosa. El voto del doctor Enrique Petracchi fue crítico de la ley, pero, considerándola una amnistía dictada dentro de las atribuciones del legislativo, la consideraba no revisable. La disidencia del doctor Jorge Bacqué se concentró en que la defensa de obediencia debida violaba principios fundamentales contenidos en la constitución y añadía que, si se la consideraba una ley de amnistía, igualmente era inconstitucional porque carecía del elemento de generalidad.
De algún modo, pues, más bien tortuoso, se había retomado la vía política, completada en 1990 por los indultos dictados por el presidente Carlos Menem.
“Todas las guerras civiles de la historia del mundo, cuando no han terminado por el exterminio de la facción enemiga, se han clausurado por una amnistía, desde la primera de la que se tenga registro, tras la guerra del Peloponeso, una guerra fratricida entre los pueblos y ciudades de Grecia, cuatrocientos años antes de Cristo”. Es un acto recíproco de olvido. No es un acto gracioso o una limosna. Quien recibe la amnistía debe devolverla y quien la da debe saber que él también la recibe. La amnistía, ante todo, no tiene que ver con la justicia, sino que, como su etimología lo indica, marca un olvido, tanto de las injusticias pasadas y sufridas, como de someterlas al veredicto de la administración judicial presente o futura. Afirma la necesidad de recuperar un valor propiamente político, cual es la concordia o amistad política, a los efectos de un nuevo comienzo, con las ventajas consiguientes para la sociedad en su conjunto. El doctor Carlos Fayt, en sus disidencias en las causas “Simón”, “Aquino” y “Mazzeo”, ha señalado que tanto amnistías como indultos consisten en una “potestad de carácter público instituida por la Constitución Nacional, que expresa una determinación de la autoridad final en beneficio de la comunidad” y las relaciona con los objetivos del Preámbulo de consolidar la paz interior y promover el bienestar general. Se pronuncia desde una situación excepcional -cambio de régimen político, cese de una guerra civil o de la ocupación extranjera, etc.- y resulta de ella misma una excepción a la normalidad, precisamente para permitir el reingreso en la regla y la norma comunes. Los efectos de la amnistía, vistos desde los casos particulares de los que han sufrido aquello cuya persecución penal se olvida, resultan seguramente inmorales e injustos. Sólo se justifica por su capacidad para recrear la amistad política y superar la interminable cadena vindicativa de la lucha faccionaria. Por ello, su posibilidad de andamiento está en razón directa del prestigio de que goce el gobierno que la imponga y de su perspicacia para restablecer con ella un equilibrio super partes. La ley 22.294, llamada de autoamnistía, dictada durante el turno del general Bignone, en el llamado Proceso de Reorganización Nacional, por ejemplo, no reunía ninguna de estas características. Tampoco la establecida en 1973, bajo el gobierno de Cámpora, luego de una tumultuaria liberación de presos cubierta por un indulto presidencial, que no produjo un equilibrio superador de la contienda, sino que más bien la ahondó. Debe tenerse en cuenta que la concordia que se recupera no vale sólo por sí misma sino , ante todo, por la calidad del orden que recrea y favorece.
Hay que preguntarse por qué la amnistía o el indulto son vistas en nuestros días con rechazo, como no lo fue en los tiempos clásicos, luego de las guerras religiosas e, incluso, tras el gran sacudón de la Revolución Francesa. En las contiendas precedentes a las dos grandes guerras del siglo XX, la amnistía para el enemigo derrotado estaba implícita en los tratados de paz, hasta el punto de que Kant pudo llamarla sustancia de la paz. Es que en nuestra época de guerra civil global y estado de excepción permanente, el enemigo, visto como radicalmente otro e incluso despojado de su condición humana, resulta demonizado y privado, como dice Milan Kundera, “hasta de la dolorosa gloria del fracaso”. Por ello no es en absoluto amnistiable o indultable y debe resultar, ante la opinión pública, y para justificar al vencedor, condenado perpetua e inexorablemente. Sin embargo, esta condenación absoluta no suele resultar útil, desde un análisis centrado en la relación costo/beneficio. Entonces, la amnistía y el indulto se reintroducen subrepticiamente, bajo formas apócrifas. Se lo hace de un modo lateral y clandestino, como ocurrió en nuestro país con los miembros de las organizaciones terroristas, a los que se considera que no pueden responder por crímenes de lesa humanidad por no revestir el carácter de agentes estatales, cuando esta distinción resulta irrelevante conforme el Estatuto de Roma para el establecimiento de una Corte Penal Internacional. En fin, nuestra Corte, desde el caso “Simón”, considera que amnistías o indultos, respecto de delitos calificados como de lesa humanidad, resultan una potestad que el Estado argentino ya no posee, puesto que las obligaciones asumidas frente al derecho internacional y, especialmente, frente al orden jurídico interamericano, conforme el derecho posmoderno de los derechos humanos, que operarían como una derogación por vía convencional de ambas facultades constitucionales para ese caso, se la vedan. Se trata de una mera afirmación dogmática, que el análisis pormenorizado, como el que realiza el profesor Alfredo M. Vítolo en su trabajo “La Posibilidad de Perdonar a los Responsables de Cometer Crímenes de Lesa Humanidad”[1], demuestra insostenible, y a él me remito.
Interesa señalar a esta altura que la elección de la vía judicial para ajustar cuentas con nuestra guerra civil, y la clausura paralela de la vía de la composición política por medio de la amnistía y el indulto, ha tenido un efecto demoledor, quizás no querido pero efectivamente producido, en el campo del derecho. No sabemos hasta dónde y hasta cuando los efectos deletéreos, venenosos, de este proceso habrán de alcanzar y hasta qué profundidad llega el daño producido. Me explico. Se ha establecido en nuestro país, en la justicia federal penal, y con la Corte Suprema de Justicia de la Nación a la cabeza, un derecho penal y procesal penal de dos velocidades: una, para los juicios ordinarios, donde, en principio, rigen las garantías del proceso justo y los principios básicos del derecho penal liberal; otra, para los juicios contra represores por delitos de lesa humanidad, donde aquellas garantías no tienen vigor y aquellos principios pueden ser dados vuelta como un guante. Curiosamente, esta circunstancia de establecer un derecho de dos velocidades fue uno de los cargos concretos que la Cámara Federal Penal precisó en su sentencia contra las Juntas Militares del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”. En este “derecho penal del enemigo represor”, contrariamente a lo que señalábamos respecto del fallo “Juntas Militares”, la guerra revolucionaria no tuvo lugar, uno de los bandos desaparece del teatro de las operaciones y sólo queda el otro –durante el período 1976-1983, exclusivamente- en función solitaria de represor indiscriminado. Este escamoteo convierte la guerra que, como el tango, es asunto de dos, en regodeo de uno solo en la crueldad y la matanza. Otra vez, curiosamente, este mismo recurso de negar la existencia de la guerra y concentrar la culpa en uno solo de los bandos en actuación exclusiva fue el recurso a que echó mano el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” entre 1976 y 1983.
Tomemos los principales fallos de la CSJN donde se estructura este derecho de dos velocidades, debiendo tenerse en cuenta que los hechos juzgados, en todos los casos, ocurrieron entre 1976 y 1983.
El primero es “Arancibia Clavel”, un espía chileno involucrado en el asesinato del general Prats, donde se declaró la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad por aplicación retroactiva de la Convención de la ONU sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, ratificada por la Argentina en 1995 y elevada a jerarquía constitucional conforme el art,. 75, inc. 22 de la CN en 2003 y la invocación del derecho consuetudinario internacional con fuerza imperativa (jus cogens), como sucedáneo de normas penales positivas escritas.
El segundo es “Lariz Iriondo”, un terrorista de la ETA reclamado por el gobierno español, donde se decidió que los crímenes del terrorismo no resultan alcanzados por la imprescriptibilidad, que sólo opera en el caso de agentes estatales involucrados.
El tercero es “Simón”, donde se declaró, volviendo sobre el fallo “Camps” arriba referido, la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida 23492 y 23521, en virtud de los compromisos internacionales del país, bien que posteriores. La Convención Internacional sobre la Desaparición Forzada de Personas data de 194, fue ratificada por nuestro país en 1995 y elevada a jerarquía constitucional en 1997. Ya nos hemos referido a la de imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, ratificada en 1995 y elevada a jerarquía constitucional en 2003. Las leyes declaradas inconstitucionales son de fines de 1986 y mediados de 1987.
El cuarto, es el caso “Mazzeo” donde se declaró la inconstitucionalidad de un indulto dictado en 1989, cuya constitucionalidad había sido establecida anteriormente por la Corte en la misma causa, destacándose aquí las disidencias del doctor Fayt y doctora Carmen Argibay.
Esto es, que en el derecho de dos velocidades, para el enemigo represor se han dejado de lado estos principios, y mi enumeración es corta y no taxativa:
Principio de legalidad, de ley previa, en cuanto a la predeterminación normativa tanto del tipo penal como de la escala pena aplicable.
Principio de irretroactividad de las normas penales, y de su correlativo en el derecho internacional público, que es el de intertemporalidad (los hechos deben ser juzgados a la luz del derecho vigente cuando ocurrieron)
Principio de irrrevisibilidad de la cosa juzgada y del non bis in idem (no se puede juzgar dos veces por la misma causa).
Principio de interpretación de la ley penal pro persona, de donde deriva el in dubio pro reo y la aplicación de la ley penal más benigna.
Prohibición de la interpretación analógica de la ley penal contra el imputado.
Invocación dogmática de la costumbre internacional como sucedáneo de la ley penal escrita, sin probar esa costumbre y atribuyéndole fuerza imperativa (jus cogens).
No aplicación de la obligación asumida por el país de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica de que los juicios duren un “plazo razonable” y se eviten las prisiones preventivas de duración indefinida.
Agravamiento de las condiciones carcelarias para procesados y condenados, que no resistirían, en la otra velocidad del derecho, la común, un hábeas corpus correctivo.
Lo grave, con vistas a futuro, es que esta velocidad de un derecho despojado de garantías deja a los gobernantes que fuesen, en tanto puedan manejar por cualquier medio la justicia federal penal o un sector de ella, con las manos libes para extenderla a toda persona o sector que les moleste.
Cierro aquí el inventario incompleto de los ingentes y gravísimos daños que nos ha procurado, nos procura y puede procurarnos mañana la vieja y ruin dama discordia, cuando le hacemos el campo orégano.
El remedio es, ante todo, político: rehacer la concordia por medio de su instrumento, legitimo y constitucional: la amnistía, englobante del indulto. No podemos seguir reabriendo tumbas para cavar más hondo las trincheras. Es la hora de lo que los antiguos llamaban pietas, un sentido sacro de construir la concordia y la comunión en este suelo. Ahora que se desliza por ahí la palabra “destituyente”, recordemos que la concordia es constituyente por excelencia. La concordia, en este Bicentenario, debe ser nuestro pacto constituyente.
Mientras preparaba las notas para esta intervención, me vino reiteradamente a la memoria un episodio de mis ya lejanos inicios como abogado, a fines de la década de los 60 del siglo pasado. Entonces, como etapa previa a los juicios laborales se desenvolvían, en la que aún se llamaba calle Cangallo, unas Comisiones de Conciliación, a cargo de funcionarios del Ministerio de Trabajo, que no tenían necesariamente que ser abogados. Recuerdo a uno de estos conciliadores, muy ducho en su trabajo, morocho profundo con tipo de criollo, que tenía en su sala de audiencias un gran cartel que decía “Conciliación o Muerte”. Creo que, con la salvedad importante que formularé, este lema de aquel viejo conciliador podría reformularse para nuestra situación actual como “Concordia o Muerte”. Por cierto, y esta es la salvedad importante, el segundo término, “muerte”, no se refiere a la desaparición física de nadie. Alude, en cambio, a que sin concordia se muere, como vemos que ocurre entre nosotros día a día, la posibilidad de un orden político que apunte al bien común y de un orden jurídico en que pueda concretarse lo justo.
Los argentinos, al borde de nuestro Bicentenario, llevamos hoy, colectivamente, una vida desdichada. Nuestros pasos se encaminan desorientados tras los culebreos de dos viejas damas ruines y destructivas: la discordia constante y la corrupción medular. Todo lo que intentamos construir sobre este barro, todo lo que queremos instituir –instituir viene de un verbo latino que significa mantener recto, erguido- se nos viene en banda inmediatamente, como si pretendiéramos levantar pirámides con bolas de billar. Llevamos en la boca el gusto a ceniza del fracaso y la sensación de fastidio colectivo parece el remate de doscientos años de gobierno propio.
Para remontar nuestros desgarros y confusiones del presente, volvamos a un momento a los antiguos, a las fuentes culturales. Y discúlpenme que recuerde cosas bien conocidas. Para aquellos antiguos, la finalidad de la política no era el mero coexistir, el estar momentáneamente juntos como cuando nos apretujamos en el subte, sino el convivir, y el convivir bien, la vida buena, que permite lograr ese bien que individualmente no podemos alcanzar: el bien común. Ellos decían, también, que la concordia, que llamaban la “amistad política”, integra y fundamenta el bien común. Es la condición y también el coronamiento de toda obra común en vista del bien general. La concordia, y discúlpenme otra vez la lata, supone, primero, coincidencia en el orden de la acción respecto de unas pocas, pero básicas, aspiraciones de una colectividad y, luego, una concordancia de sentimientos (con-cordia, corazones al unísono) acerca de un patrimonio común, acerca de esa comunidad insustituible que hasta hace un tiempo llamábamos patria y que hoy no representa ni siquiera su último baluarte, la camiseta del seleccionado. Para nombrarla, se necesita recordar la voz de los poetas: “necesaria y dulce”, “inseparable y misteriosa”, la llamó Borges; “un dolor que aún no tiene bautismo”, escribió Leopoldo Marechal)
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Como pertenezco a una agrupación de abogados “por la justicia y la concordia” permítanme infligirles algunas palabras sobre la relación entre estos dos bienes básicos. El fin de la política es la concordia, la amistad política. El fin de la justicia es el derecho, donde se concreta lo justo, el dar a cada uno lo suyo. La concordia empíricamente posible es obra de la política. Lo justo concreto resulta del obrar de los operadores jurídicos. Pero la mejor concreción de lo justo deriva del mayor grado de concordia posible. En otras palabras, para que haya justicia la ciudad debe estar, previamente, bien avenida consigo misma. Aún a costa de resultar pesado, permítanme ahondar un poco en este punto, porque es importante para echar luz sobre el drama argentino actual.
La discordia está en el corazón del derecho y de la política. Si no comprendemos esto, caemos en el panfilismo profundo que, con las mejores intenciones, apela a los buenos sentimientos de las almas bellas, sin ningún efecto en este bajo mundo. El dato primo, el punto de arranque tanto de lo político como de lo jurídico es un conflicto, una discordia. Ahora bien, la justicia, que es eminentemente distributiva, busca componer los conflictos jurídicos mediante un nivel de proporcionalidad constante. No intenta hacer concordar mi yo con el del otro litigante, sino atenuar la discordia reafirmando distancias objetivas mediante la distribución con la vara de la proporcionalidad. La concordia, la amistad política, en cambio, es eminentemente participativa y procura componer el conflicto mediante la edificación de un buen orden integrativo. La política, al perseguir la concordia, establece un umbral a la justicia y le permite su máxima expresión. La concordia, como obra de la política, resulta, pues, primera en el orden de la realización. La justicia y su objeto, el derecho, no fundan por sí mismos la concordia y la amistad política. Contribuyen decisivamente a mantenerla, por medio de la atenuación de las discordias particulares, cuando la política la ha establecido. Sin el instrumento del derecho, que permite yugular los conflictos sin acudir primariamente a la violencia, la concordia que instaura la política sería efímera. Pero –y recalco este punto- pretender fundar la concordia, la amistad política, en el derecho, sin el presupuesto de la obra política, resulta una ilusión que el siglo pasado y la primera década de éste muestra que se ha pagado muy cara. Y que está pagando muy caro nuestro país y nuestra gente.
En 1944, cuando finalizaba la Segunda Guerra Mundial, Hans Kelsen, uno de los mayores juristas del siglo XX, escribió un manifiesto titulado “La Paz a Través del Derecho”. Se propiciaba allí una judicialización planetaria de los conflictos, por medio de tribunales que aplicasen un derecho cosmopolítico, universal. Lo que se produjo fue, en cambio, una guerra civil globalizada, discriminatoria, ya que uno de los bandos es absolutamente criminalizado para crear una buena conciencia al otro, e ilimitada en cuanto a sus daños directos y colaterales. Giorgio Agambeni, un pensador italiano, llama a esta situación “estado de excepción permanente”. Lo facilitó la creencia de que el derecho, superior a la política, podía crear y mantener la paz por sí solo.
Ahora podemos pasar de estas consideraciones teóricas, algo arduas, a los aspectos prácticos. En nuestro país, desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, comenzó una guerra civil, bajo la impronta de la guerra revolucionaria, por medio del ejercicio del terrorismo a través de diversos grupos armados, que dio lugar a una respuesta en términos de guerra contrainsurreccional, a cargo, especialmente, de las fuerzas armadas y de seguridad. Nuestra guerra civil fue un escenario secundario y periférico de la guerra civil global que enfrentaba a escala planetaria a la república imperial de los EE.UU. de Norteamérica, y sus aliados y satélites, con el imperio soviético –la ex URSS- y sus aliados y satélites. El enfrentamiento directo entre ambas superpotencias estaba descartado por efecto de la “mutua destrucción asegurada” y, por lo tanto, las escaramuzas se libraban en los arrabales, como fue nuestro caso. La historia íntima de nuestra guerra civil revolucionaria/contrarrevolucionaria se encuentra, en sustancia, en los archivos del Departamento de Estado y de la CIA, de la KGB y del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano, que manejaba la beligerancia en nuestro subcontinente. Este episodio suburbano de la guerra civil global dejó en nuestro país un terrible saldo de muerte, luto, llanto, dolor, suplicios, torturas y, sobre todo, odios y rencores tenaces y cruzados; en suma, un pozo de discordia.
La única composición que existe para este tipo de conflictos es, como dijimos, primordialmente política. Y el instrumento político, que se encuentra contemplado en nuestra constitución nacional es, una vez elaborado el duelo, la fuerza del olvido, la amnistía general del art. 75, inc. 20 de la CN y el indulto del art. 99, inc. 5º de la CN, englobados aquí como formas de limitación de la potestad punitiva en vistas a consolidar la paz interior.
En aquel momento –año 1983- se decidió por decreto iniciar juicios a los integrantes de las sucesivas Juntas Militares y, por otro lado, a cinco miembros de la conducción de Montoneros y a uno del ERP. La promesa de campaña del candidato Raúl Alfonsín de establecer niveles de responsabilidad en la conducción militar, con la obediencia debida como causa de justificación para los niveles por debajo de los comandantes en jefe, quedaba de algún modo plasmada. La Cámara Federal en lo Criminal y Correccional dictó el fallo conocido como “Junta Militar”, que tiene la particularidad de que en sus considerandos se reconoce que se había librado una guerra bajo la forma de una guerra revolucionaria y de que las condenas, en las que se aplica el criterio de la autoría mediata, se fundan exclusivamente el derecho penal nacional. Pero la elección de la vía judicial para gestionar un conflicto básicamente político llevó, finalmente, al dictado de las leyes de “punto final” y de “obediencia debida”.
Impugnadas en su constitucionalidad, la Corte Suprema, entonces conformada por cinco miembros, se pronunció en la causa “Camps” el 22 de junio de 1987 y rechazó ese planteo por cuatro votos a uno. Los ministros Caballero y Belluscio afirmaron que la administración judicial no puede revisar los actos del Legislativo salvo violación de derechos fundamentales, que no se daba en el caso. Por su parte, el doctor Carlos Fayt señaló que tanto limitar la responsabilidad o amnistiar eran facultades propias del Congreso, por lo cual no entró a considerar si la ley hacía una u otra cosa. El voto del doctor Enrique Petracchi fue crítico de la ley, pero, considerándola una amnistía dictada dentro de las atribuciones del legislativo, la consideraba no revisable. La disidencia del doctor Jorge Bacqué se concentró en que la defensa de obediencia debida violaba principios fundamentales contenidos en la constitución y añadía que, si se la consideraba una ley de amnistía, igualmente era inconstitucional porque carecía del elemento de generalidad.
De algún modo, pues, más bien tortuoso, se había retomado la vía política, completada en 1990 por los indultos dictados por el presidente Carlos Menem.
“Todas las guerras civiles de la historia del mundo, cuando no han terminado por el exterminio de la facción enemiga, se han clausurado por una amnistía, desde la primera de la que se tenga registro, tras la guerra del Peloponeso, una guerra fratricida entre los pueblos y ciudades de Grecia, cuatrocientos años antes de Cristo”. Es un acto recíproco de olvido. No es un acto gracioso o una limosna. Quien recibe la amnistía debe devolverla y quien la da debe saber que él también la recibe. La amnistía, ante todo, no tiene que ver con la justicia, sino que, como su etimología lo indica, marca un olvido, tanto de las injusticias pasadas y sufridas, como de someterlas al veredicto de la administración judicial presente o futura. Afirma la necesidad de recuperar un valor propiamente político, cual es la concordia o amistad política, a los efectos de un nuevo comienzo, con las ventajas consiguientes para la sociedad en su conjunto. El doctor Carlos Fayt, en sus disidencias en las causas “Simón”, “Aquino” y “Mazzeo”, ha señalado que tanto amnistías como indultos consisten en una “potestad de carácter público instituida por la Constitución Nacional, que expresa una determinación de la autoridad final en beneficio de la comunidad” y las relaciona con los objetivos del Preámbulo de consolidar la paz interior y promover el bienestar general. Se pronuncia desde una situación excepcional -cambio de régimen político, cese de una guerra civil o de la ocupación extranjera, etc.- y resulta de ella misma una excepción a la normalidad, precisamente para permitir el reingreso en la regla y la norma comunes. Los efectos de la amnistía, vistos desde los casos particulares de los que han sufrido aquello cuya persecución penal se olvida, resultan seguramente inmorales e injustos. Sólo se justifica por su capacidad para recrear la amistad política y superar la interminable cadena vindicativa de la lucha faccionaria. Por ello, su posibilidad de andamiento está en razón directa del prestigio de que goce el gobierno que la imponga y de su perspicacia para restablecer con ella un equilibrio super partes. La ley 22.294, llamada de autoamnistía, dictada durante el turno del general Bignone, en el llamado Proceso de Reorganización Nacional, por ejemplo, no reunía ninguna de estas características. Tampoco la establecida en 1973, bajo el gobierno de Cámpora, luego de una tumultuaria liberación de presos cubierta por un indulto presidencial, que no produjo un equilibrio superador de la contienda, sino que más bien la ahondó. Debe tenerse en cuenta que la concordia que se recupera no vale sólo por sí misma sino , ante todo, por la calidad del orden que recrea y favorece.
Hay que preguntarse por qué la amnistía o el indulto son vistas en nuestros días con rechazo, como no lo fue en los tiempos clásicos, luego de las guerras religiosas e, incluso, tras el gran sacudón de la Revolución Francesa. En las contiendas precedentes a las dos grandes guerras del siglo XX, la amnistía para el enemigo derrotado estaba implícita en los tratados de paz, hasta el punto de que Kant pudo llamarla sustancia de la paz. Es que en nuestra época de guerra civil global y estado de excepción permanente, el enemigo, visto como radicalmente otro e incluso despojado de su condición humana, resulta demonizado y privado, como dice Milan Kundera, “hasta de la dolorosa gloria del fracaso”. Por ello no es en absoluto amnistiable o indultable y debe resultar, ante la opinión pública, y para justificar al vencedor, condenado perpetua e inexorablemente. Sin embargo, esta condenación absoluta no suele resultar útil, desde un análisis centrado en la relación costo/beneficio. Entonces, la amnistía y el indulto se reintroducen subrepticiamente, bajo formas apócrifas. Se lo hace de un modo lateral y clandestino, como ocurrió en nuestro país con los miembros de las organizaciones terroristas, a los que se considera que no pueden responder por crímenes de lesa humanidad por no revestir el carácter de agentes estatales, cuando esta distinción resulta irrelevante conforme el Estatuto de Roma para el establecimiento de una Corte Penal Internacional. En fin, nuestra Corte, desde el caso “Simón”, considera que amnistías o indultos, respecto de delitos calificados como de lesa humanidad, resultan una potestad que el Estado argentino ya no posee, puesto que las obligaciones asumidas frente al derecho internacional y, especialmente, frente al orden jurídico interamericano, conforme el derecho posmoderno de los derechos humanos, que operarían como una derogación por vía convencional de ambas facultades constitucionales para ese caso, se la vedan. Se trata de una mera afirmación dogmática, que el análisis pormenorizado, como el que realiza el profesor Alfredo M. Vítolo en su trabajo “La Posibilidad de Perdonar a los Responsables de Cometer Crímenes de Lesa Humanidad”[1], demuestra insostenible, y a él me remito.
Interesa señalar a esta altura que la elección de la vía judicial para ajustar cuentas con nuestra guerra civil, y la clausura paralela de la vía de la composición política por medio de la amnistía y el indulto, ha tenido un efecto demoledor, quizás no querido pero efectivamente producido, en el campo del derecho. No sabemos hasta dónde y hasta cuando los efectos deletéreos, venenosos, de este proceso habrán de alcanzar y hasta qué profundidad llega el daño producido. Me explico. Se ha establecido en nuestro país, en la justicia federal penal, y con la Corte Suprema de Justicia de la Nación a la cabeza, un derecho penal y procesal penal de dos velocidades: una, para los juicios ordinarios, donde, en principio, rigen las garantías del proceso justo y los principios básicos del derecho penal liberal; otra, para los juicios contra represores por delitos de lesa humanidad, donde aquellas garantías no tienen vigor y aquellos principios pueden ser dados vuelta como un guante. Curiosamente, esta circunstancia de establecer un derecho de dos velocidades fue uno de los cargos concretos que la Cámara Federal Penal precisó en su sentencia contra las Juntas Militares del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”. En este “derecho penal del enemigo represor”, contrariamente a lo que señalábamos respecto del fallo “Juntas Militares”, la guerra revolucionaria no tuvo lugar, uno de los bandos desaparece del teatro de las operaciones y sólo queda el otro –durante el período 1976-1983, exclusivamente- en función solitaria de represor indiscriminado. Este escamoteo convierte la guerra que, como el tango, es asunto de dos, en regodeo de uno solo en la crueldad y la matanza. Otra vez, curiosamente, este mismo recurso de negar la existencia de la guerra y concentrar la culpa en uno solo de los bandos en actuación exclusiva fue el recurso a que echó mano el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” entre 1976 y 1983.
Tomemos los principales fallos de la CSJN donde se estructura este derecho de dos velocidades, debiendo tenerse en cuenta que los hechos juzgados, en todos los casos, ocurrieron entre 1976 y 1983.
El primero es “Arancibia Clavel”, un espía chileno involucrado en el asesinato del general Prats, donde se declaró la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad por aplicación retroactiva de la Convención de la ONU sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, ratificada por la Argentina en 1995 y elevada a jerarquía constitucional conforme el art,. 75, inc. 22 de la CN en 2003 y la invocación del derecho consuetudinario internacional con fuerza imperativa (jus cogens), como sucedáneo de normas penales positivas escritas.
El segundo es “Lariz Iriondo”, un terrorista de la ETA reclamado por el gobierno español, donde se decidió que los crímenes del terrorismo no resultan alcanzados por la imprescriptibilidad, que sólo opera en el caso de agentes estatales involucrados.
El tercero es “Simón”, donde se declaró, volviendo sobre el fallo “Camps” arriba referido, la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida 23492 y 23521, en virtud de los compromisos internacionales del país, bien que posteriores. La Convención Internacional sobre la Desaparición Forzada de Personas data de 194, fue ratificada por nuestro país en 1995 y elevada a jerarquía constitucional en 1997. Ya nos hemos referido a la de imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, ratificada en 1995 y elevada a jerarquía constitucional en 2003. Las leyes declaradas inconstitucionales son de fines de 1986 y mediados de 1987.
El cuarto, es el caso “Mazzeo” donde se declaró la inconstitucionalidad de un indulto dictado en 1989, cuya constitucionalidad había sido establecida anteriormente por la Corte en la misma causa, destacándose aquí las disidencias del doctor Fayt y doctora Carmen Argibay.
Esto es, que en el derecho de dos velocidades, para el enemigo represor se han dejado de lado estos principios, y mi enumeración es corta y no taxativa:
Principio de legalidad, de ley previa, en cuanto a la predeterminación normativa tanto del tipo penal como de la escala pena aplicable.
Principio de irretroactividad de las normas penales, y de su correlativo en el derecho internacional público, que es el de intertemporalidad (los hechos deben ser juzgados a la luz del derecho vigente cuando ocurrieron)
Principio de irrrevisibilidad de la cosa juzgada y del non bis in idem (no se puede juzgar dos veces por la misma causa).
Principio de interpretación de la ley penal pro persona, de donde deriva el in dubio pro reo y la aplicación de la ley penal más benigna.
Prohibición de la interpretación analógica de la ley penal contra el imputado.
Invocación dogmática de la costumbre internacional como sucedáneo de la ley penal escrita, sin probar esa costumbre y atribuyéndole fuerza imperativa (jus cogens).
No aplicación de la obligación asumida por el país de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica de que los juicios duren un “plazo razonable” y se eviten las prisiones preventivas de duración indefinida.
Agravamiento de las condiciones carcelarias para procesados y condenados, que no resistirían, en la otra velocidad del derecho, la común, un hábeas corpus correctivo.
Lo grave, con vistas a futuro, es que esta velocidad de un derecho despojado de garantías deja a los gobernantes que fuesen, en tanto puedan manejar por cualquier medio la justicia federal penal o un sector de ella, con las manos libes para extenderla a toda persona o sector que les moleste.
Cierro aquí el inventario incompleto de los ingentes y gravísimos daños que nos ha procurado, nos procura y puede procurarnos mañana la vieja y ruin dama discordia, cuando le hacemos el campo orégano.
El remedio es, ante todo, político: rehacer la concordia por medio de su instrumento, legitimo y constitucional: la amnistía, englobante del indulto. No podemos seguir reabriendo tumbas para cavar más hondo las trincheras. Es la hora de lo que los antiguos llamaban pietas, un sentido sacro de construir la concordia y la comunión en este suelo. Ahora que se desliza por ahí la palabra “destituyente”, recordemos que la concordia es constituyente por excelencia. La concordia, en este Bicentenario, debe ser nuestro pacto constituyente.
[1] ) Academia de Ciencias Morales y Políticas, Instituto de Política Constitucional, Buenos Aires, 2009.
P.S.: intervención en la mesa redonda que se celebró en el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires el 27 de octubre de 2009, organizada por la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia.
Federico Nietszche decía que el pasado sólo puede ser interpetado por un presente más fuerte que él. Sólo la concordia puede fortalecer nuestro frágil presente y aceptar así un pasado, destinado, por definición a pasar, en lugar de encharcarnos cada vez más en él, conduciendo la vida colectiva en reversa.
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