viernes, marzo 28, 2008

NO ME TIRES CON LA TAPA DE LA OLLA

por Luis María Bandieri

No me tires con la tapa de la olla
Porque se abolla, porque se abolla.
No me tires con la tapa e' la tinaja
Porque se raja
Por la mitad

Tango anónimo 1893


Mi amigo Oscar Bozzarelli, ya fallecido, médico de carrera, historiador del tango y bandoneonista de afición, solía en su casa de La Plata tocar "No me tires con la tapa de la olla" en sus dos variantes: lenta, salía un tango andaluz; rápida, sonaba como un candombe. Eran los orígenes del tango, me explicaba, y la reciente criatura no atinaba a desprenderse de sus precursores. Mucha gente, en Buenos Aires y en el interior, le está dando en estos días a las ollas y sus tapas otro uso, musical también, pero diverso de aquel tango primitivo. Usan el recipiente o su cierre como caja de resonancia para su protesta nocturna, en una especie de solo de cacerola y pueblo que a veces suena saltarín como un candombe y otras quejumbroso como un tanguillo. Sobre el cacerolazo casi todo fue dicho allá por fines del 2001. Entre otros aportes, uno pequeño de mi parte fue escribir un artículo con este mismo título y este mismo inicio. Decía entonces que las cacerolas de ayer, como las de hoy, resultan del descubrimiento de un "poder de intimidación" sobre una clase política encastillada en un soberbio aislamiento. El ruso Moisei Ostrogorski, hace más de un siglo, definió al sistema democrático como "poder de intimidación social" de los ciudadanos sobre los políticos. Un príncipe o una aristocracia, decía, encuentra un límite a la soberbia e infatuación del poder en el temor de que el pueblo avasallado, un día u otro, reaccione violentamente. La clase política democrática tiene más lejano ese temor, porque en democracia el soberano es, en teoría, el propio pueblo. Los partidos se apropian de la democracia monopolizando la representación y reduciendo, así, el poder de intimidación popular. Convengamos en que, desde fines del 2001, los partidos políticos se han pulverizado entre nosotros. Queda una especie de coalición que, bajo varios rótulos –el principal, Frente para la Victoria- concentra la disputa sobre la “caja”, es decir, los fondos públicos con los que se financia la política nacional y se redondean negocios con los amigos del poder. Enfrente, se agita una oposición desmigajada, expresada en personalidades –la principal, la dra. Carrió- que no logra coligarse ni afirmar organizaciones con permanencia. La tarea propiamente democrática, pues, consiste en recobrar ese poder de intimidación, mediante el sufragio o la protesta. Las libertades políticas, al fin y al cabo, no son sino expresiones de tal poder intimidatorio.

La protesta actual ha surgido, en principio, de los hombres de campo, pero tiene tendencia a extenderse y convertirse en una reprobación generalizada de un modo erróneo de gobernar. El detonante fue un aumento desmesurado de las retenciones sobre la soja y oleaginosos, dispuesto por resolución ministerial, según es costumbre. En un derecho sobre la exportación, y por lo tanto el único que puede fijarlo constitucionalmente es el Congreso. En nuestra monocracia, en cambio, y echando mano a una interpretación retorcida del Código Aduanero –establecido durante un gobierno de facto- es una facultad delegada al Ejecutivo, que la usa a placer del príncipe de turno. El Congreso es la piecita del fondo que tiene el Ejecutivo, donde se refrendan los mandatos de este último y operan en eficaz antecámara los “poderes indirectos”.

El nudo del problema no está ahí, en las retenciones, síntoma, pero no causa del malestar. Reside en que el “modelo” implementado por el Ejecutivo, a caballo del unitarismo fiscal, requiere para mantenerse un dólar artificialmente alto. Cada vez más fondos deben derivarse a este fin, a los concomitantes subsidios y al pago de intereses de los bonos de nuestra deuda. Amén de las gárgaras imperfectas –con traguito de por medio- que realizan amigos y paniaguados, desde el caso Skanska hasta los planes sociales que acaparan los “dirigentes” del ramo. Entonces, hay que echar mano a los fondos de la ANSeS un día, y al siguiente encargarle a Lousteau que le pegue un empujoncito a las retenciones, y así sucesivamente. No hay inversión, no hay financiación externa al alcance de la mano, y hasta Hugo Chávez se ha vuelto angurriento en eso de comprar nuestros bonos de deuda. Entonces, hay que conseguir fondos, cada vez más, y la fuente de ellos es la gente que trabaja y produce. A pesar de los discursos redistribuidores, las grandes fortunas –antiguas o recién llegadas, el yacht people, incluso los que al modo Grobo manejan los pools de siembra, contribuyen muy poco al grueso de los impuestos. Posgraduados en Harvard se encargan de orientarlos convenientemente en ese rubro, mediante los expedientes que ofrece la globalización financiera. El otro, el productor y trabajador localizado, es el sujeto pasivo de la obligación fiscal que no puede escapar y cuya “lana”, como decía el Martín Fierro, “se limpia y compone a palos”. Hoy le ha tocado al agro, empujado desde el gobierno a la soja –aunque el último discurso presidencial haya sido “desojizador”. Mañana le tocará al resto de la clase media, que ve venirse la amenaza. Mientras tanto, los amigos del poder hacen sus diferencias. A nadie se le va a ocurrir fijarle un confiscatorio derecho de exportación a los caños sin costura de Techint, al aluminio de ALUAR o a los autos de Fiat.

La “caja”, pues, debe mantenerse llena, a fuerza de presión sobre el país productivo, hasta que –como ocurre cíclicamente- una crisis se lleve la bonanza artificialmente sostenida, dejando su tendal de perdedores y unos happy few ganadores –quizás los mismos que, preventivamente, están profugando de a poco sus capitales (usd 8.622 millones girados al exterior en el segundo semestre del 2007). Quien maneja la “caja” maneja el país. Ya vimos en Parque Norte hocicar a los gobernadores en el besito previo al primer caballero y en el aplauso rabioso al discurso presidencial. Con la “santa caja” de por medio no hay manera de sacar los pies del plato en este nuestro bendito unicato federal.

¿Y la “inclusión social”? ¿Dónde queda el ambicioso programa inclusivo que la presidente convirtió en soflama en el discurso de Parque Norte? La inclusión, para nuestra progresía recaudadora, es, en realidad, reclusión. Una porción de nuestros compatriotas debe continuar reducida a servidumbre, a clientela que a ratos trabaja de ganapán del escarmiento a los “rubios” y “oligarcas” del barrio Norte –disculpen la antigualla, pero no la inventé yo- y a la que se arrea a los actos donde se habla de “democracia”. La gracia consiste en mantenerla en ese freezer degradante, en impedirles, a ellos y a sus hijos, llegar a ser ciudadanos, proyectarse fuera del lumpenaje, salir de la miseria con la dignidad del propio esfuerzo. En definitiva, lo más progresista es impedirles ser libres y que terminen gritando “¡vivan las cadenas!”, como en los tiempos de Fernando VII. Porque se trata –como vio bien Alfredo Bisordi- de un despotismo no ilustrado, tal cual aquel del que nos declaramos un día independientes. No lo inventaron los Kirchner sucesivos, pero lo aprovechan.

La presidente, por su lado, tiene la particularidad de aspirar a ser mediadora. Lo quiso en el plano internacional, y ahora lo pretende en el plano nacional. En lo internacional, quiso intermediar entre Venezuela y Colombia, para lo cual retó varias veces a Uribe y le sonrió repetidamente a Chávez. No le dio resultado, porque un mediador debe ser un tercero imparcial aceptable por ambas partes. No se puede serlo cuando se descalifica a una de las partes previamente, y esto es de sentido común. En lo nacional, colocó a la gente del paro agropecuario en la categoría de oligarcas, ventrudos de la abundancia, procesistas a ultranza y cómplices de la tortura, que quieren hambrear al pueblo. Lo mismo sus simpatizantes urbanos, que encima no resultan “espontáneos” en su manifestación (como sí lo fueron los asistentes al acto de Parque Norte, cabe suponer). Después, en un curioso cortar y pegar de su discurso, dijo que humildemente los invitaba al diálogo; seguramente, deberán concurrir con el sambenito del penitente, disciplinas bien punzantes a la cintura, descalzos y con un cirio votivo a san D’Elía y al beato Pérsico.

Resulta sintomático que nuestra presidente haya dicho que, como tal, “representa los intereses de todos”. Los presidentes argentinos no reciben ningún mandato para representar los intereses de nadie. Los intereses respectivos los cuidan las fuerzas sociales, los hombres y mujeres que se mueven por ellos, y que son afectados en ellos. Los representantes del pueblo son los que sestean en el Congreso, delegando en el Ejecutivo los poderes para cuyo ejercicio nos representan. El “primer mandatario” tiene nuestra representación en los actos protocolares. Pero el núcleo de su deber es gobernar a todos, procurando el bien común. Yo no le he entregado a la presidente el cuidado de mis intereses; le exijo que se empeñe en el bien público. Y en eso, con el Martín Fierro, debo decir que “ellos a la enfermedá/le están errando la cura”.

No sé si la protesta de las bases del campo podrá sostenerse, aunque los hay decididos a continuarla. Lo que puede afirmarse es que el modelo de la progresía recaudatoria y recluyente va a profundizarse. El discurso oficial ha marcado con el signo de la enemistad a los que no se plieguen. También entonces va a continuar, proteicamente, la resistencia y desobediencia, todo lo indeseables que sean para obtener la concordia.

Habrá nuevas ocasiones de seguir pegándole a la cacerola, pues, aunque la clase política, mientras nos hurga los bolsillos, pida tregua y nos cante "No me tires con la tapa de la olla", versión lenta o versión movida.-

No hay comentarios.: