VOTACIONES…. ¿PORQUÉ NO SORTEOS?
Aunque
todavía no se han abierto legalmente las gateras para soltar los pingos en la
campaña política, estamos realmente en carrera. Y es en “modo campaña” como el
costado oscuro de nuestro sistema político se muestra más claro. Nada de lo que
diremos a continuación es nuevo. Los maestros del realismo político lo vienen
afirmando desde largo. Su mensaje, sin embargo, ha ido quedando sepultado bajo
un alud declamatorio que en los intervalos de campaña, que son casi la estofa
ordinaria de nuestra vida pública, se intensifica hasta el aplastamiento bajo
el fastidio y la náusea. Vamos a la cartilla, pues, aunque se deba infligir al
lector una entrada algo extensa.
Buscando la forma de gobierno
Fue
tradición de la teoría política, en busca de la fórmula para la organización
ideal que diese lugar a la “vida buena”, discurrir sobre las formas de gobierno.
También tradicional fue su catalogación tripartita (el número tres ejerce un
atractivo irresistible para nuestro espíritu): monarquía, aristocracia, democracia
obediente a las leyes o república. Las formas degeneradas respectivas se
elencan también en tríptico: tiranía, oligarquía y democracia despectiva de las
leyes o demagogia. Surge luego, en la
consideración dinámica de aquellos tres formatos básicos, sucedidos en ciclo descendente
cuando las formas puras degeneran, la propuesta de combinar adecuadamente, en
un sistema mixto o moderado, los elementos básicos de aquellas tres
primordiales, esto es, el gobierno de uno, de los pocos y de los muchos, de
modo de conjurar las situaciones
críticas que acompañan la degradación de
la rectitud original. Para
completar estas nociones rudimentales, debemos tener en cuenta que este
discurrir sobre las “formas de gobierno” se dio originalmente en el marco una
“forma política”, la polis, la
ciudad. Las formas políticas son las figuras en que la materia permanente de lo político,
en que se expresa la politicidad humana, se ha ido volcando a lo largo de la
historia. En general se identifican tres
formas políticas tradicionales: la ciudad, el imperio, el reino y una cuarta
forma política, el Estado nación, producto de la racionalidad occidental, que
toma impulso a partir del siglo XVI. La globalización o mundialización, con su
implícito planteo de gobernanza planetaria,
podría considerarse la última forma política surgente. En nuestro tiempo, la discusión sobre las formas de gobierno
está clausurada, estableciéndose la democracia como única aceptable, dentro la
forma política estatal, teóricamente la única vigente.
La democracia no es solución sino
problema
La
democracia, como ya hemos anotado en otras entradas, presenta el problema de
que el gobierno por el pueblo se
ejerce sobre el mismo pueblo, que
resulta a la vez, idealmente, gobernante
y gobernado. La democracia directa sólo puede tener andamiento en comunidades
muy pequeñas (por eso que aquellos griegos que comenzaron a pensar sobre qué
hacían cuando hacían política se plantearon ante todo el problema del tamaño). La
representación política se adiciona entonces a la democracia, y desde el
momento en que el mandato imperativo a quien lleve la voz de un grupo
determinado se convierte en mandato representativo global, es decir, el representante lo es de
la totalidad de la nación y sujeto, en todo caso, a la disciplina partidaria,
la expresión “democracia representativa” se convierte en un oxímoron, ya que el
elemento representativo consiste en lo no democrático de la democracia. Más
tarde, ya en nuestros días, cuando cobra cuerpo la llamada “democracia
constitucional”, donde se continúa proclamando en las cartas magnas la “soberanía del
pueblo” como principio en cuyo nombre los representantes deciden, pero se
agrega otro cerrojo no democrático al anterior del sistema representativo. Tal
ocurre cuando se deja al criterio de tribunales supremos establecer sobre qué los
representantes pueden decidir y sobre qué no, con la facultad contramayoritaria
de apartar del ordenamiento normativo aquello en que los órganos electivos se
hayan expedido sobre materia establecida como indecidible por el órgano
judicial.
La
democracia, en su formulación teórica y en tanto única forma de gobierno
admisible, se opone a la autocracia en la vulgata constitucionalista. La
autocracia es el gobierno absoluto de uno solo cuya voluntad es ley
suprema. La evidencia empírica demuestra
que tanto la democracia concebida por la teoría, esto es, la monarquía del
pueblo, como la autocracia concebida por la teoría, esto es, el máximo de
absolutismo en un poder unipersonal, en la práctica jamás han existido. Existen
numerosas democracias en el mundo, y tanto los emperadores bizantinos como los
zares de Rusia llevaron el título de “autócratas”, pero en ningún caso la
realidad ha correspondido a la teoría. El poder, aún el más absoluto, tiende a alguna forma de difusión y es
compartido por algunos. La experiencia enseña que nunca mandan ni el uno ni los
muchos; siempre mandan unos pocos, una minoría más o menos jerarquizada. Es la
“ley de hierro de las oligarquías”, entendiendo aquí la expresión oligarquía
no en sentido peyorativo o relacionado
exclusivamente con el mando de los pudientes, sino en su acepción etimológica
de gobierno de los pocos. Tal es la ley férrea de la política y de cualquier
agrupamiento humano: “quien dice organización, dice oligarquía”. La enunció el
sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936), pero reconoce sus antecedentes en
el también sociólogo ruso Moisés Ostrogorski (1854-1919), que describió la oligarquización de los partidos políticos
al despuntar el siglo XX, en el jurista y teórico político italiano Gaetano
Mosca (1858-1941), que acuñó el término “clase política”, y encontró en otro
italiano, economista y sociólogo, Vilfredo Pareto (1848-1923) la formulación de
la teoría de las élites y su circulación.
La ley de hierro de las oligarquías
En
síntesis, estos pensadores señeros del realismo nos dicen que en todas las
sociedades humanas aparece una minoría de los que gobiernan y de los que intentan llegar al gobierno en un próximo
turno, y mayorías que son gobernadas. La “clase política” o élite, tanto
gobernante como opositora, es la que triunfa en la lucha general por la notoriedad,
que en las sociedades humanas tiene un papel más importante que la lucha por la
vida. La masa de los hombres resulta persuadida, generalmente, por actitudes
primarias, no lógicas, que se presentan bajo la forma de discursos lógicos. Las
élites políticas no se cristalizan sino que circulan: la historia política es
un cementerio de élites. Las instituciones políticas tienden a ser más
duraderas donde este proceso de circulación es más abierto: la élite dominante
debe tratar de incorporar a las rivales o está destinada a perder el poder. En
cuanto a la mayoría de los hombres, desean ser dirigidos. Las élites políticas,
a través de sucesivas incorporaciones de sus grupos rivales, tienden a
perpetuarse oligárquicamente en el poder. Una vez llegados a éste, se produce
en los dirigentes que ayer fueron opositores una “metamorfosis psicológica” que asegura aquella perpetuación.
La
ley de hierro desenmascara las pretensiones de toda política que no se atenga a
la “verdad efectiva” de lo concreto factible y agible en un momento histórico
determinado. Lo bueno y lo posible son sinónimos en política. Lo imposible, sea
que resulte expuesto en el efímero eslogan del marketing electoral -“pobreza cero”- o se estructure en la
rigidez de un discurso ideológico
-“sociedad sin clases”-, como todo sueño de la razón, conduce al
desastre. “Exijamos lo imposible”, el lema de Marcuse que se le cuelga al Che,
tiene el paredón a la vuelta de la esquina. La ley de hierro tiene, por lo
tanto, un efecto saneador. Pulveriza las teorías universales, los “grandes relatos” ideológicos, la conversión
de los deseos en efectividades que reclamar como derechos y
fuerza a la prudencia política a adecuarse a la realidad monda y lironda. Si la
única verdad es la realidad de las cosas, como enseñó San Agustín a Jaime
Balmes y este último a Perón, no transige con las ensoñaciones. Hallar la
verdad de la materia política puede ser duro, lo que no significa que sea
negativo. El inconveniente, señala Dalmacio Negro, es que, si se lleva hasta
sus últimas consecuencias, puede
conducir a la conclusión ácrata de que el poder es malo -sobre todo el poder de
los que no nos gustan, como ocurre con las conclusiones de Michel Foucault.
Esto es peligroso, agrega Negro Pavón, y está en la base de la mayoría de los
sistemas liberales que nacieron en el siglo XIX. Supone que, en definitiva, la libertad
del hombre es riesgosa porque su poder es malo y porque la razón del hombre es
incapaz de conocer el bien y la verdad. Pero la ley de hierro de las
oligarquías resulta escéptica sólo en el sentido etimológico del término –“el
que mira alrededor”- y se concentra en despabilar la naturaleza de las cosas
políticas, única manera válida de actuar en ellas de modo conducente a la
finalidad de la vida buena.
Sobre partidos, partidocracia y teatrocracia
Los
partidos políticos están sometidos a la ley de oligarquización. La clase
política, que surge de la dirigencia de estos partidos, mantiene, por debajo de
las rencillas del espectáculo, una
solidaridad en resguardar y perpetuar su
situación oligárquica, que he denominado en otras ocasiones “partido único de
los políticos”, para el caso argentino con su acrónimo: PUPA.
Nuestra constitución, a partir de
1994, proclama en su artículo 38: “los partidos políticos son instituciones
fundamentales del sistema democrático”. La enfática declaración ya era rancia cuando se sancionó, más que muchos artículos originarios de 1853. Porque en el mundo, los partidos políticos se
mostraban ya como formatos de organización que no se correspondían con las
exigencias del tiempo. El tipo de organización partidaria o, lo que es lo
mismo, la oligarquización que ella produjo,
estaba ligada a la fábrica con cadena de montaje y a una burocracia
estatal con roles y funciones también estandarizados. El partido de masas con
impostación ideológica, que había tomado el lugar del partido parlamentario de
notables, encontraba allí su lugar, que
en su lado oscuro lo mostraba como máquina para adquirir y gestionar la renta
política, esto es, el botín de cargos y despojos; el reparto de beneficios,
prebendas y sinecuras entre la
clientela; el cobro de un “peaje” por el dictado de las normas orientadas al
incremento de la renta económico-financiera, etc. La deslocalización
industrial, la revolución digital, el individualismo narcisista, el crepúsculo
de las ideologías rampantes y su sustitución por una ideología light donde el turbocapitalismo
planetario se disimula al presentarse junto a la “revolución de los deseos” de
la izquierda caviar –los deseos individuales surgidos de tu proyecto biográfico
son realidad y tienes derecho a exigir su concreción a como dé lugar-, subordinan
la político al espectáculo de entretenimiento (entre-tener: tener en
suspenso entre dos intervalos, impidiendo toda concentración), de puro
esparcimiento (esparcir: derrame constante de minucias). De modo constante, la
materia de lo común, el espacio ciudadano, se reduce a la anécdota
(¿corresponde a un precandidato presentarse a las fotos vistiendo zoquetes con
chancletas? –comidilla de varios días para todas la formas de prensa y redes
sociales). El público –la “gente”- no sólo absorbe sino también
“participa”, a su modo (Byung-Chil-Han dice que el sujeto actual no actúa: sólo
teclea y se hace la ilusión de participar), dentro del ruido insoportable de
las redes sociales. El mismo autor
afirma que el ejercicio despótico del poder no resulta hoy necesario: el hombre
de las redes se explota a sí mismo mientras cree “realizarse”. Es –dice- su
propio Big Brother. Y agrega que a estos males se une el de la “transparencia”:
bajo el shock de presente, la estrategia política, que requiere tiempo y
secreto (los arcana imperii) desaparece, y los políticos, partiquinos
del espectáculo, actores antes que autores, se convierten en deficientes
administradores del desencanto. Los partidos, ya de antes convertidos en
empresas de maximización del voto del sufragante consumidor hacia la oferta de
candidatos producto del marketing, cuyo principal insumo eran las encuestas y
su finalidad maximizar beneficios por la
obtención de mecanismos de poder y el manejo de la caja de dineros públicos, se
transforman en agrupaciones biodegradables. La masa a que apuntaban es hoy un ”enjambre digital
de individuos aislados” y los “representantes” no se asumen ya como peones del
sistema –como era su apariencia anterior- sino directamente como elementos
autorreferenciales que se representan a sí mismos en el gran espectáculo de la
política, sin sujetarse a ninguna lealtad sino apenas a guiones momentáneos
dictados por el marketing de circunstancias. La democracia de partidos, la
partidocracia, es hoy la teatrocracia que entrevió Platón hace mucho: una
democracia de espectáculo, de público virtual e imágenes de candidatos, de “espacios”
cambiantes donde los elencos de personajes se intercambian constantemente sin
sonrojarse -¿adónde va Victoria Donda? ¿de dónde viene Sergio Massa? ¿encaja en
algún lado Roberto Lavagna?-. Lo mismo ocurre con las dirigencias oligárquicas
sindicales, lobbies empresariales o mandarinatos culturales progresaurios. Lo
único que permanece en este espectáculo cambiante es, entre nosotros, un tercio
de la población reducida a miseria sin
retorno –la movilidad social de veinte años atrás hoy es impensable para ese
sector reducido a servidumbre- encuadrada en “organizaciones sociales” por
punteros de barrio, piqueteros pontificios, clasistas vociferantes cuando han
desaparecido las clases, y demás parásitos que administran los masivos
subsidios que el Estado (el Estado “ellos”, esto es, la oligarquía
política que usufructúa su turno) otorga (extrayéndolo del Estado “nosotros”).
Como estos grupos fueron asumiendo su propia personalidad presentándose como
partidarios de la revolución, según resulta de sus cánticos y banderas, se
asiste a un nuevo invento aborigen, parangonable al del dulce de leche y del
colectivo: el del revolucionario subsidiado con dineros públicos. En puridad,
resultan la masa servil, excluida de la ciudadanía, que se arrastra a votar en los turnos
electorales, para decidir los resultados en los grandes centros urbanos. Cuando
se intercambian denuncias sobre ejercicio de “populismo económico”
distributista, tanto los críticos como los criticados reiteran sin cesar,
cuando el turno les toca, el mismo mecanismo objeto de sus denuestos, como
puede ver cualquiera que examine la composición del gasto público de turno a
turno. La crisis de la representación ha dejado de ser visible porque los
representantes autorreferenciales viven en otro mundo incomunicable con el de sus
aparentes representados. La
clase política reside en y perora sobre la cosa pública desde otra dimensión,
como los dioses de Epicuro, que moraban en los intermundia más allá de nuestro cosmos, sin preocuparse de nuestro
mundo y de sus habitantes. La única
representación más o menos eficaz en nuestra política está en las "organizaciones sociales", correas
de transmisión de las demandas del pobrerío marginal reducido a
servidumbre clientelar. Los happy few de la clase globalizada no
necesitan representantes, o los influyen por los lobbies correspondientes,
llegado el caso. La clase media, identificada con la marka del CUIT o CUIL,
residuo del arraigo, es la verdadera gleba de la globalización, a la que
se mantiene entretenida con los sex toys
de la revolución cultural, mientras se la confina en la absoluta carencia de
representación y participación política.
Continuidad de las oligarquía, pero fin del partido
político como “institución fundamental”, etc. Final de un juego, en puridad. Habrá que pensar en qué
campo y con qué jugadores se reanudará el eterno espectáculo de la política. Contribuyo
con una propuesta.
Elección,
subasta, sorteos
Como hemos visto, bajo una ley
inexorable, todas las estructuras políticas existentes (partidos, sindicatos,
el Estado) se manejan por oligarquías. La real forma de gobierno, y la forma
política real, se manifiestan en el mando de unos pocos. La oligarquía, afirmó
Gonzalo Fernández de la Mora, “es la forma trascendental de gobierno”. No se
pueden eliminar tales oligarquías; a lo sumo, procurar que no sean siempre las
mismas. Las utopías se han estrellado en
vano contra este duro macizo de realidad, y cuando han intentado sortearlo, el
precio se ha pagado con sacrificios en los altares del miedo. La democracia
representativa permite a las oligarquías operar a voluntad y vampirizar a la
sociedad hasta agotarla. La reacción populista (me refiero al populismo
político; sobre la fantasía de eliminar el populismo económico ya nos hemos
referido más arriba), justificado en su inicio, termina generando nuevas oligarquías.
Entonces, si las oligarquías no pueden eliminarse, hay que encontrar regímenes
políticos que permitan atemperarlas y controlarlas mejor que los hasta ahora
ensayados.
Nuestras oligarquías se han vuelto autorreferenciales, separadas
de la ciudadanía, del pueblo, entendido como quienes no gobiernan ni ejercen
funciones orgánicas de autoridad. Una ideología básica y cerrada une al “partido único de los políticos”, más
allá de la dicotomía de antigualla entre izquierda y derecha, y consiste en asegurar su reproducción y supervivencia. La instancia electoral, donde normalmente se
debe optar entre la oferta monopolizada por cambiantes “espacios” con caducos
rótulos partidarios, pocas veces deja lugar a la función que Ostrogorski
asignaba al voto, esto es, que sirviera de instrumento del ciudadano para
intimidar a la clase política. El sistema político arranca a los ciudadanos el
poder de intimidación social y lo vuelve contra ellos: los intimidados son
ahora los propios ciudadanos, en nombre de la continuidad del sistema. A veces,
esta función intimidatoria se manifiesta y su mensaje no es recogido por sus
destinatarios. El 14 de octubre del 2001, en las elecciones de renovación legislativa durante
el gobierno de Fernando de La Rúa, se produjo lo que entonces llamé una “huelga
electoral”: votó el 50% del padrón nacional y el otro 50% se abstuvo, votó en
blanco o anuló a sabiendas su voto. Fue un primer registro de la aguja del
sismógrafo, que las voces oficiosas insistieron en minimizar. En diciembre de 2001 estalló el grito: “¡que
se vayan todos!”. Un grito ingenuo, si se quiere, ya que –y sobre todo en
política- nadie se va sin que lo echen. Esta vez, sin embargo, el sismo fue
perceptible y se conmovieron las estanterías de la clase política, que hasta
ensayó gestos de reforma (pero se sabe, como enseña el refrán, que el que a sí mismo se capa, buen par de
compañones se deja). Los partidos políticos, en su versión habitual, como
vimos, quedaron pulverizados. Podemos extraer de allí una consecuencia importante:
el sistema electoral, cualquiera sea modalidad, tiende a impedir que el
ciudadano ejerza su único poder, esto es, intimidación social sobre las
oligarquías en riña que conforman la clase política. ¿Hay otra manera de
escoger candidatos que dé al ciudadano algo más que optar por el menos malo por
temor al triunfo de alguien peor?
Podemos encontrar un antecedente
orientador en una vieja institución americana: el cabildo indiano. Los cargos
capitulares se escogían por elección, por tirar a suertes –a veces combinando
ambas formas y, luego por venta en pública subasta de las funciones concejiles,
adjudicadas al mejor postor. Esta última forma, que procuraba ingresos al
erario público, concentró más la oligarquización consecuente, ya que los
privilegiados adquirentes solían desvincularse absolutamente de los intereses
públicos. De modo clandestino, bajo forma de licitación de candidaturas,
también se dio entre nosotros en nuestro tiempo –así se supone que Néstor
Kirchner consiguió el favor de Eduardo Duhalde para la carrera presidencial,
empinándose sobre otros candidatos más notorios. Dejando de lado esta modalidad
más bien espuria de acceder a magistraturas públicas, nos quedan las otras dos:
elección y tirar a suertes. Sobre la
elección ya vimos que el sistema de monopolización de la oferta por rótulos
partidarios biodegradables la reduce a una opción entre lo malo y lo peor,
quitándole al voto la posibilidad de intimidación social sobre la clase política,
única herramienta capaz de otorgar un asomo de poder al votante. La teoría representativa dice que yo,
ciudadano elector, decido sobre quién decidirá por mí. La “verdad efectiva” de
la representación es que se nos da una opción entre males, para establecer
quiénes, dentro del partido único de los políticos, decidirán por sí y ante sí supuestamente en mi nombre. Queda el tirar a
suertes. Así se elegían las
magistraturas ordinarias en la antigua Atenas, poniendo, según Platón, “la
elección en manos del divino azar”. Se extraía de una urna la tablilla con el
nombre del candidato y de otra un haba; si ésta era blanca, quedaba elegido el
individuo cuyo nombre se hubiera sacado al mismo tiempo. En la Florencia de los
siglos XIV y XV también se utilizó: los nombres de los candidatos se
insaculaban, esto es, se colocaban en una bolsa, de donde se extraían –desinsaculaban,
expresión que se utiliza aún hoy en el lenguaje forense- los electos. Los cargos municipales en la
corona de Aragón se elegían por el mismo método, y éste fue trasladado,
combinándose con el voto, como hemos visto, a los cabildos de las fundaciones
hispánicas en nuestra ecúmene. La
cuestión de la elección por sorteo, una corrección democrática de nuestros usos
electorales actuales, vuelve a plantearse hoy y podrá ser objeto de alguna futura
entrada. Combinada con los mandatos imperativos, la posibilidad de revocabilidad
permanente y discrecional de los mandatos, los referendos de iniciativa
ciudadana y los controles tanto previos como pendiente el mandato y cumplido
éste, son posibles instrumentos de mitigación y más eficaz control de los efectos de la ley
de hierro de las oligarquías que los mandatos representativos hoy en crisis.
El espectáculo de desprecio, pitorreo
y tomadura de pelo que los cínicos integrantes de nuestra clase política, sin
acepción de corrientes o rótulo
partidario vencido presentan hoy ante
nuestra pánfila mirada ciudadana -¡y aún la campaña no se largó!- es de tal vileza que sólo lo emparejan
aquellos recuerdos del 2001 y 2002, cuando surgió lo de “que se vayan todos”.
He perdido el rastro de quien, ante este desfile de imposturas, dijo que las
ratas habían dejado sus cuevas y se habían puesto a buscar comida campando en
las vidrieras. Ratas de la clase política; comida que es nuestro voto. Sin fe y
sin respeto, como dijo alguna vez José Antonio, este viejo profesor recordó
ciertas cosas que alguna vez enseñara y que, quizás, puedan ser de alguna
utilidad para sus compatriotas de a pie, tan chacoteados por la runfla de
siempre como él.-
1 comentario:
Quizás podría agregarse otro método para dirimir candidaturas: el juicio de Dios, a la antigua. No me refiero al azar, como parece que decía Platón, sino al duelo. Una justa entre los candidatos. El que sobrevive, gana. Lo mejor para la circulación de la clase política...
Publicar un comentario