El intento de golpe se produjo un viernes por la noche [15 de julio]. Para el domingo por la tarde ya se había filtrado en una cuenta progubernamental de redes sociales una lista de 73 periodistas que debían ser detenidos. Mi nombre figuraba en primer lugar.
En tres días, veinte portales se volvieron inaccesibles y se cancelaron las licencias de 24 emisoras de noticias y radio. Se produjo un asalto del diario Meydan y sus dos directores quedaron detenidos (fueron liberados 24 horas más tarde). Ayer, el periodista Orhan Kemal Cengiz, también incluido en la lista, fue detenido en el aeropuerto junto a su mujer. Es casi imposible escuchar hoy voces disidentes, en unos medios controlados en buena medida por el Gobierno. Se ha supendido la Convención Europea de Derechos Humanos hasta nueva orden. Una nube de temor se cierne sobre el país.
Cuando esta semana el presidente Recep Tayyip Erdoğan declaró el estado de emergencia por tres meses, yo pensé: “Nada ha cambiado”. En mi condición de periodista que ha producido documentales sobre todos los golpes registrados en el país, y que ha vivido los últimos tres, sabía mejor que bien lo aterrador que podría haber sido un régimen resultado del golpe. Sin embargo, sabía también que su fracaso potenciaría a Erdoğan, convirtiéndole también en un opresor rápidamente.
La política de Turquía siempre ha funcionado como un péndulo: se mueve de la mezquita a los cuarteles, y vuelta atrás. Cuando oscila demasiado cerca de la mezquita, aparecen los soldados e intentan llevarlo hacia los cuarteles. Y cuando la presión a favor del laicismo se vuelve demasiado grande, crece el poder de las mezquitas. Y los demócratas instruidos, metidos entre estos dos estos extremos, son siempre los que se llevan la paliza.
¿Por qué no podemos escapar de este dilema? Es fácil de explicar y difícil de resolver. Los militares turcos han sido, por desgracia, los únicos “guardianes” con poder del laicismo, en un país en el que la sociedad civil no ha madurado, los medios de comunicación están censurados, y los sindicatos, universidades y autoridades locales están neutralizados. Las fuerzas armadas siempre han pretendido ser los únicos protectores de la modernidad del país. Paradójicamente, sin embargo, cada golpe planeado no solo ha dañado la democracia sino que ha fomentado el radicalismo islámico. Una reciente escena en el funeral de una manifestante contra el golpe simbolizaba perfectamente la situación. Allí estaba el presidente. Rezaba el imán: “Protégenos, Señor, de la malignidad, sobre todo de la de los instruidos”. “¡Amin!” (“Amén”) rugió la multitud.
De modo que el intento de golpe de la semana pasada no es más que el último ejemplo de una oscilación que ha durado siglos. Pero también se está desenvolviendo como para ser una de las peores. Durante la intentona del 15 de Julio, las muchedumbres respondían a llamamientos de las mezquitas a cada hora. Chillaban “Alaju Akbar” mientras linchaban a los soldados; hacían ondear enseñas turcas y banderas verdes del Islam mientras gritaban: “¡Queremos ejecuciones!”
Inmediatamente circularon listas de toda clase de “disidentes”, no solo de periodistas. Casi 60.000 personas – entre ellas 10.000 agentes de policía, 3.000 jueces y fiscales, más de 15.000 enseñantes y todos los decanos universitarios – han sido detenidas o despedidas, y a diario se incrementan las cifras. La tortura, prohibida desde el golpe militar de los 80, ha vuelto a hacer su aparición. Se ha lanzado una campaña para resucitar la pena de muerte que se abolió en 2002. Es la mayor caza de brujas de la historia de la república.
¿Qué significa esto? Además del estado de emergencia, esto significa que la autoridad legislativa quedará neutralizada en breve a gran escala y se reorientará hacia la autoridad ejecutiva; se obstaculizará el acceso a un juicio justo y se impondrán mayores restricciones a los medios de comunicación. Erdoğan ya ha declarado que si el parlamento se muestra favorable a la pena de muerte, dará él su aprobación. Si no va de farol, esto puede provocar una ruptura total con la familia europea de la que Turquía se siente ya excluida.
Por razones que no podemos entender todavía, los soldados que trataron de hacerse con el control el viernes por la noche sólo bloquearon la carretera que va de Asia a Europa; el paso hacia Rusia, Arabia Saudí, Qatar e Irán no se vio obstaculizado. Yo lo encuentro una decisión simbólica, pues Turquía parece hoy atrapada en Asia. Se está cerrando la puerta hacia Europa.
Y los problemas con los que nos quedamos son estos. Bien, nos hemos librado de un golpe militar, pero ¿quién va a protegernos de un Estado policial? Bien, estamos a salvo de la “malicia de los instruidos” (sea esto lo que fuere), ¿pero cómo nos defenderemos de la ignorancia? Bien, hemos devuelto a los militares a los cuarteles, pero ¿cómo vamos a sacar la política alojada en las mezquitas?
Y la última pregunta hay que dirigirla a una Europa preocupada por problemas propios: ¿Mirará una vez más hacia otra lado y colaborará porque “Erdoğan tiene las llaves de los refugiados?” ¿O bien os avergonzaréis del resultado de vuestro apoyo y os pondréis del lado de la Turquía moderna?
Can Dündar, el autor del artículo precedente, es es redactor en jefe del diario Cumhuriyet. En mayo de 2016 ha sido condenado a cinco años de prisión imputado por "revelar secretos de Estado", sentencia contra la que ha apelado. Pasó 92 días en prisión, acusado de llevar a cabo "un acto de terrorismo", hasta que fue liberado cuando el Tribunal Constitucional turco declaró que se trataba de "un acto de periodismo”.
The Guardian, 22 de julio de 2016
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