NUEVOS Y VIEJOS "NEOCONS"
Luego de la batalla de Pavón, habiendo renunciado el presidente Santiago Derqui, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia, general Juan Esteban Pedernera, disolvió por decreto el Poder Ejecutivo federal, hasta tanto que la nación , reunida en Congreso, pudiese superar esa crítica situación. Caducas las autoridades nacionales, la mayoría de las provincias, algunas de ellas por decreto, reasumen su soberanía y autorizan al gobernador de Buenos Aires, general Bartolomé Mitre, que ha encabezado una revolución triunfante contra el gobierno legal, a constituirse en director supremo provisional, encargado de las realciones exteriores, con las facultades del Ejecutivo, autorizado a convocar a un nuevo Congreso constituyente. Gobernó Mitre siete meses con esa investidura (del 11 de marzo al 11 de octubre de 1862) y presidió las elecciones canónicas del 27 de julio de 1862, siendo proclamado presidente de la república para el período 1862-1868, acompañado por el coronel doctor don Marcos Paz en la vicepresidencia. Apenas asumido de jure don Bartolo, dictó un decreto que dispuso la creación de la Corte Suprema de Justicia, a cuyo frente puso a don Valentín Alsina, y como ministros Francisco de las Carreras (dsignado presidente ante la no aceptación de Alsina), uno de cuyos descendientes se encuentra hoy en la mira de la facción gubernista del Consejo de la Magistratura del PJN; Salvador María del Carril, instigadador del fusilamiento de Manuel Dorrego, Francisco Delgado y José Barros Pazos. No tenían sede propia y contaban con un secretario y tres empleados. En 1865, en el fallo "Martínez c/Otero", la Corte, casi al pasar, obiter dictum, en una causa entre particulares, afirmó que el general Mitre, cuando era un sublevado, pero a la vez gobernador de Buenos Aires y general en jefe del ejército, "fue autoridad competente para conocer y decidir (...) por ser quien ejercía provisoriamente todos los poderes nacionales, después de la batalla de Pavón, con el derecho de la revolución triunfante y asentida por los pueblos, y en virtud de los graves deberes que la victoria le imponía". Veinticuatro años más tarde, en la causa "Sojo", el alto tribunal plantea el control judicial de constitucionalidad, en nombre de la ley suprema "palladium de la libertad" y "arca sagrada" aunque, curiosamente, para declararse incompetente en un habeas corpus planteado por un caricaturista detenido por decisión no de un juez, sino de la Cámara de Diputados, algunos de cuyos miembros se habían sentido ofendidos (es decir, el paladio quedó guardado por el momento en el arca). Al año siguiente -"Elortondo"- se declaró por primera vez la inconstitcionalidad de una ley. Otras ocasiones habría, en general para evitar que las legislaciones locales impidiesen o estorbasen la gestión de inversiones de capital extranjero. Como bien dice Pablo Manili, hay tres paradojas meciendo la cuna de nuestra Corte. La primera, es que tardó diez años en comenzar a funcionar desde que fuera establecido en la constitución. La segunda, que su founding father fue un general golpista...legalizado luego. La tercera, que hasta la sanción de los códigos civil y comercial el tribunal aplicó las leyes de Indias; esto último no es tan grave: en los EE.UU., en alguna ocasión, ante un tribunal se invocaron las Siete Partidas.
Al naugurar el año judicial y en celebración de ese el sesquicentenario, el doctor Ricardo Lorenzetti, actual presidente del alto tribunal, dirigó una homilía al país, donde expuso lo sustancial de la vulgata neoconstitucionalista:
Necesidad del activismo judicial -"rol activo del juez con casos de agenda pública"
La Corte es el "lugar donde se expanden los derechos"
Ya no hay fundamentos dados para nuestra sociedad. Se requiere un debate permanente sobre los fundamentos, cuya ágora es la Corte, siendo misión de ella "identificar los consensos de la sociedad"
Las mayorías han tomado decisiones como el Holocausto, el terrorismo de estado o la pena de muerte. La Corte debe velar con el arma de la declaración de inconstitucionalidad. Custodia el coto vedado de los derechos humanos inderogables e indecidibles por mayoría. Por eso se habla de "democracia constitucional".
Por todo eso, ofrezco a continuación mi controspinta:
OJEADA
A LOS PROBLEMAS (Y ALGUNAS PARADOJAS) DEL “ESTADO CONSTITUCIONAL” Y DE LA “DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL”
Luis
María Bandieri[1]
Estado
constitucional, neoconstitucionalismo, democracia constitucional, resultan el
trípode donde se asientan habitualmente las reflexiones del jurista
posmoderno. El uso de estos prefijos
–“neo” y “pos”- está indicando la percepción, en nuestra disciplina y sus
cultores, de un cambio raudo, muchas veces desordenado y en ocasiones
desestabilizador, de las circunstancias del mundo en el que nos movemos y al
cual aplicamos nuestro catálogo de conocimientos: la organización política, la
construcción constitucional, los derechos fundamentales, el poder y sus límites, la ciudadanía, la
función judicial, etc. Con el prefijo
“pos” de posmoderno, estamos indicando imprecisamente el sentirnos atravesando
un interregno entre una época que intuimos que se va cerrando y el advenimiento
aún no acaecido de otra que habrá de sucederla. Pertenecemos, en todo caso, a
la época en despedida, esto es, al momento tardío y crepuscular de la
modernidad y sus categorías. Lo que en nuestro campo de conocimiento aparecía
más o menos ordenado, es decir, bajo un conjunto de formas y de relaciones
reconocible y previsible, se presenta ahora como una colección de fragmentos
dispersos, de disjecta membra
conceptuales. ¿Quién podría en la
actualidad referirse a nociones como “poder constituyente”, “representación
política”, “separación de poderes”, “derechos fundamentales”, “control
constitucional”, con la cartilla
habitual en la última década del no tan lejano siglo pasado? Resumo con un lugar común: atravesamos una
crisis que, como su etimología[2]
señala, marca incertidumbre en el juicio y en la decisión, cuando no sabemos
bien qué hacer porque no sabemos bien qué pensar, ya que están afectadas –como
señalaba en su tiempo Ortega y Gasset[3]-
no tanto las ideas que tenemos sino las creencias mismas que somos.
En
esta situación crítica emerge lo que podría llamarse –con expresión tomada de
Norberto Bobbio[4]-
un “bloque conceptual”, aunque no aún un sistema acabado de pensamiento
jurídico, donde menudean las expresiones referidas al inicio: Estado
constitucional, neoconstitucionalismo, democracia constitucional. A medida que
se recorre la vasta e incesante bibliografía sobre estos temas y los a ellos
conexos, se va manifestando una tendencia que se plantea como superadora de
viejas dificultades y antinomias: entre
el poder político del Estado y los derechos fundamentales del individuo; entre
la eficacia simbólica[5]
de las proclamaciones constitucionales y su efectividad plena; entre imposición
mayoritaria y democracia auténtica; entre la función del legislador
“motorizado”[6]
y la misión del juez en el judicialismo constitucional; entre normas y valores
y más allá aún, entre derecho natural y derecho positivo. Esta corriente principal, este main stream que se aúna bajo el rótulo
de “neoconstitucionalismo”[7],
intenta, pues, poner nuevamente en forma no sólo la materia constitucional sino
el derecho en general, porque, según sus principales expositores, “más que [de]
una continuación se trata de una profunda transformación que incluso afecta necesariamente la concepción del derecho”[8],
de “un derecho sobre el derecho” [9]y,
aún más allá, de la proyección hacia un “constitucionalismo mundial”[10]. En algunos doctrinarios de esta corriente se
advierte un fervor casi misional, en el que cada afirmación parece destinada a
un proceso de “exporting the pursuit of
happiness” –para usar un sugestivo título de Alford[11]- de dimensión planetaria. Las cabezas
principales del neoconstitucionalismo proclaman estar planteando un nuevo paradigma, con los alcances que a este
término le diera Thomas Kuhn, y ya decía este autor que la adhesión a un nuevo
paradigma tiene más de conversión que de persuasión racional[12].
He
manifestado en trabajos anteriores[13]
mis reservas acerca de que este main
stream nos conduzca a una superación efectiva de los bloqueos insalvables
en que acabó desembocando el constitucionalismo clásico. Ello así, básicamente,
porque el constitucionalismo clásico y el neoconstitucionalismo comparten el
mismo subsuelo filosófico y jurídico,
subjetivista, individualista y
contractualista, siendo la novación contenida en el “neo” una vuelta de tuerca
quizás definitiva sobre aquellos fundamentos. El neoconstitucionalismo no es,
en todo caso, permitiéndome a mi vez el recurso al sufijo, el
posconstitucionalismo[14]
que el cambio epocal exige.
El
propósito de esta intervención es examinar los problemas y paradojas que
presentan los conceptos de “Estado constitucional” y de “democracia
constitucional” en clave neoconstitucionalista.
Señalo que los alcances que los autores de la corriente dan al concepto
de Estado Constitucional -o Estado
constitucional de Derecho o Estado Democrático Constitucional, como también
suele designárselo- conducen coherentemente a la dilución de la forma política
“Estado”. Siendo el autor del presente un crítico de la estatalidad, el
señalamiento no expresa una reacción nostálgica ante su pérdida en el plano
teórico, pero sí se advierte la paradoja de plantear una fórmula estatal, el
“Estado Constitucional”, cuyo primer
término, “Estado”, resulta doctrinariamente biodegradable y destinado a
desaparecer en los propios términos del planteo. Sostengo, por otra parte, que
la democracia constitucional en el Estado Constitucional disuelve en el adjetivo “constitucional” el
sustantivo “democracia”, principalmente por el escamoteo del componente
“pueblo”, sujeto jurídico-político sin el cual
la democracia como forma de
gobierno y régimen político no resulta posible. La democracia constitucional en
registro neoconstitucionalista se plantea como un núcleo de imperativos
morales, no jurídicos ni políticos, bajo custodia de un colegio restringido y
antimayoritario de expertos. Ante esta
amputación del pueblo como sujeto jurídico-político, el “Estado” Constitucional
puede calificarse, sirviéndonos otra vez del sufijo, como “posdemocrático”. La
doble e incómoda paradoja ante la que no trepida la corriente de pensamiento
jurídico más relevante de nuestro tiempo, esto es, la proclamación de un
“Estado” que carece de estatalidad y de una “democracia” que rechaza el demos, resulta, me parece, el reto más
importante para el jurista de este tiempo.
Precisiones terminológicas sobre las
“formas políticas”
Se
permitirá a este viejo profesor recordar algunas definiciones que los especialistas
conocen muy bien, pero que, a partir de la declinación de los estudios de
derecho político y de que haya tomado su lugar la terminología estrictamente
politológica, no resultan familiares ni claras para los estudiantes del campo
jurídico, habiendo quedado aquellos vocablos corroídos por la ambigüedad y la
polivocidad.
Distingamos,
ante todo, las formas políticas. Las formas políticas o formas de lo político son las diversas figuras en
que, a lo largo de la historia, se ha ido desplegando y concretando
dinámicamente la politicidad natural del hombre[15].
Lo político señala las invariantes que resultan de la naturaleza del
zoon politikon y que se expresan en
tres presupuestos básicos y permanentes: a) que el dato primo de toda
manifestación política es un conflicto;
b) que este conflicto se desarrolla en el campo de lo público, esto es, de lo común
que interesa a todos; c) que la
composición y puesta en orden de este conflicto se da a través del ejercicio del poder, que se expresa en la relación mando/obediencia,
lo que exige un gobierno[16].
Este orden de relaciones de la convivencia política se ha ido expresando
históricamente en los distintos lugares que poblaron nuestros semejantes. Cada
forma expresa un orden político fundado en una cosmovisión, asentada en un
principio unificador y manifestada en un simbolismo propio. Resultan muy variadas a lo largo de la
peripecia histórica del hombre, pero su número no es indefinido, y pueden
reducirse a cuatro tipos básicos: la
Ciudad , el Imperio, el Reino y el Estado. El Estado fue la
forma política emanada de la racionalidad occidental, en el auge de la
mentalidad mecanicista, como un aparato concebido a modo de “dios mortal”, con
la finalidad de evitar la guerra civil, cobrando vigor a partir del siglo XVI,
hasta nuestro tiempo, donde se observa su declinación. No debe confundirse el Estado, forma política
histórica, con un nacimiento,
crecimiento, apogeo y
decadencia, como cualquier otra forma
política, con la forma política por antonomasia, incluso llegándosela a
considerar eterna. Para la teoría general del Estado alemana (Allgemaine Staatslehre), “Estado”, en
mayúscula obligatoria, se tomaba como sinónimo de forma de organizar el poder
político en todo lugar y en cualquier tiempo. Tal identificación errónea lleva
a la confusión entre “Estado” y “sociedad política”, porque esta última sólo
podría organizarse bajo forma estatal.
Del Estado de Derecho al ¿Estado?
Constitucional
El
Estado como forma política fue monárquico en su primera fase y, al fundirse con
la nación, pasó el pueblo, bajo el dogma de la “soberanía popular”, a ser el
titular aparente de ese mando.
Veamos
ahora la subforma estatal que llamamos Estado de Derecho, Rechtsstaat, aporte alemán,
así como aporte francés fue la separación de poderes. El Estado de Derecho,
producto de la Ilustración, tiene por
finalidad asegurar la libertad (la libertad de la pujante burguesía) frente a
los abusos del poder político: la esfera de la libertad individual se postula
ilimitada en principio (salvo lo que estrictamente prohiba la ley), y la del
Estado para invadirla, limitada en principio (salvo lo que estrictamente
permita la ley)[17].
¿Cómo puede el Estado limitar su poder sin menoscabar su soberanía? Por dos
medios que están consignados en el art. 16 de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de la asamblea francesa de 1789: reconocimiento de
derechos fundamentales y separación “geográfica” de poderes, sin los cuales una
sociedad n’a point de constitution,
no tiene constitución. El instrumento que consagra ambas garantías es la ley, a
cuyo tope se coloca una superley: la constitución, con la doble garantía
antedicha. Todo este aparato legal está justificado por la ficción
contractualista: la voluntad de la ley es mi propia voluntad, que ha
contribuido a su creación y, por lo tanto, al obedecerla me obedezco a mí mismo[18],
y ello desde el momento constituyente originario, ya que la asamblea funcionó
en ese caso, en tanto y en cuanto originaria, y principio y causa de sí
misma, como escenario del contrato
social primigenio. El Estado se encuentra así limitado por su propio derecho positivo,
lo que encierra desde ya una paradoja: está sujeto a la ley, pero no hay ley
que no pueda, con las debidas formalidades, abrogar. La acción del Estado no es
legítima si no es legal; esto es, si no obedece a un ordenamiento de normas
preexistentes. Se hace coincidir derecho con ley escrita, en proceso que
culmina en el positivismo normativista[19]. Kelsen
identifica circularmente Derecho y Estado: hay Estado, pero es Derecho;
hay Derecho, pero lo hace el Estado. Todo el sistema gira alrededor del principio
de legalidad. Zagrebelsky señala: “el
principio de legalidad no era más que la culminación de la tradición
absolutista del Estado”[20]:
el absolutismo regio había sido derrotado pero no eliminado, trasladándose al
Estado legislativo. No sólo y no tanto a una asamblea parlamentaria soberana,
como afirma a continuación este autor, sino más bien, por la ineficacia de la
separación “geográfica” de poderes, compatible con la unidad del poder
estatal, a un poder ejecutivo
hipertrofiado al que acompaña un gigantismo de la administración.
En
el Estado de Derecho, el derecho reducido a la ley no alcanzó a imperar
sobre el Estado, sino a la inversa. Lo
que hizo el Estado con el derecho fue territorializarlo, codificarlo y asumir
el control monopolístico de su producción, interpretación y aplicación.
En
este punto, el neoconstitucionalismo anuncia el advenimiento del Estado
constitucional, donde se habría de concretar plenariamente el imperio del
derecho.
El
Estado de Derecho, aunque centrado en el principio de legalidad, de gobierno de
la ley y no de las personas, contenía todavía, según anotó Carl Schmitt, un
elemento específicamente político, esto es, era aún un Estado, una forma
política. La juridicidad y la normatividad operaban como límites al poder, y el
elemento político se manifestaba en la invocación a la “soberanía del pueblo”,
presente en la mayoría de los textos constitucionales, y la consiguiente
referencia a la democracia como forma de gobierno, que podía ser en muchos
casos (como en la constitución argentina hasta la reforma de 1994) meramente implícita, fuera de los
instrumentos para llevarla en alguna medida a la práctica. El elemento “liberal” en el Estado de Derecho
se manifestaba en la malla jurídica de limitaciones, y el elemento “democrático” en los mecanismos más o menos amplios de
intervención del pueblo, en una “síntesis aleatoria” producto, como explica
Sampay[21],
de una contingencia histórica, ya que la vertiente liberal y la democrática
insurgen ambas, en una alianza de conveniencia,
contra una subforma estatal previa: la monarquía absoluta y, luego, la
del “despotismo ilustrado”.
El Estado Constitucional, en cambio, se presenta
como una modalidad de neutralización del elemento puramente político aún
subyacente en el Estado de Derecho.
En “ese moderno artificio” que es el
Estado Constitucional, dice Ferrajoli, se produce “una doble sujeción del
derecho al derecho”[22],
en forma y en sustancia: en la forma, por ajustarse a los modos de producción
del derecho y a las esferas de competencia de cada órgano; en la sustancia, por
la validación constante de cada producto jurídico por su escrutinio frente a
los derechos humanos de textura abierta, resultantes de constituciones o de
convenciones internacionales con igual jerarquía que aquéllas.
En
el sintagma “Estado Constitucional” un sustantivo declinante se apoya en un
adjetivo avasallador. El ocaso de la forma política estatal, la mayor
construcción técnico-jurídica de la racionalidad occidental, es tema demasiado
transitado como para insistir aquí más allá de la mención. Resulta más
importante iluminar a qué constitución se refiere el adjetivo “constitucional”.
No se trata de la constitución que preside la pirámide jurídica de cada
ordenamiento nacional, la ley constitucional concreta y particular –en ese
caso, “Estado Constitucional” sería un simple sinónimo del viejo “Estado de
Derecho. Aquella “ley suprema” expresaba una supremacía jurídica sobre un
territorio determinado y la población que lo habitaba y, allí donde junto a la
forma estatal hubiese una articulación federativa, se establecía, para el caso
de conflicto, la superioridad de la norma “federal” (central) sobre la local,
como ocurre con el art. 31 de la constitución argentina y su fuente, el art.
VI, segundo párrafo de la constitución de los EE.UU. La Constitución en su sentido actual, encarna
una supremacía jurídica y política, “puesto que el derecho ya no resulta
subordinado a la política como si fuera su instrumento sino que, al contrario,
es la política la que se convierte en
instrumento de actuación del derecho, sometida a los vínculos que le imponen
los principios constitucionales”; esto es, se ha vaciado la política en el
derecho, y éste, a su vez, se encuentra regido por un “derecho sobre el
derecho” que son los principios constitucionales. Y ya no se trata de constituciones
particulares, las que daban lugar a los habituales tratados o manuales de derecho constitucional “argentino”
“brasileño” o el gentilicio del caso –cuando el Derecho Constitucional era
simplemente “la materia comparsa del Derecho Civil o del Derecho Penal”[23].
Ahora se trata de una constitución
“cosmopolítica” que rige en una “esfera pública mundial”, proveedora de
principios y valores que ponen en acto derechos humanos con efecto irradiante,
que pertenecen a una esfera
indecidible por las instrumentos
político-institucionales clásicos, a un “coto vedado”. Una constitución rígida
global, que establece el zócalo del derecho del individuo cosmopolita –das Weltbürgerrecht-[24],
recogida en convenciones y declaraciones regionales y universales y expandida
por tribunales supremos nacionales o continentales de carácter
contramayoritario, colegios restringidos de expertos que se atribuyen un “poder
constituyente permanente”[25],
al modo de los “guardianes de Platón”, según la frase mordaz del Justice Hand[26].
Aparece así un superpoder sobrevolando a los tres clásicos.
El
Estado Constitucional vacía de contenido político a la forma estatal, pero
quiere seguir llamándose “Estado”, conservando vegetativamente ese sustantivo,
aunque quizás le cuadre mejor la denominación de “Constitución sin soberano”[27]
o, más bien, la de “soberanía impersonal
de la constitución global”. Por otra
parte, esta supremacía política y jurídica de la constitución, se afirma,
permite a cada individuo desenvolver al máximo su plan de vida, su proyecto
biográfico, requiriendo de los poderes públicos y de los otros individuos las
prestaciones o abstenciones del caso, por la vía judicial de ser desatendido.
De ese modo, dice Alexy, “quien consiga convertir en vinculante su
interpretación de los derechos fundamentales –es decir, en la práctica, quien
logre que sea adoptada por el Tribunal Constitucional Federal- habrá alcanzado
lo inalcanzable a través del procedimiento político usual: en cierto modo,
habrá convertido en parte de la Constitución su propia concepción sobre los
asuntos sociales y políticos de la máxima importancia y los habrá descartado de
la agenda política”[28].
El individuo empeñado en llevar su proyecto biográfico a la realización
procurará incorporar “su” derecho a la protección constitucional, vía la
jurisdicción constitucional, sustrayendo esa pretensión del ámbito mediado por
las instituciones del poder político.
Como
se ve, una nueva “pirámide jurídica” vendría a sustituir la que nos dejara el positivismo normativista[29],
cuyo ápice se conformaría ahora con
el bloque cosmopolítico de
principios irrevocables e indecidibles, que expresan una constelación de
valores universales resultantes de las convenciones del derecho posmoderno de
los derechos humanos, sobrevolado por un
mandato hipotético: “debes obedecer a la constitución global”. Y esta
constitución no es una medida para limitar o contener gobernantes, sino ella
misma un gobierno impersonal desterritorializado, una gobernanza o gouvernance mundial “que ha de parirse
–dice Segovia[30]-
entre los quejidos de los Estados nacionales resquebrajados y la petulancia de
una economía global que no soporta otras reglas que las suyas”.
La
estatalidad se disuelve en el “Estado Constitucional”, porque su ordenamiento
jurídico territorial se ha transferido al ámbito constitucional y la
constitución es apenas un capítulo de una superconstitución global. No hay
forma política “Estado” concebible sin una “evidencia territorial”[31],
asiento del “animal político” definido por su arraigo territorial en un lugar,
llámese polis, reino o nación-Estado.
Junto con la territorialidad, se pierden también las referencias al pasado
común, ya que los principios de esta superconstitución global se definen en un puro presente continuo en constante expansión e irradiación, por
referencia a valores difusos y ubicuos.
Los órganos dinámicos de este proceso son las cortes supremas y tribunales constitucionales, así como las
cortes supranacionales, por ej., la
Corte Europea de Derechos Humanos o la Corte Interamericana de Derechos
Humanos: esta última se declara intérprete suprema de las convenciones
interamericanas[32]. Este judicialismo constitucionalista se
expresa con las técnicas del derecho, velando así que estas decisiones toman el
lugar de las decisiones políticas;
literalmente, las suplantan[33]. Ya Carl Schmitt había entrevisto (1927) que
“el ideal pleno del Estado burgués de Derecho culmina en una conformación
judicial general de toda la vida del Estado. Para toda especie de diferencias y
litigios […] habría de haber, para ese ideal de Estado de Derecho, un
procedimiento en que […] se decidiera a la manera del procedimiento judicial”[34].
En otro lugar (1932), el mismo autor, hablando del Estado jurisdiccional,
judicialista o judiciario, donde la última palabra es la del juez y no la del
legislador, estando la justicia separada del Estado y colocada por encima de
él, que sólo ve posible “en épocas de concepciones jurídicas estables y
propiedad consolidada” anota: “en una comunidad semejante apenas podría
hablarse de ‘Estado’, porque el lugar de la comunidad política lo ocuparía una
mera comunidad jurídica y, al menos según la ficción, apolítica”[35].
A
veces, esta posibilidad del “Estado judicialista”, sometido a la supremacía de una constitución
cosmopolítica, se intenta justificar
refiriéndola al government of
laws, not of men del rule
of law. Pero, justamente, el rule of law, en su versión clásica, no
encuadra en la estatalidad y mal podría traducirse como “Estado judicialista”. Para comprender la confusión por malas traducciones de dos
tradiciones jurídico-políticas distintas, debemos efectuar algunas breves
precisiones sobre el sentido y alcance
del vocablo “gobierno”. El gobierno,
como vimos más arriba, es uno de los presupuestos de lo político, a partir de la relación mando/obediencia. Es una
institución permanente, de conformidad con la naturaleza de las cosas
políticas, que organiza el poder institucional con vistas al orden. No hay sociedad política sin gobierno
y todas las formas políticas han establecido una forma de gobierno. En la
terminología usual, se identifica “gobierno” con poder ejecutivo, esto es, con
un poder activo que suele convertirse en lo que Jouvenel llamaba el
“principado”: “todo régimen contemporáneo donde, de hecho, una sola persona
rige el cuerpo político”[36],
lo que acomoda perfectamente con nuestro ejecutivos hipertrofiados –y casi
todos los ejecutivos actuales están hipertrofiados. Más peligrosa aún es la previa identificación de
gobierno con Estado, lo que desemboca en la falsa noción de que el poder
ejecutivo es el Estado. La identificación poder ejecutivo = gobierno
= Estado no ha existido o no ha prevalecido en el área anglonorteamericana,
menos influida por la estatalidad continental. No existe la expresión “Estado”
en el sentido que le otorgamos los herederos de la estatalidad continental y
del Rechtsstaat: states son apenas los
elementos federados en la Unión americana. La estructura institucional para la
toma de decisiones es llamada en ese ámbito government,
mientras el poder ejecutivo, en el área norteamericana, es denominado
“administración”.
En
el rule of law [37],
a partir del destronamiento de los Estuardos
estatalistas (1689), se reanuda la tradición medieval del gobierno
limitado y el derecho no resulta un monopolio, en su producción y aplicación,
de un aparato estatal, sino que, en el common
law es propiedad común del pueblo (lo común no es, como en la línea del Rechtsstaat, sinónimo de “estatal”), siendo los jueces
independientes del gobierno, lo que lo asemeja al “Estado judicialista”
descripto por Schmitt[38],
salvo en que no se refiere a una forma estatal. Las fuentes del rule of law resultan a la vez más y menos variadas que
las del Rechtsstaat. No acuden
–o no acudían hasta hace poco- a una jurisprudencia de principios-valores
ponderados por jueces a partir de bloques de constitucionalidad, sino al common-law,[39]
la jurisprudencia, las leyes escritas, principios de justicia natural, equidad
y doctrina de autoridades.
La
expresión government of laws, de
origen británico, fue introducida por John Adams en la constitución de
Massachusetss. El Justice Frankfurter[40]
lo caracterizó como la posibilidad de que todo acto de gobierno pueda ser
cuestionado ante un tribunal. No equivale, dice Pereira Menaut, al principio de
legalidad del Rechtsstaat; no invoca
un gobierno impersonal de leyes abstractas, sino la posibilidad de llevar al
gobierno ante un tribunal de justicia; en última instancia, ante la misma Corte
Suprema, en los términos del common law. Pero –añade el autor citado-
la Corte “aun siendo Suprema, no tendrá la última palabra porque el Congreso puede
legislar contra sus sentencias”. Más que government
aquí se resalta una idea de control circular, de los actos de gobierno por
jueces, a su vez equilibrados por los poderes legislativos del Congreso y todo
esto bajo una Constitución de donde, por diversas vías interpretativas,
aparecen inscriptos ciertos principios morales y acuerdos fundamentales.
Zagrebelsky[41]
plantea un muy acertado cuadro diferencial entre el rule of law y el Rechtsstaat; entre la prudentia iuris y el principio de legalidad. El rule of law se orienta en el sentido de
la dialéctica del caso judicial; extrae, como aconsejaban los juristas romanos,
del derecho la regla para el caso, y no
desde la regla el derecho; el Rechtsstaat,
en cambio, remite a un soberano
que decide unilateralmente, y donde desde premisas –normas y principios- se
extraen decisiones. El Rechsstaat
parte de una justicia abstracta; el rule
of law procura enmendar injusticias concretas.
Desde
luego, las diferencias entre ambas tradiciones se han ido acortando con el
tiempo. La Gran Bretaña tiene ahora su Corte Suprema, una vez que los lores de
justicia fueron arrancados del Parlamento para formarla. En la jurisprudencia sobre principios-valores influenciada por el neoconstitucionalismo, el
juez ya no adjudica lo suyo de cada uno,
como una proporción que tiene que establecerse entre las personas a partir de
la objetividad de las cosas, sino que debe ponderar adjudicativamente entre
valores, que cada parte proclama como integrando su derecho, sin otro sistema de pesas y medidas
que su subjetividad, y atenaceado por
los efectos que pueda causar su decisión en los casos dilemáticos, expuestos a
la resonancia mediática. Aunque todavía con mayor mesura que en el continente,
tal orientación ha penetrado en el common
law. Además, la Convención Europea sobre derechos humanos es ahora
directamente aplicable por los jueces británicos, a partir de la Human Rights Act que entró en vigor en
2000, lo cual conduce a un control de convencionalidad débil[42],
aunque no exista un control de constitucionalidad interno. El tradicional acertijo acerca del equilibrio
entre el rule of law y la soberanía
del Parlamento muestra ahora nuevas facetas. Por otra parte, el Estado
Constitucional plantea la judicialización constitucional de todos los aspectos
del viejo Estado de derecho.
Recapitulando
al fin de este camino, se advierte la gran transformación teórica y las
consecuencias prácticas del planteo del Estado Constitucional por los
doctrinarios del neoconstitucionalismo. Pero se advierte también, que esta
organización política judicialista, a cargo
de colegios restringidos de
expertos que conforman los tribunales supremos, regidos por una constitución
cosmopolítica, deja de ser teóricamente un Estado. Podemos criticar la
estatalidad, y el autor de este trabajo se unirá a la crítica de buena
gana. Pero aquí se disuelve la
estatalidad clásica en una supremacía política y jurídica de superjueces
convertidos en guardianes de una república platónica, en aplicación de lo que
Mauro Barberis llama “imperialismo de la moral”[43],
Carlos Gabriel Maino “paneticismo”[44],
Luis Fernando Barzotto “positivismo moral”[45]
y yo he llamado “positivismo de valores”[46]. Esta nueva supremacía, en verdad, resulta
meramente aparente. El rostro de Gorgona del poder asoma detrás de la
constitución global y detrás de los
pronunciamientos de los tribunales supremos. Susanna Pozzolo anota: “quien tuviera la
‘sapiencia’ para acceder al ‘conocimiento moral’ podría transformarse en un déspota
mucho más peligroso que la terrena autoridad política”[47].
El “Estado” constitucional, expulsa en teoría
la política por la puerta, pero ella
reaparece en la práctica saltando por la ventana, a través de la politización
de la administración de justicia y la judicialización de la política y, más allá, en los actos de puro
poder en que se expresa actualmente lo que Giorgio Agamben denomina “estado de excepción” planetario y
“guerra civil mundial”[48].
Pese a los anhelos
neoconstitucionalistas, reaparece la política como nudo poder
globalizado, mientras la teoría cubre con una máscara respetable a la vieja
Medusa.
Formas de gobierno y la ¿democracia? constitucional
Con
la misma reserva previa efectuada al referirnos a formas políticas, asentaremos que forma de gobierno es el modo y la
manera en que se obtiene y se
ejerce el poder en una sociedad
política; en otras palabras, los tipos en que se institucionaliza el gobierno
del orden político. La tipología clásica de las formas de gobierno tomaba
criterios cuantitativos según que el disfrute del poder gubernativo fuese por
uno, unos pocos o por muchos y establecía límites de legitimación y pureza
según que la finalidad del ejercicio de ese poder fuese el bien común o, por el
contrario, el interés grupal. A cada forma política corresponden formas de gobierno, que pueden ser
cualesquiera de las clásicas.
Régimen político,
en su acepción clásica, es la realidad material y efectiva del orden político;
es decir, cómo opera concretamente la
forma de gobierno adoptada. Régimen se refiere –dice Negro Pavón[49]-
“a la correspondencia entre la denominación formal o nominal de la forma de
gobierno y la realidad del orden político concreto; a su veracidad o
autenticidad según el grado de cumplimiento de las funciones de custodia y
dirección de la cosa pública o común”.
Se mencionan, así, regímenes más o menos personalistas, según la
inevitable dosis de personalización del poder que en el caso se presente;
regímenes partidocráticos con mayor o menor monopolio de las candidaturas y de
los cargos por oligarquías partidarias; regímenes de desgobierno por más o
menos vasta corrupción estructural, etc.
La calidad del régimen político va del buen al mal gobierno, según sea
el manejo y custodia de la res publica,
de la cosa común del pueblo; por lo tanto, también se refiere a cómo se
funcionan efectivamente las instituciones, esto es, cuál es el grado de
realización de las fórmulas constitucionales referidas a los órganos por ellas
establecidos.
La noción de régimen político fue
elaborada por los griegos y ampliada y puesta a punto por los romanos. En uno y otro caso se partió de la toma de
conciencia de lo que es la “cosa común”. Un elemento nuevo que no pertenece a
nadie en particular sino a la comunidad, que para ponerlo en acto debe
organizarse políticamente –la producción de una cosa en común gobernada por la
deliberación de los miembros de una comunidad: una buena deliberación lleva a
una decisión y a una acción adecuada. Quod omnes tangit ab omnibus tractari et
approbari debet, decían
los romanos, lo que a todos afecta debe ser tratado y aprobado por todos. Descubren que esta vida política está
necesariamente especificada por el régimen, esto es, el modo concreto en que se pone en acto una
forma de gobierno. Los griegos, cuyos pensadores se movieron dentro de la forma
política de la ciudad, de la polis, que suponían la única posible, entendieron
que las tres formas clásicas de gobierno podían presentarse en aquélla. Pero,
aun para la forma de gobierno democrática, en el régimen político siempre se presenta un juego
entre tres elementos: los muchos, los pocos, el líder. El polites, el ciudadano, era una parte, una célula de la polis
territorialista; en cambio, en la Roma republicana, la civitas o ciudad romana, personalista, presuponía a los cives, los ciudadanos, hombres libres
propietarios de la cosa pública. De allí que la democracia romana –la civitas popularis-, con esa conciencia
de los tres elementos que juegan en el régimen político concreto -lo uno, los
pocos, los muchos- haya sido más intensa y profunda que la demokratía griega que, sin embargo, se convirtió en modélica para
la modernidad[50].
En nuestro tiempo encontramos clausurada
la clásica indagación de la filosofía política acerca de la mejor forma de
gobierno, aquella que procure más plenamente la “vida buena”. Hay una sola de
gobierno posible y aceptable: la democracia. En otro trabajo me he detenido a
examinar la equivocidad actual del término “democracia”, en cuanto puede
aplicarse a significados no ya simplemente diferentes sino sin conexión alguna
entre sí, y a ese texto en lo principal me remito[51]. “La democracia no es una solución, sino
un problema”, afirma Pierre Rosanvallon[52]; por lo tanto, la cuestión que el escrutinio
académico no puede rehuir –y más si el empeño
finca en que el régimen político sea lo más democrático posible- es
advertir que hoy, en la práctica y hasta en la teoría, la dificultad
democrática lleva a dejar redondamente de lado la democracia misma.
Entre las muchas
acepciones del vocablo democracia nos detendremos solamente sobre dos: la democracia como principio de
legitimación del poder y la democracia como forma de gobierno.
Toda forma
política y toda forma de gobierno pide una legitimación. “Legítimo”, según el
diccionario de la lengua castellana, es lo que prueba la verdad de algo. La
legitimidad política significa que el poder (potestas) se acompaña de alguna forma de autoridad (auctoritas), es decir, de reconocimiento
ligado a la permanencia y la tradición
que lleva a aceptar la obligación
política, y otorga un porqué a la obediencia.
Por ello, todo gobierno pretende un aura de legitimidad, para que su potestas no se vea como mera potentia, es decir, imposición por la
fuerza, y genere la resistencia a sus mandatos. El problema reside en que toda
fuente de legitimación, dado el vínculo señalado entre lo legítimo y lo
verdadero, fue desde tiempos inmemoriales una autoridad externa y superior a lo
legitimado. A partir de la secularización moderna, la legitimación se convierte
en interna y autorreferencial, lo que produce una situación de circularidad, en
la que lo que va a ser legitimado se
legitima por sí y ante sí, de la que se
pretende salir identificando legitimación con legalidad interna, esto es,
conformidad pura y simple del mandato del poder
con la norma básica o la regla de reconocimiento. Como señala Dalmacio Negro Pavón, en la
subforma estatal que llamamos Estado-nación,
a partir de Sieyès
-no en vano un clérigo-, “el Estado-nación se legitima vagamente
divinizando la nación como titular de la verdad, como autoridad”[53]. Pero eso
supondría admitir que la nación es anterior y superior al Estado, cuando lo que
la Allgemaine Staatslehre produjo
fue el desleimiento de la nación en el
Estado[54], con lo que la serpenteante argumentación
vuelve al principio y se muerde la cola. Ya Schmitt advirtió el error de reducir la legitimidad a
la legalidad. La legalidad cerrada no
puede surtir efectos legitimatorios, y los gobernantes se ven compelidos a
recurrir a la legitimación carismática construida por el marketing político en
formato de espectáculo para el homo
videns. Ya decía Maquiavelo que, de las cosas políticas, se juzga más con
los ojos que con las manos, porque verlas puede cualquiera, pero tocarlas muy
pocos. Sólo queda, pues, el
entretenimiento de la imagen suponiendo “consenso” y fingiendo la efectividad,
en definitiva el último y desnudo criterio legitimatorio. Pese la constante
invocación a la democracia en casi todas las esferas de la vida humana, incluso
en aquellas donde no cuenta ni puede contar, como forma de gobierno no se le
atribuye otra autoridad ni se le otorga otra legitimidad que la de la
observancia de las formas legales en los escrutinios electorales y consagración
de los candidatos, mecanismos que están lejos de revestirla de tales dignidades[55]. Parece confirmarse el aforismo de Nicolás
Gómez Dávila: “el más poderoso
argumento a favor de la democracia es el fracaso de sus adversarios en hallar un
sistema que la reemplace, a pesar de la impotencia de sus partidarios en
descubrir razones que la justifiquen”[56].
Aquella dificultad
legitimatoria fue aparentemente superada por la democracia liberal a partir de
la reformulación del dogma de la “soberanía del pueblo”. El liberalismo
dieciochesco, insurgido contra la monarquía, establece una alianza de
conveniencia con la “voluntad general” de raíz rousseauniana. El “anillo de la
conjunción esencial”, como lo llama Sartori, lo proporciona el
constitucionalismo clásico, con dos cerrojos a la decisión del pueblo cuya soberanía teórica se
proclamaba. El primero, fue la representación política, esto es, lo que Kelsen
llamó la “ficción de la representación”, “de escasa consubstancialidad […] con
los principios democráticos”[57], como añadía el
jurista de Praga: ya Rousseau había señalado que quien delega la voluntad, la
pierde. El segundo cerrojo, con el
control constitucional fuerte, a partir del tour
de force del Justice Marshall en
Marbury. El constitucionalismo nació invocando la “soberanía
del pueblo” para oponerse a la
monarquía, bajo la forma del Estado de la monarquía absoluta o del despotismo
ilustrado, pero, a la vez, dispuso los resortes constitucionales de manera que
esa “soberanía” del pueblo no pudiese ejercerse o sólo muy dificultosamente,
hasta el punto que Kelsen pudo llamarla “máscara totémica”, “aunque muy sutilizada y espiritualizada”[58].
“La función fundamental de una
constitución –resume Elster- es remover ciertas decisiones del proceso
democrático, es decir, atar las manos de la comunidad”[59].
La dificultad
democrática reside, en suma, en que no cabe afirmar a la vez que el pueblo
soberano es quien crea y legitima el poder y luego impedirle que se sirva de
ese poder del modo que crea conveniente.
Paradoja irresuelta hasta ahora, pero
que en la modulación neoconstitucionalista
se presenta con características cada vez más acuciantes y dramáticas.
El liberalismo político, por boca del
constitucionalismo clásico, cuando toca responder a la pregunta ¿dónde debe estar localizada la
autoridad política, el poder legitimado?
no lo hace con claridad. Sí
responde dónde no debe estar
localizada: ni en un gobierno dinástico, al que desprecia, ni en un gobierno
democrático, al que teme. ¿Dónde, pues? En la constitución, que remite en
teoría a una decisión del pueblo soberano. Pero, en la práctica, ¿quién debe
decidir lo que es y lo que no es constitucional? La pregunta: ¿quién decide? se trueca en
la pregunta: ¿quién decide qué puede y
que no puede decidirse? La respuesta
es: el areópago[60]
de la justicia constitucional. De allí surge el nudo irresuelto de la “objeción
contramayoritaria”. Como resulta de los
muy valiosos trabajos de Juan Carlos
Bayón[61],
no ha tenido una respuesta satisfactoria hasta el momento. Los intentos de justificarla –Bickel,
Dworkin, Ely, Ackerman, etc.- circulan alrededor de una aporía irresuelta: la
realización de la democracia presupone un núcleo de derechos fundamentales
expansivos, indecidibles democráticamente, custodiados por un colegio
restringido de expertos. La democracia se asienta en una precondición no
democrática, y esta precondición no democrática es la que asegura la
democracia. ¿Cómo afirmar a la vez que es el pueblo “soberano”
el que crea y legitima el poder y luego impedirle que se sirva de ese poder,
por una “soberanía” del areópago judicialista?
Lenio Luiz Streck señala con claridad: “la
regla contramayoritaria […] va más allá del establecimiento de límites formales
a las así llamadas mayorías eventuales; de hecho, ella representa la materialidad del núcleo político-esencial de la
Constitución, representado por el compromiso […] del rescate de las promesas de la modernidad”[62].
Para mantener las promesas de la modernidad hacia todos, tenemos que contener a
la mayoría con el cerrojo del control judicialista fuerte, custodio del “coto
vedado” indecidible. En otras palabras: de acuerdo con su “soberanía”, el
pueblo sabe lo que quiere mientras no se le pregunta; pero cuando se plantea la
pregunta acerca de lo que quiere, debe responder la “soberanía” del
areópago judicialista, que echa mano a una “representación
argumentativa”[63]
del pueblo todo.
Una “enorme minucia” es que los textos
fundamentales de nuestra época –desde la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, 21.3, hasta la GG (Grundgesetz),
Ley Fundamental alemana, 20.2, pasando por la constitución argentina (arts. 33
y 37) y la constitución brasileña (art. 1º y art. 14, inc. I,II,III) siguen
proclamando la “soberanía” del pueblo, a pesar de la merma brutal que, con
fundamento en esos mismo textos, se le
aplica. Volvamos a la frase de Streck:
la regla contramayoritaria, esto es, la derogación de la “soberanía” que al
pueblo se le atribuye, es el núcleo político de la constitución cosmopolítica
actual, para el “rescate de las promesas de la modernidad”. La modernidad
tardía, desde la metafísica de la subjetividad,
ha prometido la autorrealización plenaria del proyecto biográfico de
cada individuo, al compás de la constante expansión de sus deseos. No es el
“pueblo” el que puede poner políticamente en acto aquella promesa. Un poder
contra y supramayoritario, el
judicialista, resulta el único que puede modular los principios abiertos de la
constitución para que el sujeto “escuche los contenidos de su subjetividad”[64]. Aquel pueblo se había convertido en pueblo
–de acuerdo con la explicación de Rousseau- por medio de una “primera
convención”, y de ese “pacto social” emergió soberano[65]. Pues bien, para la posmodernidad, con la
finalidad de cumplir sus promesas, y en algún momento incierto pero reciente,
aquel pacto se resolvió. El individuo ha quedado desvinculado de un convenio
que tendía, según el propio Rousseau, a convertir su vida en la de un ciudadano
a tiempo completo[66]. Por otra parte, el ginebrino concebía el
pueblo, la sociedad política y el ciudadano
como particularizados; no cabía una “sociedad del género humano” ni un
“ciudadano del mundo”[67].
Ahora, en cambio, tenemos un individuo “soberano” y una constitución
cosmopolítica, fuente de valores que se manifiestan en principios para irradiar
los derechos fundamentales. Estos derechos no se refieren a la “naturaleza
humana” ni reflejan la “naturaleza de las cosas”, nociones hace rato puestas en
cuarentena. Ellos se fundan en la dignidad humana[68],
en lectura kantiana (Würde), que se
encuentra en el preámbulo de la Declaración Universal de 1948: “la dignidad
intrínseca y (…) los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de
la familia humana”[69]. Respetar la dignidad es respetar la ley moral
que el individuo porta consigo y la humanidad, según Kant, es ella misma una
dignidad[70].
La teoría moral de Kant es formalmente deontológica, esto es, no depende de
ninguna proposición sustancial concerniente a la naturaleza humana o a las
finalidades humanas que se desprenderían de esa naturaleza. El individuo
soberano debe ser respetado en razón de
su dignidad y, circularmente, la dignidad se funda en su derecho a ser
respetado. Tal abstracción deja a la
naturaleza, el antiguo fundamento de los derechos básicos o “naturales” del
hombre”, fuera de juego. La humanidad, en esta lectura, se define como una
capacidad de librarse de la naturaleza, de emanciparse de toda limitación
natural, porque toda determinación colocada
por encima de uno mismo contradice la independencia de la voluntad[71].
La “efectiva absolutización del concepto de dignidad” [72]
es la clave de bóveda del paso de Rousseau a Kant como fuente intelectual
posmoderna, del “pueblo” soberano
localizado al individuo “soberano”
cosmopolita, cuya esfera de acción tiene una custodia supra y contramayoritaria
en el areópago judicialista. “Pero un
individuo completamente soberano -dice con justeza Costas Douzinas- es un simulacro engañoso y burlesco del
Leviatán”[73].
A la luz de Rawls y Habermas
Tomemos ahora, para completar nuestro
análisis, a dos columnas del pensamiento iusfilosófico de nuestra época ¿Puede
llamarse democrático el espacio que
delimitan la “razón pública” de Rawls y la “democracia deliberativa” de Habermas?
Si recortamos el elemento mítico de la
soberanía popular resta, como principio,
que la autoridad para tomar las decisiones
que obliguen a la comunidad, debe estar localizada en todos y en cada
uno de sus miembros, conforme un ya recordado principio romano: quod omnes tangit ab omnibus tractari et
approbari debet , lo que a todos afecta debe ser tratado y aprobado por
todos[74]. Es la forma de gobierno y el régimen
político que permite la participación más amplia del mayor número posible de
ciudadanos en la vida pública, en
el manejo de la cosa común. Y es el que reconoce al pueblo, no una
“soberanía” de quita y pon, sino la maiestas
que le reconocía la Roma republicana.
Ahora y aquí, en nuestro tiempo, el elemento político democrático queda reducido al fugaz instante del sufragio
como opción entre las propuestas cerradas del marketing electoral,
hasta el punto de que un notorio politólogo argentino ha podido caracterizar al
Estado Constitucional como “una sociedad lo más civilizada y republicana
posible, pero democrática en el sentido estricto de la palabra, (...) cada vez
menos posible”[75].
Aunque en la copiosa literatura a
propósito de la relación entre los planteos rawlsianos y habermasianos se
intenta distinguir una posición liberal en los primeros y democrática en los
últimos, creo, como hace notar Stéphane Courtois[76],
que estas diferencias no son profundas sino de matiz, y que ambos autores
acuerdan en los principios. En el caso
de Rawls es el individuo y su protección
por medio de derechos subjetivos fundamentales anteriores a la asociación
política y no el pueblo y su voluntad la fuente de legitimidad del derecho.
Aquellos derechos, ya vimos, deben
constituir un núcleo indecidible por la voluntad mayoritaria, un “coto vedado”,
según la fórmula de Ernesto Garzón Valdés que ha hecho tanto camino. De allí
surgen criterios de racionalidad práctica y estándares morales que no están
sometidos a deliberación en la razón pública sino que conforman su marco previo
y cuyo foro cimero es la Corte Suprema: la razón pública es, en última
instancia, la razón de la Corte Suprema. Rawls, que sigue en este punto a Bruce
Ackerman, sostiene un “dualismo democrático”, donde las decisiones políticas
“normales” resultan de actos de gobierno corrientes, sin debate ni movilización.
Las decisiones políticas “fuertes”
conducen a mudanzas constitucionales,
no realizadas a través del mecanismo más o menos complejo del art. V de
la constitución norteamericana, sino a través del “gerenciamiento judicial” –judicial management- en el cual la Corte
decide lo que entiende que el pueblo le autoriza a decidir (es decir, preguntemos a la Corte lo que el
pueblo verdaderamente quiere). La democracia rawlsiana podría caracterizarse
como una fair procedural democracy[77],
una democracia procedimental justa, donde lo justo, en términos de Rawls,
también procedimental, es fairness in the
self-interest. Y aunque fairness suela
traducirse como “equidad”, más bien en ese contexto equivale a honestidad. Honestidad en el interés propio, como el jugador
que sigue las reglas y no trampea en el juego.
En cuanto a Habermas, señala Courtois
con acierto que “la mayor parte de los defensores actuales de la
democracia deliberativa sugieren una lectura ante todo procedimental del
principio de soberanía popular; ya no es de la voluntad popular, ya no es del
“pueblo” en tanto sujeto colectivo sustancial de donde emana la legitimidad de
las leyes fundamentales y de los principios constitucionales de una sociedad,
sino de un procedimiento de deliberación adecuado y, más generalmente, de un
proceso de deliberación pública entre ciudadanos libres e iguales”. Esta
deliberación tiene por condición de realización la existencia previa de un
sistema mínimo de derechos fundamentales que garanticen la libertad e igualdad
de todos los participantes, no afectable por decisiones mayoritarias, y aquí
–entonces- aparece el punto de encuentro de los puntos de vista habermasianos y
rawlsianos, aparentemente en fricción.
Téngase en cuenta que en la teoría democrática de Habermas no es tampoco
el pueblo, sino el individuo el elemento generador del derecho y su único recipiendario en el plano moral,
observándose así que la democracia deliberativa habermasiana se inscribe
también en la herencia del contractualismo liberal.
En este punto, puede advertirse cuánto
de liberal tienen ambas posturas, pero cuesta reconocer qué de propiamente
democrático poseen. Las sociedades que describen resultan una “constelación
plural de biografías”; en otras palabras,
una agrupación de distintos, cuya convivencia debe asegurarse
constitucionalmente, de manera que cada cual pueda desenvolver de modo pleno
los deseos de sus planes biográficos. Pero de ninguna manera tenemos aquí un
“pueblo”, cuya presencia real en la política apunta a la identidad, sin la cual
la representación no puede tener lugar y no cabe un gobierno auténtico. Ninguna
forma política ha podido prescindir del pueblo[78],
porque su existencia previa es condición de la existencia de aquélla y,
recíprocamente, por medio de ella es que el pueblo adviene a la dimensión
superior de la política, donde puede hallar realización la vida buena. Un
pueblo se conforma del punto de vista jurídico-político con la decisión
constitucional sobre el modo y forma de organización de la vida política, esto es,
la constitución. Habermas o Rawls hablan
de la constitución prescindiendo del pueblo, lo que es una sinrazón. A
lo sumo, el pueblo se convierte allí en un sujeto abstracto al que se alude como a una divinidad secular que se ha tomado
un larguísimo año sabático: el we the
people de los framers de
Filadelfia. En el pueblo como realidad
existencial, antes de conformarse políticamente, se da aquello que Cicerón
llamaba el consensus omnium, con un sustrato de creencias, de costumbres,
unos mores subyacentes que lo caracterizan ante sí mismo
y ante el resto del mundo; en suma, un
conjunto que se va a manifestar en su constitución sociológica –en la
constitución que es, antes que la que tiene- y sobre cuya base, en el
desenvolvimiento político, se darán los acuerdos y compromisos duraderos y
tomará concreción lo iustum, el modo de dar a cada uno lo suyo[79].
Cuando en lugar de un pueblo tenemos un
adunado de individuos “soberanos”, de proyectos biográficos, para cuya
concreción se distribuyen derechos como armas para la contienda en procura de
su realización más plena, y donde la referencia común es a una superstición
estadística que llamamos “la gente”, people,
los consensos –que no son ya algo dado- deben fabricarse ad hoc, esto es, manipularse, para cada
conflicto en particular, con una última instancia en los tribunales
constitucionales como “fórum de la razón pública”, los que echarán mano a una
constitución global, cosmopolítica, para fundar sus decisorios. A esta
“democracia constitucional” constructivista, donde el “consenso” se fabrica a
cada conflicto para transformar la sociedad, y no para actualizar un sustrato
originario, se le ha perdido el pueblo y
no sabe dónde está. Debemos ya prestar atención a quienes señalan que nuestra
era no sólo puede caracterizarse como posmoderna, posmetafísica y
poscristiana, sino también como posdemocrática[80].
El constitucionalismo populista
El
neoconstitucionalismo posmoderno ha encontrado su Némesis en la constitución
populista que se afirma en buena parte de países hispanoamericanos. Este
populismo no tiene relación con las corrientes xenófobas, aparecidas a
consecuencia de la inmigración masiva
africana y euro-oriental, que con el mismo rótulo se manifiestan en
Europa. El “populismo” hispanoamericano es una forma de gobierno donde el líder, un césar ungido por elecciones
prácticamente plebiscitarias, que
transforma la constitución reivindicando un poder constituyente originario,
concentra en su persona todo el poder y
representa al pueblo todo de una manera unipersonal y absoluta, aunque las tres
funciones clásicas permanezcan nominalmente separadas. El populismo es la forma de democracia que
más ha prevalecido en nuestra ecúmene
hispanoamericana. La democracia liberal, esto es, la república
representativa, nunca llegó a cuajar del
todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado
períodos y países –como hoy Uruguay, Chile o Costa Rica[81]-
en que ella pareció haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces
se hunden aquí más en lo profundo que la matriz del constitucionalismo clásico
que perfila las instituciones republicanas. Pero la "intrahistoria",
el subsuelo político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las
costuras institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los
colores y mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como
propios del Estado de Derecho liberal.
Cuando uno se pregunta el
porqué de aquella inadecuación institucional, aprecia que, bien miradas, las
repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. La
institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición
realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. En América hispana el
culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto por la autoridad del
monarca comenzó a generalizarse a
principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan al trono. Ese prestigio todavía estaba
vigente a principios del siglo XIX, hasta el punto que los argentinos hubimos
de alcanzar el autogobierno bajo la "máscara de Fernando"[82].
El principio monárquico es el de
representación absoluta: el monarca representa íntegramente a la comunidad
política que gobierna. Aunque Luis XIV quizás jamás haya pronunciado aquello de
que "el Estado soy yo", la expresión corresponde exactamente al
subsuelo doctrinario de la monarquía: la monarquía absoluta es la
representación absoluta. Aquellos
Borbones que gobernaron la América española eran “déspotas ilustrados”, cuya
fórmula era: "todo por el pueblo, sin el pueblo", representantes
absolutos de un pueblo por el que
sentían a la vez atracción y desprecio, y hacia el cual, pedagógicamente, para
sacarlos de la “noche de ignorancia”,
volcaban su acción de gobierno.
Nuestra constitución sociológica,
aquella que somos más bien que aquella que tenemos, tendió a concentrar en el
“jefe supremo de la Nación”
(constitución argentina, art. 99, inc. 1º), titular del Poder Ejecutivo, del poder activo, el manejo omnímodo de las
funciones clásicas de gobierno. Al
consolidarse la “república liberal” así lo consumó en la Argentina a partir de 1880 Julio Argentino Roca[83], sirviéndose de nuestro primer partido
hegemónico, el Partido Autonomista Nacional.
La democracia cesarista, movimientista y plebiscitaria acompañó las
mareas populares del siglo XX, yrigoyenismo y peronismo. Y ese populismo movimientista ha permanecido
subyacente al proceso político iniciado en 1983, desde el “tercer movimiento
histórico” con que ensoñó el presidente Raúl Alfonsín (1983-1989) –que también
propiciaba una reforma reeleccionista de la constitución “del tiempo de las
carretas”- hasta el populismo del
presente. En cuanto a la Corte Suprema como barrera a demasías del poder populista, mediante la justicia constitucional,
debe reconocerse que, pese a la vulgata de los manuales del ramo, ha funcionado
preponderantemente como suprema instancia legitimatoria de la acumulación
de aquel poder activo. Se la descabezó por el juicio político una vez,
preventivamente, en 1947 y otra vez, como castigo, en 2003. El “efecto demostración” fue
contundente.
En síntesis, el líder
tiene la representación absoluta del pueblo. El pueblo no sabe conformar una
voluntad y hay que constituírsela. Intermediarios hegemónicos cuasi institucionales
resultan, principalmente, las redes clientelares adictas. Todos por el pueblo.
Un pueblo que no sabe lo que quiere –no puede expresar una voluntad- y al que
no hay nada que preguntarle. Un líder que, al contrario, sabe todas las preguntas y tiene todas las
respuestas. Un monócrata. Un “egoarca” repetido por cadena oficial, propiamente
hablando.
“Todo por el pueblo, sin
el pueblo”. Nuestra sospecha es que estamos ante un renuevo de aquel
“despotismo ilustrado” de los comienzos, quizás algo desprovisto de lustre.
Aquel despotismo dieciochesco y este retoño posmoderno requieren una fortísima
concentración de poder. Un texto del siglo XVIII -"Cartas al Conde de
Lerena"- resume muy bien esta necesidad:
"Para el logro de las
grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En
nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de
la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una
especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo
del monarca expone
la monarquía a los
males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la
nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo"[84]. Varios líderes hispanoamericanos de hoy podrían
desempolvar provechosamente este texto.
Hugo Chávez Frías,
presidente de Venezuela –en incierta situación personal al momento de
redactarse este trabajo- resulta en este
aspecto modélico, con antecedentes en su país como Juan Vicente
Gómez (1910-1936), ese "dictador necesario en una república
inestable" que llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular el
"cesarismo democrático" como forma política básica continental[85].
Pero también el constitucionalismo
clásico, y su avatar el neoconstitucionalismo
de jueces activistas, esto es, tanto el Estado de Derecho clásico,
centrado en la ley, como el Estado Constitucional judicialista, manejan categorías en crisis. El
constitucionalismo clásico no pudo salir de su paradoja: nacido polémicamente
para enfrentar el poder del rey absoluto, se transformó en un mecanismo para
contener y cercenar el poder de las mayorías. El neoconstitucionalismo coloca a
los tribunales constitucionales contramayoritarios –nacidos de la revisión
judicial norteamericana, destinada a contener los desbordes mayoritarios- como
“guardianes de Platón” de un núcleo de principios y valores indecidibles por el
voto democrático, que se manifiestan en la reivindicación de derechos humanos
cuyo contenido irradiante dibujan los deseos de cada singular proyecto
biográfico.
La crisis de la
representación política –los representantes son autorreferenciales: se
representan a sí mismos y la clase política a la que pertenecen- y el fracaso
de la separación “geográfica” de poderes para contener las demasías del Ejecutivo no
pueden cuerpearse por medio de
constantes invocaciones a cómo debería funcionar idealmente la vida política,
dejando perpetuamente mensajes en una especie de Muro de los Lamentos
jurídico. La representación congresista
o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La hiperrepresentación
populista, que se presenta como su opuesto, resulta en verdad su culminación.
No olvidarse que los líderes populistas
hispanoamericanos llegaron al poder por la corrupción partidocrática y
los bloqueos de los órganos institucionales de eficacia simbólica, incapaces de
gestionar la conflictualidad política.
Hacia
el posconstitucionalismo
El
bloqueo de las categorías nucleares del constitucionalismo clásico no se
resuelve sino, más bien, se agrava, con el avance de las categorías
neoconstitucionalistas. Frente a ellas, se levanta un populismo cesarista,
movimientista y plebiscitario, que declara a un jefe supremo como única y absoluta
representación del pueblo. Los problemas nodales del derecho político actual
pasan por el reinvento de la democracia participativa ante la crisis de la
representación y por el hallazgo de una forma eficaz de oponer contrapoderes al
poder, visto el fracaso de la "separación de poderes" y del
"contrapoder contramayoritario" de los areópagos del judicialismo
constitucional. El problema político inmediato es cómo limitar el poder activo, que tiende a ser omnímodo, del egoarca populista. Para eso, lo primordial
es encontrar al pueblo. Hasta ahora, sólo aparecen las grandes movilizaciones
como obstáculos quizás efímeros a las demasías, pero que apuntan a una
participación que no encuentra, pero exige,
otros canales expresivos. Las vías para un posconstitucionalismo
superador, liberado del lastre de la metafísica subjetivista, individualista y
contractualista de los clásicos y de los “neos”, están abriéndose.-
[1]
) Doctor en Ciencias Jurídicas
(UCA) Profesor Titular Ordinario UCA en grado, posgrado y doctorado
[2] ) “Crisis” viene del verbo griego krino, separar, decidir, juzgar, y el
momento de incertidumbre consiguiente.
[3] ) Ver de este filósofo español
(1883-1955) “Ideas y Creencias”,
Espasa Calpe SA, 6ª. Ed., Madrid, 1959.
[4] ) En “Del potere al diritto e viceversa”, Einaudi, Turín, 1999.
[5] ) Ver Andrés Botero Bernal, “Diagnóstico
de la eficacia del Derecho en Colombia y otros ensayos”, Señal editoria y
Fondo Editorial Biogénesis, Medellín, 2003
[6] ) Expresión de Carl
Schmitt para referirse a la velocidad en la expedición de leyes
por parte del legislador novecentista, señal de un derecho mecanizado y
tecnificado.
[7] ) Que admite, a su vez,
ramificaciones internas, como se advierte en el título “Neoconstitucionalismo(s)”, edición de Miguel Carbonell, ed. Trotta, 4º Ed., 2009 y los autores
allí reunidos.
[8] ) Gustavo Zagrebelsky, “El Derecho Dúctil –ley, derechos, justicia”,
ed. Trotta, Madrid, 2009, p.13
[9] ) Luigi Ferrajoli, “Razones
Jurídicas del Pacifismo”, ed. Trotta, Madrid, 2004, p. 101
[10]
) Ib., p. 149
[11]
) William P. Alford comentando “Aiding
Democracy abroad the Learning Curve”, de Thomas Carothers, Harvard Law Review, vol. 113,
nº 7, may 2000, p. 1677/1715
[12]
) En “The Structure of the Scientific
Revolutions”, University of Chicago
Press, Chicago, 1970
[13] ) “Notas al margen del Neoconstitucionalismo”, EDCO (“El Derecho
Constitucional”, serie especial), Buenos Aires, 2009, p. 343; “En torno a las ideas del constitucionalismo
en el siglo XXI”, en “Estudios de Derecho Constitucional con
motivo del Bicentenario”, Eugenio Luis Palazzo, director, El Derecho, Bs.
As., 2012, p. 33/51; “Justicia
Constitucional y Democracia: ¿Un Mal Casamiento”, en “Jurisdiçao Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”,
coordinadores George Salomão Leite e Ingo Wolfgang Sarlet, ed. Jus Podium,
Bahia, 2012, p. 333/363.
[14]
) Ver Miguel Ayuso, “La
Constituzione fra
neoconstituzionalismo e postconstituzionalismo”, en Danilo Castellano ed., “La Facoltà di Giurisprudenza:
dieci anni, Udine, Forum, 2009
[15] ) Sobre las formas políticas puede
consultarse Francisco Javier Conde,
“Teoría y Sistema de las Formas Polìticas”,
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1953; Pierre Manent, “Cours Familer
de Philosophie Politique, Fayard, Paris, 2001, cap. IV; Dalmacio Negro Pavón, “Historia de las Formas de Estado” –Una introducción”, el Buey Mudo,
Madrid, 2010, cap. III.
[16] ) Julien Freund, “L’Essence du
Politique”, Sirey, París, 1965, introd., nº 21, p. 94
[17] ) Carl Schmitt, “Teoría de la
Constitución”, trad. de Francisco
Ayala, Alianza editorial, Madrid, 1982, p. 138
[18]
) A esta pretensión de que
mi voluntad y la voluntad de la ley eran
una sola y misma cosa, la caracteriza Bertrand de Jouvenel como “un fraude intelectual inconsciente”: “Sobre
el Poder –Historia Natural de su Crecimiento”, trad. de Juan Marcos de la
Fuente, Unión Editorial, Madrid, 1998, p. 68
[19] ) “La concepción del derecho propia
del Estado de derecho, del principio de legalidad y del concepto de ley del que
hemos hablado era el ‘positivismo jurídico’ como ciencia de la legislación positiva”; Zagrebelsky, op. cit. n. 7, p. 33, bastardilla del autor.
[20]
) Op. cit., p. 25.
[21]
) Arturo Enrique Sampay, “La Crisis del Estado de Derecho
Liberal-Burgués”. Ed. Docencia, Bs. As., 2011, p. 84
[22] ) Op. cit. n.8, p. 101
[23]
) Como dicen, Ana C. Calderón Sumarriva y Guido C. Águila Grados, en “El Desborde la Justicia Constitucional en el
Perú”, trabajo originariamente publicado en “Garantismo Procesal”, Medellín, Colombia, septiembre de 2012
y reproducido en www.eldial.com del
21/11/12
[24]
) Este ius cosmopoliticum convierte a todos los hombres en ciudadanos del
planeta, miembros de una “república mundial” (Weltrepublik) en la que tienen derecho a vivir y desplazarse porque
es de todos (Manuel Kant, “La Paz
Perpetua”, secc. 2ª, n.1, ed. Porrúa, México, 3ª ed. 1977, p. 221/222
[25] ) Woodrow Wilson llamó
críticamente a la Corte Suprema norteamericana, por la facultad arrogada de
control constitucional fuerte,
“convención constituyente en sesión permanente”; Paulo Bonavides llama a la justicia
constitucional: “segundo poder constituyente”; el Tribunal Constitucional
peruano se autotitula: “vocero del poder
constituyente” y “poder constituyente constituido”
[26] ) Ver “Justicia Constitucional y Democracia: ¿un mal casamiento?”, cit.,
p. 347
[27] ) Expresión de Otto Kirchheimer citada
por Zagrebelsky, op. cit. p. 13.
El Tribunal Constitucional de Perú, que en nuestra ecúmene iberoamericana ha
producido en este sentido las declaraciones más contundentes; dice,
refiriéndose al principio de supremacía de la constitución: “una vez expresada
la voluntad del Poder Constituyente con la creación de la Constitución, en el
orden formal y sustancial presidido por ella, no existen soberanos”; pero hay,
cabría agregar, un “vocero del poder constituyente” y “poder constituyente
constituido”, el propio Tribunal, soberano implícito desde que resulta el
intérprete supremo de la misma constitución.
[28]
) Robert Alexy, “Derechos Fundamentales y Estado Constitucional Democrático”, en “Neoconstitucionalismo(s)”, edición de
Miguel Carbonell, cit., p. 36/37.
[29] ) Ver, coincidentemente, Juan
Fernando Segovia, “Las Transformaciones de la Democracia
Constitucional”, “Verbo”, nº 463/464 (20008), p. 270. La figura de la
“pirámide” la propuso Adolf Merkl y su maestro
Kelsen consideró que graficaba mejor su concepto escalonado de la validez
normativa.
[30]
) Segovia, ibíd..
[31] ) Ver Jean-Marie Guéhenno, “El Fin de la Democracia –La crisis política y las nuevas reglas de
juego”, Paidós, Estado y Sociedad, Barcelona, 1995, p. 23 y 30
[32]
) Al
respecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso “Furlan y
familiares vs. Argentina”, del 31/08/ 12, estableció: “respecto al objeto y fin
del tratado, la Corte ha establecido en
su jurisprudencia que los tratados modernos sobre derechos humanos, en
general, y, en particular, la Convención Americana, no son tratados multilaterales de tipo tradicional, concluidos en
función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los
Estados contratantes. Su objeto y fin son
la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos. Así, al
aprobar esos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden
legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no
en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción”
(parr. 39). Y la Corte Suprema
argentina en “Rodríguez Pereyra Jorge Luis c/Ejército Argentino s/daños y
perjuicios”, R. 401 XLIII, señaló
“en
el precedente "Mazzeo" (Fallos:330:3248), esta Corte enfatizó que "la interpretaci6n de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)" que importa "una
insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos
en el ámbito de su competencia y, en consecuencia, también para la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, a los efectos de resguardar las
obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de
protección de los derechos humanos" (considerando 20).
[33] ) “Suplantar” es ocupar
subrepticiamente el lugar de otro; literalmente, poner nuestra planta del pie
donde debe pisar otro.
[34]
) Schmitt, op. cit. n 15, p. 144.
[35]
) Carl Schmitt, “Legalidad y
Legitimidad”, trad. de José Díaz García, ed.- Aguilar, 1971, p.11.
[36] )
“El Principado”, ed. del Centro, Madrid, 1974, p.139
[37]
) En este punto sigo a
Antonio-Carlos Pereira-Menaut, “Rule of Law y Estado de Derecho”,
Marcial Pons, Madrid, 2003, p. 41/59 y Dalmacio Negro
Pavón, “Historia de las Formas de
Estado”, cit. p. 170/176. Sobre common
law he acudido al texto de mi recordado colega de la Facultad de Derecho de
la Universidad de Sherbrooke, Pierre Patenaude,,
“Cours de Droit Constitutionnel I”,
Université de Sherbrooke, année universitaire 1986/ 1987,, p. 2/11
[38] ) A condición de quitarle la
estatalidad. La observación de Schmitt debe entenderse en el sentido de que ese
“judicialismo”, aplicado a una forma estatal, la disolvería.
[39] ) Tanto rule of law como common law son expresiones difíciles de traducir y de
definir, sobre todo a partir de la palabra law,
que puede significar tanto ley como “derecho”. Rule of law es una expresión derivada del common law, aunque excede lo propiamente jurídico para referirse a
un gobierno bajo el derecho o limitado por el derecho. Common law, de donde surgiría el derecho que limita al gobernante
es un derecho jurisprudencial, elaborado por los jueces, fundado sobre la razón, la justicia natural y
la equidad. Más que por una definición se lo comprende por sus características:
a) un derecho fundamentalmente no escrito, en el sentido de que no es una
creación del poder legislativo sino del cuerpo judicial; b) es una obra del
juez, judge made law: a partir de un caso dado, elabora una regla
de derecho particular, pero a la vez obligatoria para todos los casos
semejantes; c) el juez debe atenerse al stare
decisis, con especial referencia a los precedentes vinculantes recogidos en
las cortes superiores; dos aspectos
importantes limitan este punto: el primero es el establecimiento de
distinciones, sea sobre elementos
particulares que no estén en el precedente o que no hayan sido considerado en
él; la técnica judicial estriba en estas distinciones, ya que el juez no dirá,
para apartarse de él, que el precedente
encierra un juicio equivocado sino que un elemento distinto puede llevarlo a
otra conclusión razonable; es otro límite, en fin, es que sólo la conclusión
decisoria tiene fuerza de precedente y no los fundamentos, que en todos los
casos se consideran obiter dicta,
afirmaciones al pasar.
[40]
) En US vs. United Mines Workers of America, 330 US 258
(1947)
[41]
) Op. cit, p.26/27
[42]
) “Débil” porque la
declaración de incompatibilidad efectuada por el juez británico no invalida ni
permite invalidar la ley, cuya abrogación permanece en cabeza del Parlamento.
[43]
) “Neoconstitucionalismo, democracia e imperialismo de la moral”, en “Neoconsstitucionalismo(s)”, cit. p.
259/278.
[44] ) “Derechos Humanos y Estado Constitucional”, en “Jurisdição Constitucional, Democracia e Direitos Fundamentais”,
George Salomão Leite –Ingo Wolfgang Sarlet coordenadores, ed. Jus Podium, Salvador, 2012, p.150
[45] ) “Positivismo, Neoconstitucionalismo y activismo judicial”,
Universidad Federal de Río Grande, Ed. Saraiva, 2012
[46] ) “Notas al margen del neoconstitucionalismo”, cit.
[47]
) “Un
Constitucionalismo ambiguo”,
en “Neoconstitucionalismo(s)”, cit.
p. 210, destacado mío.
[48] ) “Estado de Excepción”, Adriana Hidalgo. Buenos Aires,, 2004, p.
25/26. Omito el elenco de expresiones de nudo poder en el mundo globalizado que
volqué en “Notas al margen del
neoconstitucionalismo”, cit., cuya
proveniencia puede rastrearse en el concepto de “guerra discriminatoria” que ha
acabado con las concepciones clásicas de la guerra y la paz, conduciéndonos
bajo lemas irenistas a enfrentamientos irresolubles, irregulares y de
enemistad absoluta. Agrego al listado la desclasificación del
memorándum que autoriza al presidente de los EE.UU, en ejercicio del ius vitae nevisque, a ordenar que se
establezca como blanco del ataque con
drones, incluso a ciudadanos norteamericanos, como ya ocurrió con Anuar
Al Alakiui. El memorándum fue primero hecho público por Michel Isikoff, de la
NBC, lo que provocó la requisitoria del Congreso federal y la respuesta del
Presidente confirmándolo. Para la inserción en este esquema de la justicia
global, véase Luis María Bandieri, “Ojeada sobre el Globalismo Jurídico”, EDCO, Buenos Aires, 2011, p.
302 y s.
[49]
) “Historia de las Formas de Estado”,
cit. p.51/52
[50]
) Sobre la diferencia entre polis territorialista y civitas personalista, ver Álvaro d’Ors, “Sobre el no estatismo de Roma”, en “Ensayos de Teoría Política”, ed. Universidad de Navarra, Pamplona,
1979, p. 57/77. Sobre las diferencias
entre la demokratia griega y la civitas popularis romana, ver José María
Rivas Alba, “Libertad –la vía romana hacia la democracia”, ed. Comares, Granada,
2009. Este autor señala que la
comprensión del gobierno ciudadano romano se pierde a partir de la Reforma
protestante y su ruptura con Roma, lo que llevó “a utilizar ropajes griegos
para describir realidades cuya continuidad en Europa era efecto claro del
período romano considerado en toda su amplitud” (p 12/13).
[51]
) “Justicia constitucional y democracia
¿un mal casamiento?”, cit.
[52]
) En la introducción a Moisei Ostrogorski, “La démocratie et les partis politiques”, ed. du Seuil, Paris, 1979,
p.8
[53]
) “Historia de las formas de Estado”, cit., p. 72 n.51
[54] ) “La nación no puede existir
jurídicamente fuera del Estado”, que es” la personificación jurídica de la
nación”, la “nación jurídicamente organizada que actúa según las leyes de su
organización”, son las expresiones clásica, extraídas de Jellinek, Carré de
Malberg, Esmein, etc.
[55] ) “El criterio fundamental de la
democracia es que el poder de gobernar reside en el pueblo […] la libre
elección con su consecuencia, la lucha competitiva para obtener el voto
popular, resulta entonces un criterio secundario. Sólo invirtiendo la relación
entre estos dos criterios y considerando la creación de un gobierno mediante
elecciones libres como criterio primario, la democracia puede ser definida como
un gobierno establecido a través de la competencia entre partidos. Pero tal
transposición es contraria a la esencia de la democracia”. Hans
Kelsen, “Foundations of Democracy”, “Ethics” 66 (1955/56)
[56]
) “Notas”, Villegas editores, Bogotá,
2003, p. 109
[57] ) “Esencia y valor de la Democracia”, ed. Guadarrama, Madrid, 1977, p.
52/53 y 115
[58] ) Ib. p.119
[59] ) Jon Elster y R. Slasgod, coordinadores, “El precompromiso y la paradoja de la
democracia” en “Constitución y
Democracia”, FCE, 1999, p. 195/249
[60]
) “Areópago de Karlsruhe”
llama Robet Alexy al Tribunal
Constitucional Federal alemán. Ver “Derechos Fundamentales y Estado
Constitucional Democrático”, en “Neoconstitucionalismo(s)”,
cit. p. 38
[61] ) “Democracia
y Derechos: problemas de fundamentación del constitucionalismo”, en “El Canon Neoconstitucional”, edición de
Miguel Carbonell y Leonardo García Jaramillo, ed. Trotta, Madrid, 2010, p. 285/355; “Derechos, Democracia y Constitución”, en “Neoconstitucionalismo(s)”, cit. p. 188/211.
[62] ) “Verdad y Consenso –de la posibilidad a la necesidad de respuestas
correctas en Derecho-“ ed. IBdef,
Montevideo Buenos Aires, 17/18, bastardilla del autor.
[63]
) La expresión es de Alexy, en “Neoconstitucionalismo(s)”, cit. p. 40
[64]) La expresión en Andrés Gil Domínguez, “Estado Constitucional de Derecho, Psicoanálisis y Sexualidad”,
Ediar, Buenos Aires, 2011, p.77
[65]
) “Du Contrat Social”, Lª I, cap. V y VI.
[66] ) En “Emilio” dice Rousseau:
“hay que optar entre hacer un hombre y un ciudadano, porque no se puede ser a
la vez lo uno y lo otro”, más adelante, afirma, ”no comenzamos a convertirnos
en hombres sino después de ser ciudadanos”.
[67] ) En el llamado “Manuscrito de Ginebra”, primera versión
de “El Contrato Social”, Rousseau se manifiesta contra “esos
pretensos cosmopolitas que, justificando su amor por la patria por su amor al
género humano, se envanecen de amar a todo el mundo para tener el derecho de no
amar a nadie”. Más adelante se
manifiesta contra la posibilidad de instaurar una “sociedad del género humano”
como proyecto suprapolìtico.
[68] ) En su origen romano, “dignidad”
equivalía a “lo que alguien merece”. Un concepto relativo, relacionado a una
comparación necesaria para determinar las cualidades que hacían “digno de”
alguna cosa, especialmente los honores. La dignidad, de este modo, no podía
estar igualmente presente en cada uno. La dignidad moderna, a partir de Kant,
es un atributo que pertenece a todos por igual. Ya no se es “digno de” algún
honor o mérito en particular, sino portador de una dignidad en sí, igualmente presente en todos.
[69] ) Constitución brasileña, art. 1º,
III
[70] ) Kant, “Metafísica
de las Costumbres-Principios Metafísicos de la Doctrina de la Virtud”,
Madrid, 1954, 68/69. Hannah Arendt,
por su parte, señalaba: “esta nueva situación en la que
la ‘humanidad’ de hecho ha asumido el papel que antes se le adscribía a la
naturaleza y a la historia querría decir, en este contexto, que el derecho a
tener derechos, o el derecho de cada individuo de pertenecer a la humanidad
debería ser garantizado por la humanidad misma. No existe medio alguno para
saber si esto es posible”, en “Los
Orígenes del Totalitarismo”.
[71] ) Alain de Benoist, “Au-delà des
droits de l’homme”, Krisis, Paris, 2004,
p. 47/48
[72] ) Rafael Domingo Oslé, ”Qué es el Derecho Global”, CEDEP, 5ª ed., p.225
[73] )
“El Fin de los Derechos Humanos”,
Universidad de Antioquia, Legis, Bogotá, 2008, p. 457
[74]
) He
desarrollado este aspecto en “Mais où est
donc passé le peuple?”, Krisis,
nº 29, París, février 2008, p. 29/40
[75]
) Carlos
Strasser, La Nación”, 17/I/2004. Ver del mismo autor “Algunas precisiones (y perspectivas) sobre
equidad, democracia y gobernabilidad a
principios del siglo XXI”, en http://www.clacso.org.ar/biblioteca.
[76] ) “Droit et démocratie chez John Rawls et Jürgen Habermas:
fondationnalisme des droits ou démocratie deliberativa”, “Politique et Societés”, vol 22, nº2,
2003, p. 103-124 en http://id.erudit.org/iderudit/007876ar.
[77] ) La expresión
es de Lesley Jacobs, en “An Introduction to Modern Political
Philosophy: the democratic visión of politics”, Prentice Hall, 1997
[78]
) Cuando se menciona aquí
“pueblo”, nos referimos a aquellos integrantes del cuerpo político que no
ejercen ninguna función orgánica o magistratura estatal, los que no gobiernan o
participan del gobierno de algún modo. Carl Schmitt
-.”Teoría de la Constitución”, cit.-
lo define como “todos los que no son
señalados o distinguidos, todos los que no son privilegiados, todos los que no
se destacan por razón de propiedad, posición social o educación” (p. 281). Para
lo que se refiere en el texto, consultar Luis María Bandieri,
“Mais où est donc passé le peuple?”, Krisis, nº 29, París, febrero
2008, p. 29/39.
[79] ) En términos anglosajones, el “agreement on fundamentals”
[80]
) Ver
ERIC WERNER, “L’avant-guerre civile”, L’Age d’Homme,
Lausanne-Paris, 1999: Del mismo autor “Jusqu’où ne pas aller trop loin”,
Krisis, nº 35, mai 2011, p. 68/78. Ver también CHRISTIAN SAVÉS, “Sépulture de la Démocratie. Thanatos et Politique”, L’Harmattan,
Paris, 2008 y KARLHEINZ WEISSMANN, “Post-Demokratie”, Antaios, Schnellroda,
2009. Se destaca, de Emmanuel Todd,
“Después de la Democracia”, Akal,
Madrid, 2010, donde el diagnóstico comienza por el “vacío religioso”, esto es,
la pérdida de “creencias colectivas poderosas y estables, de origen religioso,
ancladas en territorios concretos”
[81]
) Excluyo a designio el caso
brasileño, ciñéndome a los países de la antigua América Española, ya que aquél
requiere desarrollos que excederían el
marco de este trabajo.
[82]
) Fernando VII. La Junta de
Gobierno instalada en Buenos Aires el 25 de mayo de 1810, proclamó su fidelidad
a Fernando VII, por entonces cautivo de Napoleón Bonaparte.
[83] ) Presidente de la República en
1880-1886 y 1898-1904, y que dominó la política argentina durante un cuarto de
siglo, de 1880 a 1906.
[84]
) Luis Sánchez Agesta, “El
Pensamiento Político del Despotismo Ilustrado”, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1953, p. 101/102
[85]
) Vallenilla
Lanz fue un político y
pensador venezolano (1870-1936), influido por el positivismo del Novecientos,
cuya obra “Cesarismo Democrático” –la primera edición fue de 1919- resulta uno
una tentativa temprana y profunda de caracterizar los ejecutivos fuertes
hispanoamericanos, que presentó como fatal necesidad de nuestros países. El “gendarme necesario”, “de ojo avizor, de
mano dura, que por las vías de hecho inspira el temor y que por el temor
mantiene la paz”, en forma de un “despotismo esclarecido”, como “Jefe Supremo
representante y defensor de la unidad nacional”, de acuerdo con nuestras
“constituciones orgánicas” que no se corresponden con nuestras “constituciones
escritas”, resulta así, para Vallenilla, indispensable e insustituible,
apoyándose en numerosos ejemplos históricos del caudillismo desde la guerra de
la independencia –una guerra civil, a su juicio- hasta el primer cuarto del
siglo XX. Ver “Cesarismo Democrático”,
Monte Ávila, 1960, p. 165 y sig.
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