REFLEXIONES EN TORNO A UNA
DEFENSA DE LA EGOARQUÍA
“La tierra
está maldita y el amor con gripe en cama... La gente en guerra grita, bulle,
mata, rompe y brama. Al hombre lo ha mareao el humo, al incendiar, y ahora
entreverao no sabe dónde va... Voltea lo que ve por gusto de voltear, pero sin
convicción ni fe. Hoy todo dios se queja y es que el hombre anda sin cueva,
volteó la casa vieja antes de construir la nueva... Creyó que era cuestión de
alzarse y nada más, romper lo consagrao, matar lo que adoró, no vió que a su
pesar no estaba preparao y el solo se enredó al saltar. ¡Que "sapa",
Señor... que todo es demencia!... Los chicos ya nacen por correspondencia, y
asoman del sobre sabiendo afanar... ¿Qué "sapa",Señor, ¡que ya hay
Borbones!”
Enrique
Santos Discépolo, “¿Qué sapa, señor?”, con ligera corrección posmoderna
cristinista
El viernes 12 de octubre, en Tecnópolis, Ernesto
Laclau, filósofo oficial del cristinismo,
durante un ciclo llamado “Debates y Combates” pronunció un discurso en defensa
de la egoarquía vigente en el país, que merece algún análisis [1]
Laclau
afirma que el debate político actual, tanto en
nuestro país como en el resto de la ecúmene latinoamericana, parece reducirse
al antagonismo entre populismo e
institucionalismo. Tal cosa, por cierto,
se observa de inmediato. Los artículos
periodísticos recientes de Mariano Grondona o Natalio Botana, por ejemplo, o las intervenciones habituales en los medios
de constitucionalistas como Daniel Sabsay, Gregorio Badeni o Félix Loñ, sostienen la necesidad de afirmar la
“república” frente a esa especie de democracia cesarista y plebiscitaria que la figura de la presidente
expresa continuamente por cadena nacional, afirmada en la “legitimidad legal” del 54%
de los votos válidos conseguido en las elecciones. Alzándose contra aquellas opiniones, Laclau intenta contribuir a la creación de “un nuevo
imaginario para la sociedad” donde el “poder popular” encarne en una figura
líder, que, como cabeza del Estado,
represente hegemónicamente al grueso de la sociedad civil, volcado al cambio.
Tratemos
de precisar los términos del debate, al paso que recordamos algunas nociones
bien conocidas. Lo que Laclau llama
“institucionalismo”, cuando invoca la necesidad de restablecer una “república”,
alude a lo que hace mucho James Madison,
en su etapa “federalista”, bajo aquella
denominación, planteó frente a la democracia, el gobierno de las mayorías, propicio, según este autor, a pisotear las reglas de la
justicia, la seguridad personal y los derechos de propiedad. La república, en definitiva, es una forma de
gobierno representativo, donde el poder se delega en un pequeño número de
ciudadanos, elegidos por el esto. En
esta república representativa, el poder está separado en tres funciones
–ejecutiva, legislativa y judicial- que entre sí se equilibran y restringen, en
un ejercicio de frenos y contrapesos. Este juego de balanceo tiene como supremo
decisor a la cabeza del poder judicial, esto es, a un tribunal
contramayoritario no surgido de la elección popular, al que le corresponde
establecer en última instancia si los actos de los otros dos poderes se
ajustan a la constitución, pudiendo
anularlos en caso de no resultar así.
El
“populismo” es una forma de gobierno donde el
líder, un césar ungido por elecciones prácticamente plebiscitarias, concentra en su persona todo el poder, aunque
las tres funciones clásicas permanezcan nominalmente separadas y representa al
pueblo todo de una manera unipersonal y absoluta. El populismo es la forma de democracia que más
ha prevalecido nuestra ecúmene hispanoamericana, que otros
llaman América Románica. La democracia liberal, esto es, la república
representativa, nunca llegó a cuajar del
todo en las costumbres políticas de nuestro lugar en el mundo. No han faltado
períodos y países –como hoy Uruguay, Chile o Costa Rica- en que ella pareció
haber dejado atrás definitivamente el populismo, cuyas raíces se hunden aquí
más en lo profundo que la matriz del constitucionalismo clásico que perfila las
instituciones republicanas. Pero la "intrahistoria", el subsuelo
político hispanoamericano, irrumpe cada tanto por entre las costuras
institucionales, y reclama por sus fueros, maquillado apenas con los colores y
mal recubierto con los ropajes que los tratadistas caracterizan como propios
del Estado de Derecho liberal.
Cuando uno se pregunta el
porqué de aquella inadecuación institucional, aprecia que, bien miradas, las
repúblicas americanas mantienen profundos contenidos monárquicos. La
institución presidencial, entre nosotros, recoge una fortísimas tradición
realista, apoyada en incoercibles hábitos populares. En América hispana el
culto por el rey se fue formando poco a poco. El respeto por la autoridad del
monarca comenzó a generalizarse a
principios del siglo XVIII, cuando los Borbones llegan al trono. Ese prestigio todavía estaba vigente
a principios del siglo XIX, hasta el punto que hubimos de alcanzar el
autogobierno bajo la "máscara de Fernando". El principio monárquico es el de representación absoluta: el monarca
representa íntegramente a la comunidad política que gobierna. Aunque Luis XIV
quizás jamás haya pronunciado aquello de que "el Estado soy yo", la
expresión corresponde exactamente al subsuelo doctrinario de la monarquía: la
monarquía absoluta es la representación absoluta. Aquellos Borbones que gobernaron la América
española eran “déspotas ilustrados”, cuya fórmula era: "todo por el
pueblo, sin el pueblo", representantes absolutos de un pueblo por el que sentían a la vez atracción y
desprecio, y hacia el cual, pedagógicamente, para sacarlos de la “noche de
ignorancia”, volcaban su acción de
gobierno.
Nuestra constitución
sociológica, aquella que somos más bien que aquella que tenemos, tendió a
concentrar en el “jefe supremo de la Nación”, titular del Poder Ejecutivo, del poder activo, el manejo omnímodo de las
funciones clásicas de gobierno. Al
consolidarse la “república liberal” así lo consumó Julio Argentino Roca, sirviéndose de nuestro primer partido
hegemónico, el Partido Autonomista Nacional.
La democracia cesarista, movimientista y plebiscitaria acompañó las mareas
populares del siglo XX, yrigoyenismo y peronismo. Y ese populismo movimientista ha permanecido
subyacente al proceso político iniciado en 1983, desde el “tercer movimiento
histórico” con que ensoñó Alfonsín –que también propiciaba una reforma
reeleccionista de la constitución “del tiempo de las carretas”- hasta el
populismo cristinista del presente. En cuanto a la Corte Suprema como barrera a
demasías del poder populista, mediante
la justicia constitucional, debe reconocerse que, pese a la vulgata de los
manuales del ramo, ha funcionado preponderantemente como suprema instancia
legitimatoria de la acumulación de aquel
poder activo. Se la descabezó por el juicio político una vez,
preventivamente, en 1947 y otra vez, como castigo, en 2003. El “efecto demostración” fue
contundente.
Volvamos a Laclau. El conflicto principal, a su juicio, como
vimos, se libra entre institucionalismo y populismo. Las instituciones –dice-
no son neutrales. El institucionalismo, a través del órgano representativo, el
Congreso, ha sido un medio “a través del cual el poder conservador se reconstituía”.
Es un mecanismo “que tiende a impedir procesos de la voluntad popular”.
Pero tampoco es cuestión,
para Laclau, de impugnar la
representación política. Buena parte de
la charla se dedica a rebatir a los
“antirrepresentativistas”. En otras palabras, a Juan Jacobo Rousseau - de cuyo
nacimiento, dichos sea de paso, se
cumplen trescientos años- al que muy a
fondo puede criticarse, pero que dejó una afirmación difícil de refutar: como la voluntad no se representa ni puede
delegarse, la voluntad de los representantes no es la voluntad del pueblo. Para Laclau el representante no es un simple
transmisor de la voluntad del pueblo,
porque el pueblo no tiene capacidad para conformarla. El representante
es el que le da forma y no sólo eso, sino que la constituye: ”va constituyendo también una voluntad colectiva de tipo
nuevo”. El representante “constituye” el
interés y voluntad de sus representados. Los mediadores de esa voluntad entre
la masa representada y el representante no son, o no son primordialmente, pues,
las instituciones representativas clásicas, sospechosas de querer conservar el status quo. Mantener la lucha política
en el seno de “las instituciones existentes” –postular candidatos a diputados o senadores- está errado; más aún,
es un “peligro”, según Laclau, que lo denomina “reducción estatista”.
Según nuestro autor, las “nuevas
fuerzas” sociales que surgen al calor del populismo “tiene que ir sectando formas institucionales
propias”. Destaco este verbo “sectar” que Laclau incorpora a nuestra lengua, talvez con un acto fallido, pero
se entiende, y más cuando en otro lugar ejemplifica con las “misiones en la
Venezuela actual”. Se refiere a las “misiones sociales”, a las cuales Chávez
pretende otorgarles rango constitucional[2].
Traducido a términos locales: la Cámpora, Kolina de Alicia Kirchner, Emilio Pérsico con el “Movimiento
Evita”, Luis D’Elía con “Federación Tierra y Vivienda” y "Miles", Milagro Sala con “Tupac Amaru” y demás “sectarios”,
en tanto manifestaciones del clientelismo político y social amparadas por el Ejecutivo, serían los
mediadores, las “formas articulatorias y hegemónicas” entre ese pueblo incapaz de manifestar su
voluntad y el representante. ¿Y quién es el sumo representante, el supremo constituyente
de la voluntad del pueblo? La respuesta
es fácil: la figura líder. Que debe
tener omnipresencia, para lo que Laclau señala que “es absolutamente central que la
Ley de Medios se aplique regularmente el
7 de diciembre”. Por eso Laclau cierra
su exposición declarándose, por una vez en la vida, “realmente optimista”.
En síntesis, el líder
tiene la representación absoluta del pueblo. El pueblo no sabe conformar una
voluntad y hay que constituírsela. Intermediarios hegemónicos cuasi institucionales
resultan, principalmente, las redes clientelares adictas. Todos por el pueblo.
Un pueblo que no sabe lo que quiere –no puede expresar una voluntad- y al que
no hay nada que preguntarle. Un líder que, al contrario, sabe todas las preguntas y tiene todas las
respuestas. Un monócrata. Un “egoarca” repetido por cadena oficial, propiamente
hablando.
“Todo por el pueblo, sin
el pueblo”. Laclau confirma nuestra sospecha de que estamos ante un renuevo de
aquel “despotismo ilustrado” de los comienzos, quizás algo desprovisto de
lustre. Aquel despotismo dieciochesco y este retoño posmoderno requieren una
fortísima concentración de poder. Un texto del siglo XVIII -"Cartas al
Conde de Lerena"- resume muy bien esta necesidad:
"Para el logro de las
grandes cosas es necesario aprovecharnos hasta del fanatismo de los hombres. En
nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es el señor absoluto de
la vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por una
especie de sacrilegio, y he aquí el nervio principal de la reforma. Yo sé bien que el poder omnímodo
del monarca expone
la monarquía a los
males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la
nuestra sólo pueden ser curados con el poder omnímodo". Laclau podría desempolvar el texto.
Chávez es un egoarca modélico, caricatura del déspota de semilustre, con antecedentes como Juan Vicente Gómez
(1910-1936), ese "dictador necesario en una república inestable" que
llevó a Laureano Vallenilla Lanz a postular el "cesarismo
democrático" como forma política básica continental. La egoarquía conduce,
en nuestros países, a una fase superior del subdesarrollo político para el
siglo XXI.
Pero también el
constitucionalismo clásico, y su avatar el neoconstitucionalismo de jueces activistas, esto es, tanto el
Estado de Derecho clásico, centrado en la ley, como el Estado Constitucional
judicialista, manejan categorías en
crisis. El constitucionalismo clásico no pudo salir de su paradoja: nacido
polémicamente para enfrentar el poder del rey absoluto, se transformó en un
mecanismo para contener y cercenar el poder de las mayorías. El
neoconstitucionalismo coloca a los tribunales constitucionales
contramayoritarios –nacidos de la revisión judicial norteamericana, destinada a
contener los desbordes mayoritarios- como “guardianes de Platón” de un núcleo
de principios y valores indecidibles por el voto democrático.
La crisis de la
representación política –los representantes son autorreferenciales: se
representan a sí mismos y la clase política a la que pertenecen- y el fracaso
de la separación “geográfica” de poderes para contener las demasías del Ejecutivo no
pueden cuerpearse por medio de
constantes invocaciones a cómo debería funcionar idealmente la vida política,
dejando perpetuamente mensajes en una especie de Muro de los Lamentos
jurídico. No olvidarse que Chávez llega al poder por la corrupción ínsita
en el pacto bipartidista adeco-copeyano.
La representación
congresista o parlamentaria es lo no democrático de la democracia. La
hiperrepresentación populista, que se presenta como su opuesto, resulta en
verdad su culminación.
Suelo repetir que a la
democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está. Pulverizados nuestros partidos políticos a
partir de 2002, el pueblo no se encuentra ni en el partido único de los
políticos profesionales ni en las organizaciones clientelísticas que llevan su
paquete electoral de ofrenda al
egoarca. Se ha desarrollado una
masa de compatriotas reducidos vivir de la asistencia y la dádiva gubernativa.
Por naturaleza ya no se pertenecen a sí mismos sino a otros, a los que les dan,
y esta es la definición de la esclavitud que hace dos mil cuatrocientos años
formuló Aristóteles. Un pueblo se compone de seres libres. No necesariamente
prósperos, pero libres.
Los problemas nodales del
derecho político actual pasan por el reinvento de la
democracia participativa ante
la crisis de la representación y por el hallazgo de una forma eficaz de oponer
contrapoderes al poder, visto el fracaso de la "separación de
poderes" y del "contrapoder antimayoritario" de la justicia
constitucional. El problema político inmediato es cómo limitar el poder activo, que tiende a ser omnímodo, del egoarca populista. Para eso, lo primordial
es encontrar al pueblo. Hasta ahora, sólo aparecen las grandes movilizaciones
como obstáculos quizás efímeros a las demasías, pero que apuntan a una
participación que al momento no halla, pero exige, otros canales expresivos
[1] ) Texto
según “Perfil del 14/X/12
[2]
) “¡Las misiones sólo son posibles en el socialismo! En verdad son un gran
invento del Socialismo del siglo XXI” (De “PatriaGrande”, “la revista digital
del ALBA”, 19/04/12 en www.patriagrande.com.ve
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