POBREZA, INDIGENCIA, MISERIA, EXCLUSIÓN Y OTRAS MARCAS DEL “PROGRESO”
Llamamos “pobre” al que a duras penas dispone de lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas. Llamamos “indigente” al que carece de momento de los medios para cubrir sus necesidades básicas, pero que puede aún ser rescatado de esa situación por un empleo o por un socorro conveniente. Llamamos “miseria” al estado o condición de quienes no pueden satisfacer sus necesidades vitales. Las dos primeras, tradicionalmente, han sido entendidas como situaciones que pueden ser paliadas, mejoradas e, incluso, de las que se puede salir. La última es un estado o condición que se extiende a un conjunto amplio de personas y que tiende a prolongarse en el tiempo, bajo la forma de exclusión del vínculo social, de des-afiliación de la sociedad. Planteo que, en la posmodernidad, tanto en la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de las formas situacionales de la pobreza y de la indigencia hacia el estado o condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y que el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud.
La pobreza resultaba, tradicionalmente, una noción relativa. Siempre somos los pobres de alguien. Frente a Bill Gates, Carlos Slim, Cristóbal López o el matrimonio Kirchner, los aquí presentes resultaremos siempre pobres. No menos ricos: pobres.
Por otra parte, también respecto de la relatividad tradicional de la noción, lo mínimamente decoroso como nivel de existencia se define de acuerdo con estándares implícitos en el estilo de vida predominante en cada ámbito social y cultural, y estos estándares no son uniformes, aunque en la posmodernidad tiendan también a globalizarse. Las necesidades primarias –alimentos, vestimenta, techo, agua potable y estructura sanitaria mínima, acceso a medios de transporte, nivel elemental en servicios de salud y educación- no constituyen un orden objetivo, jerárquico y único. Siempre habrá de verse alguna antena satelital en una villa de emergencia, un vídeo juego en un boliche de lata y el cable en La Cava.
Lo que ocurre es que nuestra economía global actual es una economía fundada en los deseos y no en las necesidades –como enseñaban los viejos manuales- y en ella, para pobres y ricos, lo bastante es demasiado poco. En todas las capas sociales se toman los deseos por realidades porque se cree en la realidad de los deseos y, más profundamente aún, se cree en el derecho a realizarlos, ya que en el universo jurídico posmoderno los deseos se reconvierten sistemáticamente en derechos, con indiferencia a la manera en que ellos puedan ser efectivamente ejercidos.
Cabe anotar, en este punto, la paradoja de que el pobre, el indigente y hasta el miserable pueden estar arrinconados en los márgenes de la sociedad y hasta excluidos de ella, pero nunca resultan enteramente excluidos del mercado, aunque sus medios de acceso a él resulten limitados, por falta de poder adquisitivo, por ser deudores insolventes o desocupados de larga data. La sociedad tiene un exterior, pero el mercado no.
La pobreza es, o más bien era, noción relativa, pero le trazamos un umbral estadístico para fijar cuál es el ingreso bajo el cual no pueden satisfacerse las necesidades básicas. Con este instrumento, se calcula que el 40% de la población mundial es pobre y, en cuanto a nuestro país, alrededor de ese porcentaje. Como dato adicional, que en nuestro país la mayoría de los pobres son niños y la mayoría de los niños son pobres.
La pobreza, además de ser tradicionalmente una noción relativa, resultaba, también, una noción relacional. No podía caracterizársela sin relacionarla con la capa de riqueza y la capa media existentes en el mismo tiempo y lugar. No había posibilidad de considerar a la pobreza como un mundo en sí, independiente del resto de la sociedad donde se manifestara. Es decir, no podía haber una aproximación a la cuestión de la pobreza sin considerar a la sociedad como un todo ni imaginar respuestas para ella que no tuvieran en cuenta el irrenunciable deseo de vinculación, reconocimiento de pertenencia y arraigo al conjunto social que los fenómenos de la pobreza expresan.
La pobreza, ante todo, se mira en el espejo de la riqueza simétricamente manifestada. El consumo ostentoso y extravagante de los “ricos y famosos” de nuestro tiempo, ventilado en los medios, nos resulta chocante e intolerable por su carácter de “maldad insolente” frente a las manifestaciones más dolorosas de la pobreza. Un mundo de magos de las finanzas globales, de políticos elevados por el marketing y los creadores de imagen, de figuras del espectáculo y de jugadores de fútbol perciben ganancias fabulosamente distantes del resto. Conforman una sociedad aparte de las sociedades de donde alguna vez surgieron, viviendo aparte y actuando aparte, gente de un planeta mediático a la vez presente y remoto para nuestras vidas comunes. Estos rich and famous, que en buena parte mueven al mundo, se inscriben en lo que Christopher Lasch llamó la “rebelión de la élites”, la renuncia a sus deberes y el campear por sus fueros, paralela en nuestro tiempo a la “rebelión de las masas” que describió Ortega y Gasset en el primer tercio del siglo pasado.
En el otro extremo tenemos los excluidos, los nuevos miserables, que viven aparte en villas aparte y actúan aparte, conformando también una sociedad aparte de la sociedad. Y son una sociedad aparte porque nadie tiene necesidad de ellos. El excluido es un inútil, un supernumerario en términos sociales, cuya existencia resulta desprovista de toda finalidad que no sea la de sobrevivir, reproducirse y permanecer en su condición para ser manipulado convenientemente. Todo ello en una economía del deseo (no de la necesidad) y de la abundancia (no de la escasez según los viejos manuales), dando lugar así al “escándalo de la pobreza”.
No se ha conocido en la historia una situación social en que no haya habido ricos y pobres, difiriendo sólo en la hondura de la brecha que los separe. Se registran, sí, casos en los que la indigencia o la miseria han tenido mínima expresión o fueron resultado momentáneo de hambrunas o desastres naturales (inundaciones, terremotos, erupciones, etc.). La díada pobreza/riqueza puede ser considerada como una invariante o regularidad observable en toda organización social. Las proclamaciones de “pobreza cero” o de “riqueza cero” nunca han cobrado realidad y la díada vuelve al poco tiempo, luego de una sustitución de los miembros de la capa afortunada (la “nueva clase” descripta en su tiempo por Djilas, la “nomenklatura” soviética, etc.).
Lo novedoso en la posmodernidad es la segregación de la sociedad de ambos extremos: ricos devenidos ultrarricos y pobres devenidos miserables, que constituyen dos subsociedades en sí, separadas, secesionadas del resto. En la antigüedad, la separación entre ricos y pobres se daba dentro y en el seno de la κοινωνια πολιτικη o de la civitas. Era un conflicto dinamizador de la vida política. En griego es la στασις –sedición- a que se refiere Aristóteles en “Política”. Al hablar de los regímenes de gobierno, Aristóteles distingue entre el gobierno de una minoría rica (esto es, la oligarquía) y el gobierno de una mayoría pobre (la democracia). Y recomienda lo que llama la πολιτεια, el gobierno de la clase media, porque allí prevalece la prudencia y se logra la igualdad proporcional o geométrica, por el mérito y no por el número. En la democracia –prosigue- se cree que por ser iguales en algún aspecto, lo son absolutamente en todos los aspectos. En la oligarquía se cree que por ser desiguales en la riqueza, deben serlo absolutamente en todo los demás. “Los unos, pensándose iguales, pretenden participar en todo con igual derecho; los otros, pensándose desiguales, tratan de tener más, porque ‘más’ supone la desigualdad”. Y así nace la στασις. Pero todo ello dentro de la πολις.
Durante siglos, el pobre y aun el miserable (el pobre de solemnidad, que despertaba la misericordia) tenían un lugar en la sociedad. No estaba fuera de ella. El mendigo, el clochard, el lazzarone, el pordiosero de a caballo de la colonia, extendían la mano para recibir la limosna sin sentirse extraños al conjunto social, al vínculo comunitario con quien le daba la moneda. El mendigo pertenecía a una situación social públicamente reconocida. Los santos más preclaros habían bendecido esa condición y, a veces, la habían asumido voluntaria y ejemplarmente, como Francesco Bernardone, il poverello de Asís. El pordiosero oía cada día predicar en la iglesia la alabanza de la pobreza e inculcar el apartamiento de los bienes terrenos que consumen el orín y la polilla. Todos los días escuchaba sermonear que lo primero en el orden de importancia era la salvación del alma, y que la limosna contribuía a ello. Luego de la prédica, se ponía en la puerta del templo, con la mano extendida. Y aprovechaba de todas las instituciones que la Iglesia medieval contribuyó a crear, como hospederías y hospitales. Desde luego, no obstante aquellas prédicas, donde el mendicante era imagen del mismo Jesucristo, los pobres bien voluntariamente habrían cambiado su situación por la de los ricos (cuando no se volvían clandestinamente ricos, como Arturo de Córdova en “Dios se lo Pague”). Pero, mientras permanecían en la pobreza, no se sentían ni moralmente inferiores a los ricos ni expulsos de la sociedad. La pobreza era una de las formas del vínculo social, mirándose en la cara de la riqueza, y viceversa. (Aunque vistos con ojos actuales, aquellos señores feudales no parecen potentados y las diferencias y distancias con sus vasallos no nos resultan demasiado llamativas).
Incluso en el conflicto clásico de la sociedad capitalista, el del patrón y el asalariado, denunciado dramáticamente como explotación del hombre por el hombre, los protagonistas disputaban dentro de la sociedad toda. El conflicto inherente manifestaba un vínculo social pleno y el sindicato, por ejemplo, era un vehículo inclusivo e integrador en la sociedad toda. Era un conflicto vertical dentro de la sociedad (los de arriba y los de abajo).
El conflicto actual es horizontal y expulsor. Se trata de si se permanece dentro de los márgenes de la sociedad o se cae en las tinieblas exteriores de la insignificancia y la carencia de integración con la vida común, salvo, como veremos, bajo forma de esclavitud. Mientras tanto, por arriba, planea otra sociedad, la del relumbrón y el espectáculo, desde donde, a veces, se practica una especie de beneficencia aséptica hacia los excluidos, que sólo aparecen como figuras del dolor en la imagen preparada al efecto, para resaltar la “sensibilidad social” de los nuevos opulentos. (Apoyemos con unos centavos del vuelto del súper a los burócratas de UNICEF; organicemos con U2 un recital de rock para los pibes somalíes mostrados en pantalla; blindemos una favela para que Madonna pueda sacarse la foto con el garotinho, etc.). A los vínculos sociales concretos los suplanta un hipervínculo virtual, en donde el lenguaje mediático fundado sobre el marketing traduce el mundo y los dolores del mundo en unidades conmensurables y comunicables de puro espectáculo con finalidad mercantil. La chica que quiere triunfar se desnuda, como las de antes y las de siempre, pero ahora por el “cambio climático”, y Evangelina Carrozzo obtuvo una efímera gloriola en la pasarela mundial contra las papeleras.
Se produce una homogeneización del mundo, que en un sistema vivo indica tendencia a la muerte. Hay un desencantamiento de todo lo que nos rodea. El individualismo exacerbado y el igualitarismo desbocado (la igualdad ontológica extrapolada a la diversidad real, para uniformarla) desembocan en una exclusión brutal. El principio igualitario encuentra su expresión jurídica en la ideología de los derechos humanos. El derecho, disciplina constitutivamente relacional, tiene ahora por sujeto al individuo aislado, por el solo hecho de serlo; esto es, tiene por sujeto a un huérfano sin ombligo, nacido expósito y destinado a morir célibe. La dicotomía individuo-Estado, propia del siglo XX, se transforma ahora en la dicotomía de dos abstracciones: por un lado el individuo aislado, convertido en unidad intercambiable; por otro, la Humanidad, en cuyo nombre se legisla, se criminaliza y se juzga . Homogeneización, fijeza, tendencia de muerte, reductio ad unum de la diversidad del mundo (pensamiento único, lenguaje mediático único, sentimiento único, sexo único y fantasía de poder único).
En este contexto, tenemos estructuralmente ricos cada vez más ricos, haciendo rancho aparte, y pobres cada vez más miserables, conformando rancho aparte. La clase media, a la que Aristóteles asignaba el depósito de la prudencia, aparece a la consideración de quienes gobiernan sólo bajo sus números de CUIT o CUIL, con sus trabajos, propiedades, ingresos, claramente localizados (no off-shore) y, por lo tanto, básicamente productora y contribuyente. Porque los excluidos por arriba, el yacht people, los rich and famous, no pagan o apenas pagan impuestos, y los excluidos por abajo apenas contribuyen con el IVA cuando compran el Tetrabrick.
La única inclusión universalmente aceptada, válida para todos, es hoy el mercado. En nuestro tiempo, el mercado parece más un concepto sociológico que económico. Pero el mercado, aunque valioso, no puede reemplazar al vínculo social. El intercambio mercantil, por su naturaleza, no crea deberes. El saldo es 0, desde que la operación acaba, ya que la contrapartida monetaria cancela toda deuda. Lo contrario es la economía del don oblativo donde la deuda nunca queda saldada y se crea una red de obligaciones y obligados .
En esta misma tendencia homogeneizadora y excluyente se inscribe también la supuesta contrapartida de la ideología liberal o neoliberal; esto es, el Estado Providencia, el Estado Benefactor, el Estado Minotauro, como lo llamó Bertrand de Jouvenel porque hay que sacrificarle las primicias de la libertad política, y también –obviamente- su versión en socialismo del siglo XXI y sus variantes. Todas estas formas estatalistas tienen su matriz en el individualismo y el igualitarismo nivelador y podría caracterizárselas en su conjunto como variantes de una ideología burguesa y materialista donde se expresa el odio al pobre y la envidia al rico.
La oposición individuo-Estado fue una de esas falsas ideas claras del siglo XX. Son términos complementarios, no antitéticos. A más individualismo, más Estado. El Estado, una máquina de máquinas, uniforma a todos los individuos, considerados como unidades fungibles e intercambiables, bajo el ámbito de autoridad de la ley que crea, al mismo tiempo que destruye los lazos concretos que unen orgánicamente a las personas. El Estado es anticomunitario y dejó solo al individuo, como un expósito, frente a la abstracción de la Humanidad, vulnerando todos los órganos intermedios. Más los lazos sociales se aflojan, más aumenta la dependencia frente a Estado (ejemplo de las jubilaciones –aportes resultan impuestos al trabajo en blanco y, finalmente, el beneficio, subsidio a la vejez, ni capitalización colectiva, ni capitalización privada, ni siquiera solidaridad). Más aumenta la dependencia frente a Estado benefactor, más se siente su intervencionismo en todos los dominios de la existencia (desde el dejar de fumar hasta el matrimonio homosexual, pasando por cuál es la verdad histórica que debemos creer). El Estado aísla a los hombres, les expropia la Patria, la Nación, la vida política y los hace débiles y desconfiados prometiéndoles la seguridad y hasta la felicidad.
Tomemos un ejemplo. El Estado toma a su cargo la “redistribución de la riqueza”, el leit motiv de Cristina y de Néstor. Así se va a acabar de una vez por todas con la pobreza, etc., etc. La redistribución no es verdadera preocupación por los pobres, sino que expresa una obsesión por la igualdad radical. El efecto es la proletarización de las clases medias por la elevada imposición (los rich and famous no pagan) que para no caer de su estilo de vida al infierno de la exclusión debe multiplicar sus esfuerzos económicos: la clase media se convierte en la principal productora de bienes para el Estado (lo desnuda el conflicto con el campo desde la Resolución 125). Las familias pobres, por su lado, reciben menos de lo que aportan al Estado. La redistribución no va del rico al pobre sino que regresa poder del individuo al Estado. Tiene un valor de pura eficacia simbólica. Cercena la libertad política y personal. “La idea de que el dinero que reparte el Estado viene de arriba –dice Jouvenel- sólo es cierta para una porción mínima. En realidad, sirve para ocultar el hecho de que el poder adquisitivo redistribuido proviene de las mismas clases sociales que lo reciben”.
El clientelismo manejado desde “la caja”, que controlaban oligopólicamente los aparatos políticos partidarios (se destacó el bonaerense) se dividió luego en los intendentes del conurbano y gobernadores de provincia y ha terminado por revertir a los “líderes” de las “organizaciones sociales”, en un proceso progresivo de fragmentación del que hemos sido testigos en los últimos días a través de piquetes y contrapiquetes.
La democracia de la miseria, hacia el que tiende cada vez más nuestro régimen político, desemboca en la miseria de la democracia. Por un lado, la democracia representativa nos muestra una clase política autorreferencial, casi incestuosa y concentrada en el mantenimiento y extensión de sus privilegios, además de afectada por la corrupción medular asociada a la vida pública (el PUPA). Por otro, las manifestaciones directas del pueblo, como serían los referendos y las movilizaciones, están afectadas en su raíz porque crece incesantemente la masa de argentinos reducidos a la esclavitud, cuyo voto y cuya movilización se empaquetan y se compran hechos. Un pueblo, como cuerpo político, requiere de hombres libres. Pobres o ricos, pero libres. A la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está. Debemos reinventarla con hombres libres si pretendemos que tenga un sentido. Algunas movilizaciones, como las de junio del año pasado en ocasión del conflicto del campo o el mismo repudio electoral del 28 de junio al kirchnerato muestran posibilidades de reacción, mientras no se agoten en lo efímero. Pero, mientras tanto, la reducción a la esclavitud se propaga y crece.
La pobreza, en sí misma, ni es un mérito ni una indignidad. Es más bien un misterio, como decía Léon Bloy, aquel que se llamaba a sí mismo “mendigo ingrato”. El misterio de que siempre, evangélicamente, habrá pobres entre nosotros. En todo caso, hay que procurar que no sean siempre los mismos. El aprovechamiento político del pobre, en nombre de los eslóganes de la progresía, requiere, precisamente, que sean siempre los mismos, ya que resultan un fondo de reserva revolucionario o electoral que debe mantenerse íntegro para futuras reinversiones. Disminuir eficazmente la pobreza, integrar a la sociedad a los desplazados, sería a largo plazo destruir una materia prima política indispensable. Deben quedarse como están. Más aún, hay que reducirlos a la miseria, para esclavizarlos a cambio del mendrugo asistencialista que apenas le permite arañar las necesidades básicas. Hay que institucionalizar la exclusión y, luego, mostrarse compungido por ella.
Nuestra progresía revolucionaria hace aristotelismo sin saberlo. Siguen al Aristóteles del libro I de “Política”, cuando defendía la esclavitud por naturaleza. El esclavo –el mísero- es una posesión animada. Un instrumento para la praxis. Es esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro, como pertenece el mísero a su puntero, referente o Milagro Sala de turno. Lo mejor para los esclavos, lo mejor para los míseros (y sigo parafraseando a Aristóteles) es someterse a este tipo de mando, ya que prefieren vivir, aunque sea mal, pero bajo la tutela de otro. El esclavo, el mísero, posee la razón, pero la pone al servicio de la obediencia más que conducirse él mismo por la razón, como hace un hombre libre. Les conviene esto a los esclavos, a los míseros, es justo que estén en esa condición y hasta están contentos con su suerte, concluía el de Estagira, sin saber cuán pertinentes resultarían sus razonamientos siglos después en un lugar llamado Argentina
El siglo pasado, para ser más exactos en 1913, un pensador inglés llamado Hilaire Belloc tuvo una intuición parecida, cuando escribió The Servile State, donde anunciaba que el cruce del capitalismo con el socialismo iba a producir la reaparición de la esclavitud, en beneficio de una minoría libre de propietarios de los medios de producción y de los instrumentos financieros, para imponerse a una mayoría de de individuos sin libertad ni propiedad, reducidos al trabajo obligatorio a cambio de un nivel mínimo de satisfacción de las necesidades vitales.
Pars construens:
Concebir la sociedad como un todo, holísticamente. Recomponer los lazos sociales con la pobreza expulsada y la riqueza autoexcluida, pivoteando sobre las ideas de deberes y obligaciones mutuas y recíprocas. Reinvención de la democracia mediante la recuperación del pueblo como cuerpo político, formado por hombres y mujeres libres, arraigados y avecindados, reunidos en la ciudadanía. Rescate de las libertades políticas y de la participación en clave federativa y de subsidiariedad. La federación se entiende como forma política, como lo fueron la ciudad, la república urbana medieval, el reino o el Imperio (no el oxímoron “Estado federal”). La federación sustituirá los aparatos del Estado en derrumbe. En lugar del mundo uno, del uni-verso político uniformizador, los órganos intermedios serán las patrias: las patrias carnales (regionales), las patrias nacionales (históricas) y las patrias continentales (geopolíticas). La subsidiariedad proveerá una trama compleja de mediaciones institucionales de abajo hacia arriba orientadas al bien común. Mientras el Estado define el bien a partir del derecho, la federación subsidiarista definirá el derecho a partir del bien. Hay que recuperar el bien común, desestatizarlo (el neoliberalismo, cuando habla de desestatizar, privatiza el bien común, fragmentándolo como un espejo roto en intereses particulares), para que pobres y ricos se enriquezcan con él y podamos aspirar a la “vida buena”.
En este día de la Tradición pueden recordarse los versos de Hernández: “que son campanas de palo/ Las razones de los pobres”. Hoy, más que en 1872, en que “Matraca” escribía. Más que nunca, cuando se nombra al pobre como nunca.-
Llamamos “pobre” al que a duras penas dispone de lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas. Llamamos “indigente” al que carece de momento de los medios para cubrir sus necesidades básicas, pero que puede aún ser rescatado de esa situación por un empleo o por un socorro conveniente. Llamamos “miseria” al estado o condición de quienes no pueden satisfacer sus necesidades vitales. Las dos primeras, tradicionalmente, han sido entendidas como situaciones que pueden ser paliadas, mejoradas e, incluso, de las que se puede salir. La última es un estado o condición que se extiende a un conjunto amplio de personas y que tiende a prolongarse en el tiempo, bajo la forma de exclusión del vínculo social, de des-afiliación de la sociedad. Planteo que, en la posmodernidad, tanto en la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de las formas situacionales de la pobreza y de la indigencia hacia el estado o condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y que el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud.
La pobreza resultaba, tradicionalmente, una noción relativa. Siempre somos los pobres de alguien. Frente a Bill Gates, Carlos Slim, Cristóbal López o el matrimonio Kirchner, los aquí presentes resultaremos siempre pobres. No menos ricos: pobres.
Por otra parte, también respecto de la relatividad tradicional de la noción, lo mínimamente decoroso como nivel de existencia se define de acuerdo con estándares implícitos en el estilo de vida predominante en cada ámbito social y cultural, y estos estándares no son uniformes, aunque en la posmodernidad tiendan también a globalizarse. Las necesidades primarias –alimentos, vestimenta, techo, agua potable y estructura sanitaria mínima, acceso a medios de transporte, nivel elemental en servicios de salud y educación- no constituyen un orden objetivo, jerárquico y único. Siempre habrá de verse alguna antena satelital en una villa de emergencia, un vídeo juego en un boliche de lata y el cable en La Cava.
Lo que ocurre es que nuestra economía global actual es una economía fundada en los deseos y no en las necesidades –como enseñaban los viejos manuales- y en ella, para pobres y ricos, lo bastante es demasiado poco. En todas las capas sociales se toman los deseos por realidades porque se cree en la realidad de los deseos y, más profundamente aún, se cree en el derecho a realizarlos, ya que en el universo jurídico posmoderno los deseos se reconvierten sistemáticamente en derechos, con indiferencia a la manera en que ellos puedan ser efectivamente ejercidos.
Cabe anotar, en este punto, la paradoja de que el pobre, el indigente y hasta el miserable pueden estar arrinconados en los márgenes de la sociedad y hasta excluidos de ella, pero nunca resultan enteramente excluidos del mercado, aunque sus medios de acceso a él resulten limitados, por falta de poder adquisitivo, por ser deudores insolventes o desocupados de larga data. La sociedad tiene un exterior, pero el mercado no.
La pobreza es, o más bien era, noción relativa, pero le trazamos un umbral estadístico para fijar cuál es el ingreso bajo el cual no pueden satisfacerse las necesidades básicas. Con este instrumento, se calcula que el 40% de la población mundial es pobre y, en cuanto a nuestro país, alrededor de ese porcentaje. Como dato adicional, que en nuestro país la mayoría de los pobres son niños y la mayoría de los niños son pobres.
La pobreza, además de ser tradicionalmente una noción relativa, resultaba, también, una noción relacional. No podía caracterizársela sin relacionarla con la capa de riqueza y la capa media existentes en el mismo tiempo y lugar. No había posibilidad de considerar a la pobreza como un mundo en sí, independiente del resto de la sociedad donde se manifestara. Es decir, no podía haber una aproximación a la cuestión de la pobreza sin considerar a la sociedad como un todo ni imaginar respuestas para ella que no tuvieran en cuenta el irrenunciable deseo de vinculación, reconocimiento de pertenencia y arraigo al conjunto social que los fenómenos de la pobreza expresan.
La pobreza, ante todo, se mira en el espejo de la riqueza simétricamente manifestada. El consumo ostentoso y extravagante de los “ricos y famosos” de nuestro tiempo, ventilado en los medios, nos resulta chocante e intolerable por su carácter de “maldad insolente” frente a las manifestaciones más dolorosas de la pobreza. Un mundo de magos de las finanzas globales, de políticos elevados por el marketing y los creadores de imagen, de figuras del espectáculo y de jugadores de fútbol perciben ganancias fabulosamente distantes del resto. Conforman una sociedad aparte de las sociedades de donde alguna vez surgieron, viviendo aparte y actuando aparte, gente de un planeta mediático a la vez presente y remoto para nuestras vidas comunes. Estos rich and famous, que en buena parte mueven al mundo, se inscriben en lo que Christopher Lasch llamó la “rebelión de la élites”, la renuncia a sus deberes y el campear por sus fueros, paralela en nuestro tiempo a la “rebelión de las masas” que describió Ortega y Gasset en el primer tercio del siglo pasado.
En el otro extremo tenemos los excluidos, los nuevos miserables, que viven aparte en villas aparte y actúan aparte, conformando también una sociedad aparte de la sociedad. Y son una sociedad aparte porque nadie tiene necesidad de ellos. El excluido es un inútil, un supernumerario en términos sociales, cuya existencia resulta desprovista de toda finalidad que no sea la de sobrevivir, reproducirse y permanecer en su condición para ser manipulado convenientemente. Todo ello en una economía del deseo (no de la necesidad) y de la abundancia (no de la escasez según los viejos manuales), dando lugar así al “escándalo de la pobreza”.
No se ha conocido en la historia una situación social en que no haya habido ricos y pobres, difiriendo sólo en la hondura de la brecha que los separe. Se registran, sí, casos en los que la indigencia o la miseria han tenido mínima expresión o fueron resultado momentáneo de hambrunas o desastres naturales (inundaciones, terremotos, erupciones, etc.). La díada pobreza/riqueza puede ser considerada como una invariante o regularidad observable en toda organización social. Las proclamaciones de “pobreza cero” o de “riqueza cero” nunca han cobrado realidad y la díada vuelve al poco tiempo, luego de una sustitución de los miembros de la capa afortunada (la “nueva clase” descripta en su tiempo por Djilas, la “nomenklatura” soviética, etc.).
Lo novedoso en la posmodernidad es la segregación de la sociedad de ambos extremos: ricos devenidos ultrarricos y pobres devenidos miserables, que constituyen dos subsociedades en sí, separadas, secesionadas del resto. En la antigüedad, la separación entre ricos y pobres se daba dentro y en el seno de la κοινωνια πολιτικη o de la civitas. Era un conflicto dinamizador de la vida política. En griego es la στασις –sedición- a que se refiere Aristóteles en “Política”. Al hablar de los regímenes de gobierno, Aristóteles distingue entre el gobierno de una minoría rica (esto es, la oligarquía) y el gobierno de una mayoría pobre (la democracia). Y recomienda lo que llama la πολιτεια, el gobierno de la clase media, porque allí prevalece la prudencia y se logra la igualdad proporcional o geométrica, por el mérito y no por el número. En la democracia –prosigue- se cree que por ser iguales en algún aspecto, lo son absolutamente en todos los aspectos. En la oligarquía se cree que por ser desiguales en la riqueza, deben serlo absolutamente en todo los demás. “Los unos, pensándose iguales, pretenden participar en todo con igual derecho; los otros, pensándose desiguales, tratan de tener más, porque ‘más’ supone la desigualdad”. Y así nace la στασις. Pero todo ello dentro de la πολις.
Durante siglos, el pobre y aun el miserable (el pobre de solemnidad, que despertaba la misericordia) tenían un lugar en la sociedad. No estaba fuera de ella. El mendigo, el clochard, el lazzarone, el pordiosero de a caballo de la colonia, extendían la mano para recibir la limosna sin sentirse extraños al conjunto social, al vínculo comunitario con quien le daba la moneda. El mendigo pertenecía a una situación social públicamente reconocida. Los santos más preclaros habían bendecido esa condición y, a veces, la habían asumido voluntaria y ejemplarmente, como Francesco Bernardone, il poverello de Asís. El pordiosero oía cada día predicar en la iglesia la alabanza de la pobreza e inculcar el apartamiento de los bienes terrenos que consumen el orín y la polilla. Todos los días escuchaba sermonear que lo primero en el orden de importancia era la salvación del alma, y que la limosna contribuía a ello. Luego de la prédica, se ponía en la puerta del templo, con la mano extendida. Y aprovechaba de todas las instituciones que la Iglesia medieval contribuyó a crear, como hospederías y hospitales. Desde luego, no obstante aquellas prédicas, donde el mendicante era imagen del mismo Jesucristo, los pobres bien voluntariamente habrían cambiado su situación por la de los ricos (cuando no se volvían clandestinamente ricos, como Arturo de Córdova en “Dios se lo Pague”). Pero, mientras permanecían en la pobreza, no se sentían ni moralmente inferiores a los ricos ni expulsos de la sociedad. La pobreza era una de las formas del vínculo social, mirándose en la cara de la riqueza, y viceversa. (Aunque vistos con ojos actuales, aquellos señores feudales no parecen potentados y las diferencias y distancias con sus vasallos no nos resultan demasiado llamativas).
Incluso en el conflicto clásico de la sociedad capitalista, el del patrón y el asalariado, denunciado dramáticamente como explotación del hombre por el hombre, los protagonistas disputaban dentro de la sociedad toda. El conflicto inherente manifestaba un vínculo social pleno y el sindicato, por ejemplo, era un vehículo inclusivo e integrador en la sociedad toda. Era un conflicto vertical dentro de la sociedad (los de arriba y los de abajo).
El conflicto actual es horizontal y expulsor. Se trata de si se permanece dentro de los márgenes de la sociedad o se cae en las tinieblas exteriores de la insignificancia y la carencia de integración con la vida común, salvo, como veremos, bajo forma de esclavitud. Mientras tanto, por arriba, planea otra sociedad, la del relumbrón y el espectáculo, desde donde, a veces, se practica una especie de beneficencia aséptica hacia los excluidos, que sólo aparecen como figuras del dolor en la imagen preparada al efecto, para resaltar la “sensibilidad social” de los nuevos opulentos. (Apoyemos con unos centavos del vuelto del súper a los burócratas de UNICEF; organicemos con U2 un recital de rock para los pibes somalíes mostrados en pantalla; blindemos una favela para que Madonna pueda sacarse la foto con el garotinho, etc.). A los vínculos sociales concretos los suplanta un hipervínculo virtual, en donde el lenguaje mediático fundado sobre el marketing traduce el mundo y los dolores del mundo en unidades conmensurables y comunicables de puro espectáculo con finalidad mercantil. La chica que quiere triunfar se desnuda, como las de antes y las de siempre, pero ahora por el “cambio climático”, y Evangelina Carrozzo obtuvo una efímera gloriola en la pasarela mundial contra las papeleras.
Se produce una homogeneización del mundo, que en un sistema vivo indica tendencia a la muerte. Hay un desencantamiento de todo lo que nos rodea. El individualismo exacerbado y el igualitarismo desbocado (la igualdad ontológica extrapolada a la diversidad real, para uniformarla) desembocan en una exclusión brutal. El principio igualitario encuentra su expresión jurídica en la ideología de los derechos humanos. El derecho, disciplina constitutivamente relacional, tiene ahora por sujeto al individuo aislado, por el solo hecho de serlo; esto es, tiene por sujeto a un huérfano sin ombligo, nacido expósito y destinado a morir célibe. La dicotomía individuo-Estado, propia del siglo XX, se transforma ahora en la dicotomía de dos abstracciones: por un lado el individuo aislado, convertido en unidad intercambiable; por otro, la Humanidad, en cuyo nombre se legisla, se criminaliza y se juzga . Homogeneización, fijeza, tendencia de muerte, reductio ad unum de la diversidad del mundo (pensamiento único, lenguaje mediático único, sentimiento único, sexo único y fantasía de poder único).
En este contexto, tenemos estructuralmente ricos cada vez más ricos, haciendo rancho aparte, y pobres cada vez más miserables, conformando rancho aparte. La clase media, a la que Aristóteles asignaba el depósito de la prudencia, aparece a la consideración de quienes gobiernan sólo bajo sus números de CUIT o CUIL, con sus trabajos, propiedades, ingresos, claramente localizados (no off-shore) y, por lo tanto, básicamente productora y contribuyente. Porque los excluidos por arriba, el yacht people, los rich and famous, no pagan o apenas pagan impuestos, y los excluidos por abajo apenas contribuyen con el IVA cuando compran el Tetrabrick.
La única inclusión universalmente aceptada, válida para todos, es hoy el mercado. En nuestro tiempo, el mercado parece más un concepto sociológico que económico. Pero el mercado, aunque valioso, no puede reemplazar al vínculo social. El intercambio mercantil, por su naturaleza, no crea deberes. El saldo es 0, desde que la operación acaba, ya que la contrapartida monetaria cancela toda deuda. Lo contrario es la economía del don oblativo donde la deuda nunca queda saldada y se crea una red de obligaciones y obligados .
En esta misma tendencia homogeneizadora y excluyente se inscribe también la supuesta contrapartida de la ideología liberal o neoliberal; esto es, el Estado Providencia, el Estado Benefactor, el Estado Minotauro, como lo llamó Bertrand de Jouvenel porque hay que sacrificarle las primicias de la libertad política, y también –obviamente- su versión en socialismo del siglo XXI y sus variantes. Todas estas formas estatalistas tienen su matriz en el individualismo y el igualitarismo nivelador y podría caracterizárselas en su conjunto como variantes de una ideología burguesa y materialista donde se expresa el odio al pobre y la envidia al rico.
La oposición individuo-Estado fue una de esas falsas ideas claras del siglo XX. Son términos complementarios, no antitéticos. A más individualismo, más Estado. El Estado, una máquina de máquinas, uniforma a todos los individuos, considerados como unidades fungibles e intercambiables, bajo el ámbito de autoridad de la ley que crea, al mismo tiempo que destruye los lazos concretos que unen orgánicamente a las personas. El Estado es anticomunitario y dejó solo al individuo, como un expósito, frente a la abstracción de la Humanidad, vulnerando todos los órganos intermedios. Más los lazos sociales se aflojan, más aumenta la dependencia frente a Estado (ejemplo de las jubilaciones –aportes resultan impuestos al trabajo en blanco y, finalmente, el beneficio, subsidio a la vejez, ni capitalización colectiva, ni capitalización privada, ni siquiera solidaridad). Más aumenta la dependencia frente a Estado benefactor, más se siente su intervencionismo en todos los dominios de la existencia (desde el dejar de fumar hasta el matrimonio homosexual, pasando por cuál es la verdad histórica que debemos creer). El Estado aísla a los hombres, les expropia la Patria, la Nación, la vida política y los hace débiles y desconfiados prometiéndoles la seguridad y hasta la felicidad.
Tomemos un ejemplo. El Estado toma a su cargo la “redistribución de la riqueza”, el leit motiv de Cristina y de Néstor. Así se va a acabar de una vez por todas con la pobreza, etc., etc. La redistribución no es verdadera preocupación por los pobres, sino que expresa una obsesión por la igualdad radical. El efecto es la proletarización de las clases medias por la elevada imposición (los rich and famous no pagan) que para no caer de su estilo de vida al infierno de la exclusión debe multiplicar sus esfuerzos económicos: la clase media se convierte en la principal productora de bienes para el Estado (lo desnuda el conflicto con el campo desde la Resolución 125). Las familias pobres, por su lado, reciben menos de lo que aportan al Estado. La redistribución no va del rico al pobre sino que regresa poder del individuo al Estado. Tiene un valor de pura eficacia simbólica. Cercena la libertad política y personal. “La idea de que el dinero que reparte el Estado viene de arriba –dice Jouvenel- sólo es cierta para una porción mínima. En realidad, sirve para ocultar el hecho de que el poder adquisitivo redistribuido proviene de las mismas clases sociales que lo reciben”.
El clientelismo manejado desde “la caja”, que controlaban oligopólicamente los aparatos políticos partidarios (se destacó el bonaerense) se dividió luego en los intendentes del conurbano y gobernadores de provincia y ha terminado por revertir a los “líderes” de las “organizaciones sociales”, en un proceso progresivo de fragmentación del que hemos sido testigos en los últimos días a través de piquetes y contrapiquetes.
La democracia de la miseria, hacia el que tiende cada vez más nuestro régimen político, desemboca en la miseria de la democracia. Por un lado, la democracia representativa nos muestra una clase política autorreferencial, casi incestuosa y concentrada en el mantenimiento y extensión de sus privilegios, además de afectada por la corrupción medular asociada a la vida pública (el PUPA). Por otro, las manifestaciones directas del pueblo, como serían los referendos y las movilizaciones, están afectadas en su raíz porque crece incesantemente la masa de argentinos reducidos a la esclavitud, cuyo voto y cuya movilización se empaquetan y se compran hechos. Un pueblo, como cuerpo político, requiere de hombres libres. Pobres o ricos, pero libres. A la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está. Debemos reinventarla con hombres libres si pretendemos que tenga un sentido. Algunas movilizaciones, como las de junio del año pasado en ocasión del conflicto del campo o el mismo repudio electoral del 28 de junio al kirchnerato muestran posibilidades de reacción, mientras no se agoten en lo efímero. Pero, mientras tanto, la reducción a la esclavitud se propaga y crece.
La pobreza, en sí misma, ni es un mérito ni una indignidad. Es más bien un misterio, como decía Léon Bloy, aquel que se llamaba a sí mismo “mendigo ingrato”. El misterio de que siempre, evangélicamente, habrá pobres entre nosotros. En todo caso, hay que procurar que no sean siempre los mismos. El aprovechamiento político del pobre, en nombre de los eslóganes de la progresía, requiere, precisamente, que sean siempre los mismos, ya que resultan un fondo de reserva revolucionario o electoral que debe mantenerse íntegro para futuras reinversiones. Disminuir eficazmente la pobreza, integrar a la sociedad a los desplazados, sería a largo plazo destruir una materia prima política indispensable. Deben quedarse como están. Más aún, hay que reducirlos a la miseria, para esclavizarlos a cambio del mendrugo asistencialista que apenas le permite arañar las necesidades básicas. Hay que institucionalizar la exclusión y, luego, mostrarse compungido por ella.
Nuestra progresía revolucionaria hace aristotelismo sin saberlo. Siguen al Aristóteles del libro I de “Política”, cuando defendía la esclavitud por naturaleza. El esclavo –el mísero- es una posesión animada. Un instrumento para la praxis. Es esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro, como pertenece el mísero a su puntero, referente o Milagro Sala de turno. Lo mejor para los esclavos, lo mejor para los míseros (y sigo parafraseando a Aristóteles) es someterse a este tipo de mando, ya que prefieren vivir, aunque sea mal, pero bajo la tutela de otro. El esclavo, el mísero, posee la razón, pero la pone al servicio de la obediencia más que conducirse él mismo por la razón, como hace un hombre libre. Les conviene esto a los esclavos, a los míseros, es justo que estén en esa condición y hasta están contentos con su suerte, concluía el de Estagira, sin saber cuán pertinentes resultarían sus razonamientos siglos después en un lugar llamado Argentina
El siglo pasado, para ser más exactos en 1913, un pensador inglés llamado Hilaire Belloc tuvo una intuición parecida, cuando escribió The Servile State, donde anunciaba que el cruce del capitalismo con el socialismo iba a producir la reaparición de la esclavitud, en beneficio de una minoría libre de propietarios de los medios de producción y de los instrumentos financieros, para imponerse a una mayoría de de individuos sin libertad ni propiedad, reducidos al trabajo obligatorio a cambio de un nivel mínimo de satisfacción de las necesidades vitales.
Pars construens:
Concebir la sociedad como un todo, holísticamente. Recomponer los lazos sociales con la pobreza expulsada y la riqueza autoexcluida, pivoteando sobre las ideas de deberes y obligaciones mutuas y recíprocas. Reinvención de la democracia mediante la recuperación del pueblo como cuerpo político, formado por hombres y mujeres libres, arraigados y avecindados, reunidos en la ciudadanía. Rescate de las libertades políticas y de la participación en clave federativa y de subsidiariedad. La federación se entiende como forma política, como lo fueron la ciudad, la república urbana medieval, el reino o el Imperio (no el oxímoron “Estado federal”). La federación sustituirá los aparatos del Estado en derrumbe. En lugar del mundo uno, del uni-verso político uniformizador, los órganos intermedios serán las patrias: las patrias carnales (regionales), las patrias nacionales (históricas) y las patrias continentales (geopolíticas). La subsidiariedad proveerá una trama compleja de mediaciones institucionales de abajo hacia arriba orientadas al bien común. Mientras el Estado define el bien a partir del derecho, la federación subsidiarista definirá el derecho a partir del bien. Hay que recuperar el bien común, desestatizarlo (el neoliberalismo, cuando habla de desestatizar, privatiza el bien común, fragmentándolo como un espejo roto en intereses particulares), para que pobres y ricos se enriquezcan con él y podamos aspirar a la “vida buena”.
En este día de la Tradición pueden recordarse los versos de Hernández: “que son campanas de palo/ Las razones de los pobres”. Hoy, más que en 1872, en que “Matraca” escribía. Más que nunca, cuando se nombra al pobre como nunca.-
"Campanas de palo" son las matracas o cilindros de madera que pueden observarse en algunas iglesias de México, Bolivia o Perú (en el Cusco ví en un templo uno de estos grandes cilindros) , y que aún se utilizan en algunos monasterios carmelitas. Se las hacía sonar, con un efecto desapacible, en Semana Santa, durante el Oficio de Tinieblas, cuando no se podía tocar las campanas.
"Matraca" era el sobrenombre familiar de José Hernández
En la ilustración, Léon Bloy, el "mendigo ingrato", que vivió y murió pobre
Intervención en el panel reunido en el INFIP (Instituto de Filosofia Práctica), el 11 de noviembre pasado.
7 comentarios:
Suscribo cada palabra. Impecable, y de una claridad y una pluma dignas de admiración. Escucho, a través de los vientos marinos que cruzan desde Bretaña o Normandía, el murmullo del amigo AdB en todo esto.
Mis cordiales saludos, y gracias por tan buena pieza.
Sinceramente de lo mejor que leí en mucho tiempo. Creo adivinar un influjo chestertoniano en su brillante análisis. Humildemente lo felicito.
No existe algo así como el "bien común" porque no existen dos hombres iguales.
Un orden justo sólo puede construirse a partir de que las partes ganen vis a vis según la propia escala de valores individual que no es coincidente sino a lo sumo, complementaria.
Es despótico además que un fraude intelectual pretender construir un orden social sobre algo que no existe y menos aún "estatizarlo" haciendo tabla rasa como sugiere, ya que es una garantía de camino hacia la tiranía. Esto quedó demostrado en todos los experientos eurocéntricos de ingeniería social puestos en práctica desde la Revolución Fracesa y con su inspiración.
Entiendo que un orden social justo debe partir de reconocer la vida, la libertad y la búsqueda de cada individuo de lo que considera su propia felicidad (o bien), reservando al poder del estado sólo a que nadie pueda iniciar la violencia hacia un semejante para imponerle su deseo, y más aún el del propio energúmeno gobernante.
Le pido humildemente que lo considere.
A Perogruyo, cuyo comentario agradezco, le recuerdo que, precisamente, lo que sugiero es una "desestatización" del bien común. La noción de bien común fue expropiada y monopolizada por el Estado moderno, bajo la rúbrica de "interés general" -cuando todo interés es de individuos o grupos,nunca de una colectividad-, que, en realidad, representa el interés inmediato de la clase gobernante, con los resultados que usted mismo señala. Creo, con los clásicos, que hay en toda comunidad un "bien común" no alcanzable por la vía individual o grupal, sino que es proyecto de "vida buena", de vida pública buena, para esa comunidad. La concordia es un bien público, sólo alcanzable en común, que permite, justamente, las búsquedas individuales que señala.-
A Destouches, gracias por su comentario. El gordo Chesterton -quiera Dios no lo hagan santo, para que alguna monja asegure que se ha curado un reuma rebelde colocando un volumen de "Ortodoxia" en el camastro- siempre está ahí. En cuanto a Occam, el de la inexorable navaja, a quien sigo fervientemente en su blog, debo señalarle que con AdeB comparto muchas cosas y, en especial, lo de la organización federativa, no estatalista, de los grandes espacios en que se va cnfigurando el nuevo Nomos del planeta. La Confederación Argentina tiene futuro, aunque hoy no parezca. Spes contra spem, decían los romanos, que podría traducirse, en la desesperación, concibamos una esperanza más grande.
Luis
Le agradezco su réplica y creo que nuestra preocupación es bastante parecida.
Le prometo que luego de esta aclaración haré mutis.
Creo que el mito del bien común, instalado por Tomás de Aquino, como el interés general, en los hechos, habilitaron en Europa y a partir de allí al resto del mundo, a todo tipo de experimentos nefastos de ingeniería social vía el poder del estado, sirviéndoles el confuso bien común como pretexto para imponer la imposible igualdad, que como toda imposición implica violencia.
Esto es, los europeos transvaloraron los valores de Dios al Dios padre estado. Es ahora el estado el omnipotente, omnisciente, omnipresente, etc, etc. Que no es más que el de quién ocupa su majestad. Tal como lo fue cuando iglesia y estado eran uno sólo (Sacro Imperio Romano Germánico).
Lamentablemente -con el beneplácito y el poder otorgado a la iglesia católica- lograron influenciar también a nuestros intelectuales y políticos luego del aire renovador de la generación del '80, inspirada en la revolución norteamericana.
Los norteamericanos lograron, vía la transvaloración de los valores de Dios al individuo, esto es, sin la mediatización de una iglesia con ambiciones y poder para definir a su antojo dónde estaba el bien y el mal y el pensamiento único, un orden social que permitió el crecimiento individual y -por añadidura- colectivo sin precedentes, de propios y extraños.
Los europeos no entendieron -y aún no entienden- (nosotros ahora tampoco) en qué consiste la libertad y el respeto de los acuerdos voluntarios entre individuos como generadores de orden social y prosperidad.
Fíjese cuál es el grado de confusión respecto de los límites a la libertad individual, que los europeos están permitiendo, otra vez, que una ideología teocrática y totalitaria como lo es la del Corán, se infiltre rápidamente en su cultura al amparo de una supuesta multiculturalidad que mejor debiera denominarse relativismo e hipocresía y que terminará sojuzgando sus vidas nuevamente.
Recuerde que este relativismo fue constante en gran parte de la intelectualidad europea, que al tiempo que generó y defendió al régimen stalinista y los demás estados totalitarios, combatió al supuesto imperialismo yanqui, que a diferencia de todos los demás imperialismos, incluídos los propios, los acercó al concepto de libertad individual, esto es, de establecer cuál es su propio bien y buscar cómo conseguirlo.
El supuesto imperialismo yanqui no impuso a los europeos compensaciones de guerra como solían hacer ellos mismos cuando ganaban una, sino que les facilitó préstamos para que pudieran así comerciar sus producciones y prosperar. Sin embargo, continúan sin comprender ese fenómeno.
Lamentablemente, los EEUU parecen también haber perdido el rumbo establecido por sus padres fundadores, justificando ahora si, el mote de imperialistas o de tontos, según se vea por los resultados, adhiriendo a la pretensión hegemónica de un Gobierno Mundial. Una locura a mi entender.
Considero que el principio de subsidiariedad del estado puede ser un avance hacia un crecimiento de la autoridad de la razón individual como forma justa y eficaz de resolver los desafíos que implica la vida en la tierra. Lamentablemente, creo que aún la culpa y por otro lado el resentimiento siguen siendo factores retrógrados en nuestra sociedad. De eso son responsables, la Iglesia Católica como sujeto activo de la culpa y la ignorancia individual como sujeto pasivo de la culpa y activo del resentimiento.
Eso creo.
Luis: Honrado me siento de saberlo seguidor de mis humildes caprichos y diletancias. En cuanto a lo de la Confederación Argentina, atisbo que en un grado de respeto a las particularidades locales y los nexos comunitarios inmediatos y permanentes como basamentos del orden, tal como la que postulaba Rosas en la carta de la Hicienda de Figueroa, verdadero estatuto constitucional argentino, lamentablemente olvidado.
Mis cordiales saludos.
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