NOTAS SOBRE EL BIG CRUNCH
Luis María Bandieri
La Gran Implosión financiera originada en los EE.UU., con un efecto pandémico y pandemónico, de alcance global en el más redondo sentido de la palabra, tiene a su favor, por lo menos, el haber despertado el ansia de respuestas profundas. Las preguntas acerca de lo que pasa y de cómo salir del hoyo que se ahonda no han sido hasta ahora satisfechas, por lo menos en lo que toca a los niveles dirigentes.
La cháchara de los expertos
Ante todo, los interrogantes se dirigieron a los opinólogos habituales, a los expertos del área, a las luminarias establecidas del mundo económico y financiero. Se advirtió enseguida que ellos forman parte del problema y están arrastrados por su ventarrón. La teoría económica dominante enseñaba que el crecimiento de los países ricos y desarrollados se hizo en una sucesión de ciclos cortos, de entre 7 y 10 años, en el curso de los cuales el crecimiento se cerraba con depresión, hasta el inicio del nuevo ciclo. Ejemplo clásico y contundente, la gran depresión que siguió a la crisis de 1929. Desde el final de la Segunda Guerra, con cifras más sostenidas, muchos teóricos comenzaron a descreer en la posibilidad de que se reiterasen los ciclos con su crisis y su faz depresiva. Ante todo, estaba el infalible Magic Greenspan al frente de la Reserva Federal, que desarmó dos bombas críticas (1987 y 1998). Y ahora su discípulo Ben Bernanke –al que le tocó la caída de la estantería. Los expositores de esta New Economy sostuvieron, con eco en todas las publicaciones del ramo, que habíamos entrado en la era del crecimiento perpetuo y la expansión continua, donde los árboles financieros crecen hasta el cielo. Las leyes económicas ya no son las mismas –proclamaban-: los ciclos han muerto. La teoría económica formalizada matemáticamente y con status de “ciencia dura” comenzó en los 90 del siglo pasado a servir meramente de sustento a las operaciones a futuro donde unos brillantes sniffers hacían ganar plata a pala para terminar llevando a la quiebra a venerables templos del dinero, como, por ejemplo, perpetró en 1995 Nick Leeson con la Baring Brothers. Vamos a otro ejemplo esclarecedor: cuando en 1998 se vino en banda el LTC (Long Term Capital Management), un fondo de inversión[i][1], se descubrió que estaba asesorado por un think tank presidido por Robert Merton y Myron Scholes. El año anterior, Scholes, junto con Fisher Black, habían ganado el Nobel de Economía, a mérito de una ecuación que permitía averiguar cuánto vale el riesgo actual del vendedor de un activo futuro. Es decir, la fórmula para que se desarrollen los mercados de futuro y “derivados”, producto financiero cuyo valor se basa en el precio de otro activo, que toma el nombre de activo subyacente. Los subyacentes utilizados pueden ser muy diferentes: acciones o índices bursátiles, tipos de interés o materias primas. El activo subyacente en los bancos de inversión que se fueron a la lona, como Lehman Brothers, resultaron las hipoteca sub prime, otorgadas a la marchanta. Y ya se sabe el final.
El silencio de los empresarios
Entonces, si los teóricos fallaron, preguntemos a los grandes empresarios, a los que se supone que hacen y deshacen en la economía real. Silencio o gargarizaciones inocuas, de esas que ya el doctor Perogrullo recogía en su denso “Tratado de lo Obvio”, con paralelas miradas implorantes hacia los gobiernos. Es comprensible esa actitud, ya que la economía real se ha convertido en una especie de subsistema del tinglado financiero. Nuestra economía de cosas está construida sobre deuda, ya que el dinero es deuda. En lugar de la reconocida metáfora de la burbuja podríamos utilizar la de un gran trompo. Un solo punto del trompo, su extremo, está en contacto con el suelo, esto es, con la producción, distribución y consumo de bienes concretos. En ese punto están representados y concentrados los trabajos, ingenios y empeños de cada generación: sus industrias, sus transportes, sus edificios, sus computadoras, sus juguetes, y hasta sus vicios y sus caprichos. Toda esa materialidad de vida ha nacido y ha sido anotada como una deuda. Se nos impulsa tanto a producir como a anticipar nuestro consumo de todos aquellos bienes mediante un endeudamiento o, en otras palabras, mediante una constante transferencia de ingresos de ese mundo y de esa economía real al mundo financiero que está por encima de la púa del trompo. A medida que el trompo se ensancha los colores del espectro financiero se van haciendo más y más desvaídos: oro, papel moneda, moneda escritural, dinero virtual y futuro, zona gaseosa e inasible donde el trompo ya no es trompo sino, recordando a nuestro Víctor Hugo oriental, “barrilete cósmico”[2]. Hasta que se cae el trompo al suelo, acabado el impulso del giro, que pintaba como eterno. Esta vez no hubo suicidios en serie, como en 1929, lo que indica cuánto ha avanzado la civilización desde entonces.
Los políticos, administradores del desencanto
En fin, acudimos a los políticos. Y lo que presenciamos es una estampida hacia adelante, encabezada por el G-7 con el G-20 a los talones y, al frente, Henry Paulson (ex Goldman Sachs, bonus por usd 111 millones, período 2003/2006). Del punto de vista anecdótico, Bush el Joven, el de la guerra de Irak, podrá cargar con el rol de villano de la película que, seguramente, dirigirá Michel Moore[3]. Y Bill Clinton quedará como alma bella, aunque la Reserva Federal acompañaba en los 90 los giros triunfales del trompo financiero, y pese a que aquel pacifista se distinguió bombardeando salvajemente Belgrado. Pero esto es material para las revistas del corazón que hacen política o para algún Suetonio que escriba mañana sobre los césares del Imperio norteamericano. Lo cierto es que los políticos no pueden hacer otra cosa que la que hacen -huir para adelante con una sonrisa- porque la política ha quedado reducida a subsistema del subsistema económico incorporado a las vueltas vertiginosas del trompo financiero. El mito del Progreso, que permea toda la modernidad, hasta su crepúsculo que hoy atravesamos, redujo y neutralizó la política y los políticos a meros administradores del descontento que surge en los tropezones de aquella ineluctable marcha progresiva. El programa único del partido único de los políticos se compone del mitologema del desarrollo (que ahora debe ser “sustentable”) y de la medición constante de sus índices, a la par de los sondeos de opinión donde una cosa que en tiempos remotos se llamaba “pueblo” se expresa en percentiles de aceptación o rechazo.
El Producto Bruto, vaca sagrada
La matriz de todos estos cálculos supersticiosos es el Producto Bruto, en sus versiones Nacional o Interno (PBN y PBI)[4]. Dato casi picaresco: el culto del Producto Bruto no surge en los países capitalistas sino en sus competidores en la carrera del desarrollo industrial, las economías comunistas. A partir de 1928, cuando Stalin anuncia los planes quinquenales, el crecimiento del PBN se exhibe como muestra de la arrolladora marcha hacia la victoria de la URSS. Para acentuar el efecto, se recurría a un truco estadístico: el PBN de la URSS excluía una parte de servicios (actividades comerciales, profesionales, espectáculos). Como la producción industrial crece más rápidamente que el producto total, las tasas de crecimiento resultaban más elevadas que las del resto del mundo. En 1989 cayó el Muro de Berlín y en 1991 se disolvió la URSS; Rusia se incorporó al FMI y al Banco Mundial y adoptó el cálculo occidental para medir su colosal desastre de reinicio. La religión del PB sobrevivió a la desaparición de su cuna soviética y se hizo universal.
Las críticas al PB no han faltado, y desde los más variados ángulos del pensamiento económico[5]. Se afirma que contabiliza los bienes producidos sin tener en cuenta su utilidad o desutilidad sociales, ignorando el costo para la sociedad de la afectación de reservas minerales no renovables, del deterioro de los suelos y de los bosques, de la contaminación de las aguas, de la congestión del tránsito, etc. De allí, la propuesta de recalcular el PB con sustracción de los daños ambientales no reparados. En realidad, el PB no contabiliza, al no estar remunerados, ni lo que la naturaleza entrega a la obra del hombre, como factor de la producción (la “tierra”), ni los destrozos que se le causan en el proceso de creación de riquezas. En puridad, el input constituido por el factor natural en la producción, es reconocido en las primeras páginas de los manuales de teoría, pero luego escamoteado prolijamente en todos los cálculos económicos
La noción medieval de “bien común”, observó Bertrand de Jouvenel[6], se ha encarnado en nuestro tiempo en el PB, y la noción de progreso en su curva ascendente. Pero, además de ser un fetiche tosco, el PB sólo ofrece, como añade el autor citado, una ilusión de materialidad. El criterio de base para el cálculo del PB es el precio en dinero de los bienes y servicios incluidos. En otras palabras, el crecimiento del producto resulta, apenas, el crecimiento de un valor monetario. Por lo tanto, es una noción matemática y no física. A esta expresión matemática inmaterial se le otorga un valor social positivo y se celebran sus aumentos como si necesariamente ocurriesen en el mundo material, cosa que asombraría a un antropólogo si encontrase una creencia parecida en alguna tribu perdida del Amazonas. Si demolemos la Catedral Metropolitana, en Buenos Aires, y construimos en su lugar oficinas, canchas de fútbol 5 o una playa de estacionamiento, produciríamos, en términos matemáticos, un incremento del PBN expresado en los réditos de esas explotaciones. A celebrar, pues habríamos “crecido”. El universal monetario con que ciframos todas las operaciones económicas es una cantidad, no una magnitud. Y la economía es un artificio destinado a capturar en una red numérica las actividades de los hombres con la tierra y el capital, que a tal efecto se sirve, principalmente, del PB. Se ha instaurado, con el PB, un sistema planetario de contabilidad, lo que resulta aún más claro en nuestros días, cuando las economías “nacionales” se manifiestan -apenas- como ficciones estadísticas. Se cree así haber encontrado el indicador universal que reduzca la diversidad del mundo y el destino del hombre a un juego de signos monetarios homogéneos. Me parece que esta creencia nada tiene que ver con el ideal de que los hombres agrupados en comunidades vivan los mejor posible con los recursos de que disponen, alcanzando así to eu zen, la vita bona, la buena vida que los clásicos establecían como finalidad de la política.
Lo que vincula decisivamente el mundo financiero con el económico y el político es la corrupción sistémica que alcanza el corazón de estos tres estratos imbricados. La corrupción en el nivel de las dirigencias políticas no reconoce fronteras ni vallas culturales o religiosas, aunque manifieste variaciones de grado y de oportunidad. Se da en paralelo con la crisis de la división de poderes, el descascaramiento de lo que Kelsen llamó la “ficción de la representación”, y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra indisolublemente emparentado con este proceso.
¿Mercado o Estado?
Mariano Grondona, pensador de fuste de los mass media argentinos, grondoneó acerca de que esta crisis plantea la disyuntiva entre Smith o Keynes. Que para otros se reduce a elegir con dedo temblequeante entre el Mercado o el Estado. Ahora que Bush el Joven puede hasta nacionalizar en todo o en parte la banca, se acuerda uno de aquellas síntesis con gracejo: el socialismo resulta un camino tortuoso hacia el capitalismo (1989); el capitalismo resulta un camino tortuoso hacia el socialismo (2008). O de aquella humorada setentista: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre; el comunismo, exactamente la inversa. Pero no existen las disyuntivas planteadas, porque la hondura del problema ha superado aquellos planteos. La cuestión, hoy, no estriba en corregir la espontaneidad parkinsoniana de la “mano invisible” con la inyección de demanda agregada por parte de un Estado económicamente activo ni, consecuentemente, en complementar el Mercado con el Estado. Menos, todavía, en reiniciar el juego, una vez enterrados los muertos y retirados los heridos, pero ahora con un suplemento de “ética”, como proponen algunos despistados.
El capitalismo surge, sea cual fuere la datación que se elija para su nacimiento, cuando la economía y las finanzas, y la persecución del lucro considerada su motor, dejan de regirse por normas derivadas de la teología moral, para conducirse de acuerdo con su propia racionalidad operativa. El factor religioso (protestante, católico, judío, shintoísta, confuciano, mazdeísta, etc.) puede continuar, según los casos, regulando los contornos de la actividad capitalista, e incluso las conductas de los actores económicos capitalistas fuera de sus actividades propias como tales. Pero la finalidad del capitalista en tanto capitalista ya no es la salvación del alma (como el puritano de Weber) o apuntar hacia el common good, el bien común, como sostiene Michel Novak, filósofo y ex seminarista, del punto de vista católico. Capitalista es quien emplea el capital para aumentar los beneficios; hoy, en el pancapitalismo financiero, el que emplea un dinero virtual para criar más dinero. Y que si formula planteos acerca de la ética de los negocios, la business ethic tan de moda en los workshops, es porque con la puesta en práctica de esa ética se pueden colocar mejor los productos y, por lo tanto, optimizar los beneficios. Cuando se trae a colación un concepto como el de moral hazard, riesgo moral, no es para asumirlo sino para trasladarlo -¿quién pagará en última instancia? Y la respuesta a esta pregunta está a la vista: la colectividad.
El rasgo diferencial de nuestros días resulta la globalización del espíritu capitalista. Tenemos un mercado financiero cuyo espacio es el mundo y su tiempo las veinticuatro horas del día. La lógica del costo-beneficio y de la optimización del lucro, que rige aquellas transacciones en el espacio-tiempo del mercado global, ha comenzado a permear progresivamente todos los demás órdenes de la vida, como expresión de la única racionalidad posible y deseable. No es ya una parte de la vida: ahora es toda la vida. Schumpeter anunciaba que la generalización de las categorías capitalistas equivalía al despuntar de su crepúsculo. François Perroux, en otro contexto, señalaba que, para continuar en forma, el capitalismo requería la subsistencia de un entorno de valores no capitalistas (honor, altruismo, vocación de bien público, etc.). En definitiva, ésta era la función que los factores religiosos, diversos según los pueblos, cumplían respecto del sistema capitalista. Tales límites han sido sobrepasados, y el pancapitalismo financiero ha impuesto con exclusividad su propia constelación de valores. Gary Becker, en esta línea de reduccionismo al factor económico, ganó el premio Nobel de Economía en 1992 por extender la teoría económica a problemas de toda índole: organización familiar, demografía, política criminal, etc[7]. El pancapitalismo financiero, liberado así de todo límite, abarca y explica todos los órdenes de la vida y se convierte él mismo en una especie de religión secularizada, con su trinidad de Progreso=Desarrollo=Razón. Con el agravante de que esta última racionalidad, expresada en los teoremas de las elecciones racionales tomados de la teoría de los juegos, resulta precaria. La racionalidad del homo oeconomicus es relativa y la sacude regularmente, entre otros, un sentimiento profundo, que es el miedo, extendido a pánico en las crisis, que echa por tierra los análisis previos. Douglas North, premio Nobel de Economía en 1993, planteó estas cuestiones sin ser demasiado escuchado.
Mercado y Estado no están ya propiamente en una tensión dialéctica, sino en continua interpenetración. El “mercado” y la “economía de mercado” existían antes del surgimiento del capitalismo, pero fueron transformados por éste, hasta convertirse, como lo es actualmente, en el caso de los mercados financieros, en un punto de encuentro abstracto, no físico, de oferta y demanda de flujos financieros, acciones y obligaciones. El Estado es una forma política que se desarrolla a partir del siglo XVI; la “razón de Estado” se asocia casi inmediatamente con la doctrina mercantilista de acopio de reservas metálicas por medio de balanza comercial favorable, con lo que se desarrolla en paralelo la “economía política” (Antoine de Montchrétien, 1615). Estado moderno y mercado capitalista nacen y se crían juntos Hoy, el aparato estatal se encuentra imbricado en el mercado financiero, ante todo a título de deudor y también, subterráneamente, a través de los vínculos de corrupción sistémica que he señalado antes. En las situaciones críticas, como la presente, lo que en definitiva interesa es quién paga los platos rotos; el “deudor en última instancia”. Nadie duda, con los circunloquios adecuados, que debe ser la sociedad en su conjunto, e incluso otras sociedades en la medida en que los daños puedan exportarse. No los aparatos estatales, inextricablemente confundidos con el mecanismo de los mercados, en un tiempo donde los regímenes republicanos resultan, a lo sumo, regímenes “publicanos” destinados, tarde o temprano a la bancarrota. Entonces, pretender curar al Mercado con más Estado, o a la inversa, resultan fórmulas vacías, porque la crisis del mercado global acompaña la crisis del Estado providencia, del Estado “minotauro”, como lo llamó Bertrand de Jouvenel, que devora poder y exige constantemente el sacrificio de la sociedad. También resulta puro flato oponer el “socialismo del siglo XXI” al pancapitalismo financiero del mismo siglo. Capitalismo y socialismo son formas de gestión del capital, cuya fuente es la economía clásica de la modernidad, madre común que los hermana y que, en la vía socialista conduce a su manejo por un “colectivismo oligárquico”, seún la fórmula de Orwell. Las manifestaciones de una u otra corriente, pancapitalismo de última generación y socialismo real han implotado sucesivamente.
Crisis e imprevisión
Hay un aspecto de la crisis pandémica que nos recorre que no ha sido del todo advertido. Toda crisis supone incertidumbre. El verbo griego krisein, de donde viene esta palabra, significa juzgar y, también, cortar, degollar. Crisis es la situación de incertidumbre en que no sabemos si el enfermo va a sanar o va a empeorar; si la sentencia será absolutoria o condenatoria. La incertidumbre trata de ser contenida con la pre-visión, que es también pro-videncia, esto es, prudencia. Cuando estalla una crisis se manifiesta un problema con nuestros sistemas de previsión. La paradójica situación posmoderna es que cada vez hay, o se supone que hay, mayor instrumental “científico” para prever, y cada vez hay menos posibilidades de previsión. Julien Freund resumió muy bien esta inversión proporcional: “todo sucede, salvo lo que está previsto”. Y agrega que, al fallar la pre-visión, se echa mano a la supuesta pre-dicción; esto es, al reino de la palabra y al método del discurso. Allí están los especialistas, que no previeron, cubriéndonos de discursos sobre la crisis.
La era de las implosiones
Otra nota a resaltar es la característica implosiva, de onda hacia adentro, que han tenido tanto la caída del Muro de Berlín como la de Wall Street. No caen por un impulso externo, sino por la presión interna. Tomando nota de ello, parece clausurado el ciclo de las revoluciones, mientras se abre el de las compresiones, derrumbes y colapsos. El cambio climático, por ejemplo, está operando en forma implosiva. T.S. Elliot cerraba su poema “Los Hombres Huecos” (los hombres actuales) con aquellos versos premonitorios: “así termina el mundo/ no con un estallido sino con un quejido”. Con un quejido o crujido, un big crunch. Un gran pensador al que no se cita por incorrecto, Alain de Benoist, venía anunciando esta modalidad implosiva que terminaría por afectar a la “Forma-Capital”, como él la llama[8]. El objetivo de la Forma-Capital es la ilimitada acumulación de capital, concebida como un valor en sí misma que desvaloriza todos los demás. Su motor –sigue de Benoist- es el ideal delirante de la expansión indefinida, de la ilimitación.
Agrego que esta metáfora del crecimiento o del desarrollo, deriva su prestigio del crecimiento de los seres vivos, que también experimenta el bicho humano. Ahora bien, hay una relación, del punto de vista biológico, entre crecimiento y forma, ya que se pone fin al crecimiento de los seres vivos en cuanto han alcanzado el tamaño ideal para su función. Un diente crece hasta donde puede morder y masticar bien. Un caracol deja de añadirle anillos a su concha, pasado cierto número, porque un anillo más aumentaría su volumen hasta impedirle el desplazamiento. Observando el crecimiento de los seres vivos aparece la noción de límite, y la advertencia de que, al crecer en progresión geométrica, crecen del mismo modos los nuevos problemas, mientras nuestra aptitud para resolverlos se desarrolla, en el mejor de los casos, en progresión aritmética. Los griegos, hace mucho, trasladaron esa observación a los organismos políticos y sociales, y se plantearon la cuestión del tamaño social óptimo para alcanzar lo que el traductor latino de Aristóteles vertió como vita bona multitudinis, es decir, el buen vivir del conjunto social, su buena “calidad de vida”. La economía, en cambio, sería hoy el único terreno donde los árboles crecen hasta el cielo. Se postula el crecimiento indefinido, de modo exponencial, ni siquiera con la inflexión conocida de la curva logística[9]. Esta idea de la acumulación incesante, lineal y ascendente es la ilusión de la modernidad: la de haber superado todo límite, toda medida y convertir el exceso, la desproporción y la noción “misilística” del Progreso en su credo cotidiano. La Modernidad creyó poder anular la condena antigua de la hybris, de la desmesura arrogante que, según el viejo Heráclito, debía apagarse más que un incendio. La idea básica de la Modernidad, en su codificación económica podría resumirse en la fórmula Progreso= Desarrollo=Razón. El supuesto de esta idea, con raíz en la Ilustración, era que la realidad resulta transparente a la razón y explicable absolutamente por ella. A partir de allí; podía anunciarse que en el Progreso (en términos económicos, crecimiento exponencial) estaban llamados a participar, sin excepción y en el mismo grado, todos los pueblos del orbe. Lo que se descubre en la posmodernidad (entreacto que hoy transcurrimos, y que nombramos apenas por aquello que ya no es) son los efectos perversos que producen, a partir de determinado límite, las instituciones más destacables de nuestro Progreso: hospitales, escuelas, tribunales, entidades financieras, etc. En cuanto al Desarrollo exponencial, su triunfo a escala planetaria sería al precio de la destrucción de la biosfera. Se advierte así que la desrazonabilidad anida en la propia Razón, y que es posible morirse de Progreso. La reaparición, bajo diversas advertencias, del sentido del límite, de un nec plus ultra opuesto a la superstición progresista, resulta el síntoma más claro del fin de la Modernidad.
En ese marco, el pancapitalismo financiero globalizado habrá de implotar, probablemente a partir de sucesivos colapsos como los que viene experimentando desde los 90. Incluso su ciclo debiera, en el análisis histórico, cruzarse con el ciclo imperial norteamericano. En todos los imperios se observa, al momento de su declinación, una expansión financiera que sustituye a la expansión material anterior. El amesetamiento del ciclo imperial norteamericano, que probablemente siga a la circunstancia que la crisis actual se ha originado en su territorio, puede o no coincidir con un colapso definitivo del pancapitalismo, ya que aparecen otras formas imperiales, como la china, dispuestas a tomar el relevo en el momento oportuno.
En definitiva, puede pensarse que la implosión del pancapitalismo financiero replanteará de modo decisivo los términos de los procesos de mundialización y globalización en los que hasta ahora muchos países, como lo de la ecúmene hispanoamericana, por ejemplo, funcionaban como rehenes. Ante todo, practiquemos un distingo entre aquellos dos términos.
Luis María Bandieri
La Gran Implosión financiera originada en los EE.UU., con un efecto pandémico y pandemónico, de alcance global en el más redondo sentido de la palabra, tiene a su favor, por lo menos, el haber despertado el ansia de respuestas profundas. Las preguntas acerca de lo que pasa y de cómo salir del hoyo que se ahonda no han sido hasta ahora satisfechas, por lo menos en lo que toca a los niveles dirigentes.
La cháchara de los expertos
Ante todo, los interrogantes se dirigieron a los opinólogos habituales, a los expertos del área, a las luminarias establecidas del mundo económico y financiero. Se advirtió enseguida que ellos forman parte del problema y están arrastrados por su ventarrón. La teoría económica dominante enseñaba que el crecimiento de los países ricos y desarrollados se hizo en una sucesión de ciclos cortos, de entre 7 y 10 años, en el curso de los cuales el crecimiento se cerraba con depresión, hasta el inicio del nuevo ciclo. Ejemplo clásico y contundente, la gran depresión que siguió a la crisis de 1929. Desde el final de la Segunda Guerra, con cifras más sostenidas, muchos teóricos comenzaron a descreer en la posibilidad de que se reiterasen los ciclos con su crisis y su faz depresiva. Ante todo, estaba el infalible Magic Greenspan al frente de la Reserva Federal, que desarmó dos bombas críticas (1987 y 1998). Y ahora su discípulo Ben Bernanke –al que le tocó la caída de la estantería. Los expositores de esta New Economy sostuvieron, con eco en todas las publicaciones del ramo, que habíamos entrado en la era del crecimiento perpetuo y la expansión continua, donde los árboles financieros crecen hasta el cielo. Las leyes económicas ya no son las mismas –proclamaban-: los ciclos han muerto. La teoría económica formalizada matemáticamente y con status de “ciencia dura” comenzó en los 90 del siglo pasado a servir meramente de sustento a las operaciones a futuro donde unos brillantes sniffers hacían ganar plata a pala para terminar llevando a la quiebra a venerables templos del dinero, como, por ejemplo, perpetró en 1995 Nick Leeson con la Baring Brothers. Vamos a otro ejemplo esclarecedor: cuando en 1998 se vino en banda el LTC (Long Term Capital Management), un fondo de inversión[i][1], se descubrió que estaba asesorado por un think tank presidido por Robert Merton y Myron Scholes. El año anterior, Scholes, junto con Fisher Black, habían ganado el Nobel de Economía, a mérito de una ecuación que permitía averiguar cuánto vale el riesgo actual del vendedor de un activo futuro. Es decir, la fórmula para que se desarrollen los mercados de futuro y “derivados”, producto financiero cuyo valor se basa en el precio de otro activo, que toma el nombre de activo subyacente. Los subyacentes utilizados pueden ser muy diferentes: acciones o índices bursátiles, tipos de interés o materias primas. El activo subyacente en los bancos de inversión que se fueron a la lona, como Lehman Brothers, resultaron las hipoteca sub prime, otorgadas a la marchanta. Y ya se sabe el final.
El silencio de los empresarios
Entonces, si los teóricos fallaron, preguntemos a los grandes empresarios, a los que se supone que hacen y deshacen en la economía real. Silencio o gargarizaciones inocuas, de esas que ya el doctor Perogrullo recogía en su denso “Tratado de lo Obvio”, con paralelas miradas implorantes hacia los gobiernos. Es comprensible esa actitud, ya que la economía real se ha convertido en una especie de subsistema del tinglado financiero. Nuestra economía de cosas está construida sobre deuda, ya que el dinero es deuda. En lugar de la reconocida metáfora de la burbuja podríamos utilizar la de un gran trompo. Un solo punto del trompo, su extremo, está en contacto con el suelo, esto es, con la producción, distribución y consumo de bienes concretos. En ese punto están representados y concentrados los trabajos, ingenios y empeños de cada generación: sus industrias, sus transportes, sus edificios, sus computadoras, sus juguetes, y hasta sus vicios y sus caprichos. Toda esa materialidad de vida ha nacido y ha sido anotada como una deuda. Se nos impulsa tanto a producir como a anticipar nuestro consumo de todos aquellos bienes mediante un endeudamiento o, en otras palabras, mediante una constante transferencia de ingresos de ese mundo y de esa economía real al mundo financiero que está por encima de la púa del trompo. A medida que el trompo se ensancha los colores del espectro financiero se van haciendo más y más desvaídos: oro, papel moneda, moneda escritural, dinero virtual y futuro, zona gaseosa e inasible donde el trompo ya no es trompo sino, recordando a nuestro Víctor Hugo oriental, “barrilete cósmico”[2]. Hasta que se cae el trompo al suelo, acabado el impulso del giro, que pintaba como eterno. Esta vez no hubo suicidios en serie, como en 1929, lo que indica cuánto ha avanzado la civilización desde entonces.
Los políticos, administradores del desencanto
En fin, acudimos a los políticos. Y lo que presenciamos es una estampida hacia adelante, encabezada por el G-7 con el G-20 a los talones y, al frente, Henry Paulson (ex Goldman Sachs, bonus por usd 111 millones, período 2003/2006). Del punto de vista anecdótico, Bush el Joven, el de la guerra de Irak, podrá cargar con el rol de villano de la película que, seguramente, dirigirá Michel Moore[3]. Y Bill Clinton quedará como alma bella, aunque la Reserva Federal acompañaba en los 90 los giros triunfales del trompo financiero, y pese a que aquel pacifista se distinguió bombardeando salvajemente Belgrado. Pero esto es material para las revistas del corazón que hacen política o para algún Suetonio que escriba mañana sobre los césares del Imperio norteamericano. Lo cierto es que los políticos no pueden hacer otra cosa que la que hacen -huir para adelante con una sonrisa- porque la política ha quedado reducida a subsistema del subsistema económico incorporado a las vueltas vertiginosas del trompo financiero. El mito del Progreso, que permea toda la modernidad, hasta su crepúsculo que hoy atravesamos, redujo y neutralizó la política y los políticos a meros administradores del descontento que surge en los tropezones de aquella ineluctable marcha progresiva. El programa único del partido único de los políticos se compone del mitologema del desarrollo (que ahora debe ser “sustentable”) y de la medición constante de sus índices, a la par de los sondeos de opinión donde una cosa que en tiempos remotos se llamaba “pueblo” se expresa en percentiles de aceptación o rechazo.
El Producto Bruto, vaca sagrada
La matriz de todos estos cálculos supersticiosos es el Producto Bruto, en sus versiones Nacional o Interno (PBN y PBI)[4]. Dato casi picaresco: el culto del Producto Bruto no surge en los países capitalistas sino en sus competidores en la carrera del desarrollo industrial, las economías comunistas. A partir de 1928, cuando Stalin anuncia los planes quinquenales, el crecimiento del PBN se exhibe como muestra de la arrolladora marcha hacia la victoria de la URSS. Para acentuar el efecto, se recurría a un truco estadístico: el PBN de la URSS excluía una parte de servicios (actividades comerciales, profesionales, espectáculos). Como la producción industrial crece más rápidamente que el producto total, las tasas de crecimiento resultaban más elevadas que las del resto del mundo. En 1989 cayó el Muro de Berlín y en 1991 se disolvió la URSS; Rusia se incorporó al FMI y al Banco Mundial y adoptó el cálculo occidental para medir su colosal desastre de reinicio. La religión del PB sobrevivió a la desaparición de su cuna soviética y se hizo universal.
Las críticas al PB no han faltado, y desde los más variados ángulos del pensamiento económico[5]. Se afirma que contabiliza los bienes producidos sin tener en cuenta su utilidad o desutilidad sociales, ignorando el costo para la sociedad de la afectación de reservas minerales no renovables, del deterioro de los suelos y de los bosques, de la contaminación de las aguas, de la congestión del tránsito, etc. De allí, la propuesta de recalcular el PB con sustracción de los daños ambientales no reparados. En realidad, el PB no contabiliza, al no estar remunerados, ni lo que la naturaleza entrega a la obra del hombre, como factor de la producción (la “tierra”), ni los destrozos que se le causan en el proceso de creación de riquezas. En puridad, el input constituido por el factor natural en la producción, es reconocido en las primeras páginas de los manuales de teoría, pero luego escamoteado prolijamente en todos los cálculos económicos
La noción medieval de “bien común”, observó Bertrand de Jouvenel[6], se ha encarnado en nuestro tiempo en el PB, y la noción de progreso en su curva ascendente. Pero, además de ser un fetiche tosco, el PB sólo ofrece, como añade el autor citado, una ilusión de materialidad. El criterio de base para el cálculo del PB es el precio en dinero de los bienes y servicios incluidos. En otras palabras, el crecimiento del producto resulta, apenas, el crecimiento de un valor monetario. Por lo tanto, es una noción matemática y no física. A esta expresión matemática inmaterial se le otorga un valor social positivo y se celebran sus aumentos como si necesariamente ocurriesen en el mundo material, cosa que asombraría a un antropólogo si encontrase una creencia parecida en alguna tribu perdida del Amazonas. Si demolemos la Catedral Metropolitana, en Buenos Aires, y construimos en su lugar oficinas, canchas de fútbol 5 o una playa de estacionamiento, produciríamos, en términos matemáticos, un incremento del PBN expresado en los réditos de esas explotaciones. A celebrar, pues habríamos “crecido”. El universal monetario con que ciframos todas las operaciones económicas es una cantidad, no una magnitud. Y la economía es un artificio destinado a capturar en una red numérica las actividades de los hombres con la tierra y el capital, que a tal efecto se sirve, principalmente, del PB. Se ha instaurado, con el PB, un sistema planetario de contabilidad, lo que resulta aún más claro en nuestros días, cuando las economías “nacionales” se manifiestan -apenas- como ficciones estadísticas. Se cree así haber encontrado el indicador universal que reduzca la diversidad del mundo y el destino del hombre a un juego de signos monetarios homogéneos. Me parece que esta creencia nada tiene que ver con el ideal de que los hombres agrupados en comunidades vivan los mejor posible con los recursos de que disponen, alcanzando así to eu zen, la vita bona, la buena vida que los clásicos establecían como finalidad de la política.
Lo que vincula decisivamente el mundo financiero con el económico y el político es la corrupción sistémica que alcanza el corazón de estos tres estratos imbricados. La corrupción en el nivel de las dirigencias políticas no reconoce fronteras ni vallas culturales o religiosas, aunque manifieste variaciones de grado y de oportunidad. Se da en paralelo con la crisis de la división de poderes, el descascaramiento de lo que Kelsen llamó la “ficción de la representación”, y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra indisolublemente emparentado con este proceso.
¿Mercado o Estado?
Mariano Grondona, pensador de fuste de los mass media argentinos, grondoneó acerca de que esta crisis plantea la disyuntiva entre Smith o Keynes. Que para otros se reduce a elegir con dedo temblequeante entre el Mercado o el Estado. Ahora que Bush el Joven puede hasta nacionalizar en todo o en parte la banca, se acuerda uno de aquellas síntesis con gracejo: el socialismo resulta un camino tortuoso hacia el capitalismo (1989); el capitalismo resulta un camino tortuoso hacia el socialismo (2008). O de aquella humorada setentista: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre; el comunismo, exactamente la inversa. Pero no existen las disyuntivas planteadas, porque la hondura del problema ha superado aquellos planteos. La cuestión, hoy, no estriba en corregir la espontaneidad parkinsoniana de la “mano invisible” con la inyección de demanda agregada por parte de un Estado económicamente activo ni, consecuentemente, en complementar el Mercado con el Estado. Menos, todavía, en reiniciar el juego, una vez enterrados los muertos y retirados los heridos, pero ahora con un suplemento de “ética”, como proponen algunos despistados.
El capitalismo surge, sea cual fuere la datación que se elija para su nacimiento, cuando la economía y las finanzas, y la persecución del lucro considerada su motor, dejan de regirse por normas derivadas de la teología moral, para conducirse de acuerdo con su propia racionalidad operativa. El factor religioso (protestante, católico, judío, shintoísta, confuciano, mazdeísta, etc.) puede continuar, según los casos, regulando los contornos de la actividad capitalista, e incluso las conductas de los actores económicos capitalistas fuera de sus actividades propias como tales. Pero la finalidad del capitalista en tanto capitalista ya no es la salvación del alma (como el puritano de Weber) o apuntar hacia el common good, el bien común, como sostiene Michel Novak, filósofo y ex seminarista, del punto de vista católico. Capitalista es quien emplea el capital para aumentar los beneficios; hoy, en el pancapitalismo financiero, el que emplea un dinero virtual para criar más dinero. Y que si formula planteos acerca de la ética de los negocios, la business ethic tan de moda en los workshops, es porque con la puesta en práctica de esa ética se pueden colocar mejor los productos y, por lo tanto, optimizar los beneficios. Cuando se trae a colación un concepto como el de moral hazard, riesgo moral, no es para asumirlo sino para trasladarlo -¿quién pagará en última instancia? Y la respuesta a esta pregunta está a la vista: la colectividad.
El rasgo diferencial de nuestros días resulta la globalización del espíritu capitalista. Tenemos un mercado financiero cuyo espacio es el mundo y su tiempo las veinticuatro horas del día. La lógica del costo-beneficio y de la optimización del lucro, que rige aquellas transacciones en el espacio-tiempo del mercado global, ha comenzado a permear progresivamente todos los demás órdenes de la vida, como expresión de la única racionalidad posible y deseable. No es ya una parte de la vida: ahora es toda la vida. Schumpeter anunciaba que la generalización de las categorías capitalistas equivalía al despuntar de su crepúsculo. François Perroux, en otro contexto, señalaba que, para continuar en forma, el capitalismo requería la subsistencia de un entorno de valores no capitalistas (honor, altruismo, vocación de bien público, etc.). En definitiva, ésta era la función que los factores religiosos, diversos según los pueblos, cumplían respecto del sistema capitalista. Tales límites han sido sobrepasados, y el pancapitalismo financiero ha impuesto con exclusividad su propia constelación de valores. Gary Becker, en esta línea de reduccionismo al factor económico, ganó el premio Nobel de Economía en 1992 por extender la teoría económica a problemas de toda índole: organización familiar, demografía, política criminal, etc[7]. El pancapitalismo financiero, liberado así de todo límite, abarca y explica todos los órdenes de la vida y se convierte él mismo en una especie de religión secularizada, con su trinidad de Progreso=Desarrollo=Razón. Con el agravante de que esta última racionalidad, expresada en los teoremas de las elecciones racionales tomados de la teoría de los juegos, resulta precaria. La racionalidad del homo oeconomicus es relativa y la sacude regularmente, entre otros, un sentimiento profundo, que es el miedo, extendido a pánico en las crisis, que echa por tierra los análisis previos. Douglas North, premio Nobel de Economía en 1993, planteó estas cuestiones sin ser demasiado escuchado.
Mercado y Estado no están ya propiamente en una tensión dialéctica, sino en continua interpenetración. El “mercado” y la “economía de mercado” existían antes del surgimiento del capitalismo, pero fueron transformados por éste, hasta convertirse, como lo es actualmente, en el caso de los mercados financieros, en un punto de encuentro abstracto, no físico, de oferta y demanda de flujos financieros, acciones y obligaciones. El Estado es una forma política que se desarrolla a partir del siglo XVI; la “razón de Estado” se asocia casi inmediatamente con la doctrina mercantilista de acopio de reservas metálicas por medio de balanza comercial favorable, con lo que se desarrolla en paralelo la “economía política” (Antoine de Montchrétien, 1615). Estado moderno y mercado capitalista nacen y se crían juntos Hoy, el aparato estatal se encuentra imbricado en el mercado financiero, ante todo a título de deudor y también, subterráneamente, a través de los vínculos de corrupción sistémica que he señalado antes. En las situaciones críticas, como la presente, lo que en definitiva interesa es quién paga los platos rotos; el “deudor en última instancia”. Nadie duda, con los circunloquios adecuados, que debe ser la sociedad en su conjunto, e incluso otras sociedades en la medida en que los daños puedan exportarse. No los aparatos estatales, inextricablemente confundidos con el mecanismo de los mercados, en un tiempo donde los regímenes republicanos resultan, a lo sumo, regímenes “publicanos” destinados, tarde o temprano a la bancarrota. Entonces, pretender curar al Mercado con más Estado, o a la inversa, resultan fórmulas vacías, porque la crisis del mercado global acompaña la crisis del Estado providencia, del Estado “minotauro”, como lo llamó Bertrand de Jouvenel, que devora poder y exige constantemente el sacrificio de la sociedad. También resulta puro flato oponer el “socialismo del siglo XXI” al pancapitalismo financiero del mismo siglo. Capitalismo y socialismo son formas de gestión del capital, cuya fuente es la economía clásica de la modernidad, madre común que los hermana y que, en la vía socialista conduce a su manejo por un “colectivismo oligárquico”, seún la fórmula de Orwell. Las manifestaciones de una u otra corriente, pancapitalismo de última generación y socialismo real han implotado sucesivamente.
Crisis e imprevisión
Hay un aspecto de la crisis pandémica que nos recorre que no ha sido del todo advertido. Toda crisis supone incertidumbre. El verbo griego krisein, de donde viene esta palabra, significa juzgar y, también, cortar, degollar. Crisis es la situación de incertidumbre en que no sabemos si el enfermo va a sanar o va a empeorar; si la sentencia será absolutoria o condenatoria. La incertidumbre trata de ser contenida con la pre-visión, que es también pro-videncia, esto es, prudencia. Cuando estalla una crisis se manifiesta un problema con nuestros sistemas de previsión. La paradójica situación posmoderna es que cada vez hay, o se supone que hay, mayor instrumental “científico” para prever, y cada vez hay menos posibilidades de previsión. Julien Freund resumió muy bien esta inversión proporcional: “todo sucede, salvo lo que está previsto”. Y agrega que, al fallar la pre-visión, se echa mano a la supuesta pre-dicción; esto es, al reino de la palabra y al método del discurso. Allí están los especialistas, que no previeron, cubriéndonos de discursos sobre la crisis.
La era de las implosiones
Otra nota a resaltar es la característica implosiva, de onda hacia adentro, que han tenido tanto la caída del Muro de Berlín como la de Wall Street. No caen por un impulso externo, sino por la presión interna. Tomando nota de ello, parece clausurado el ciclo de las revoluciones, mientras se abre el de las compresiones, derrumbes y colapsos. El cambio climático, por ejemplo, está operando en forma implosiva. T.S. Elliot cerraba su poema “Los Hombres Huecos” (los hombres actuales) con aquellos versos premonitorios: “así termina el mundo/ no con un estallido sino con un quejido”. Con un quejido o crujido, un big crunch. Un gran pensador al que no se cita por incorrecto, Alain de Benoist, venía anunciando esta modalidad implosiva que terminaría por afectar a la “Forma-Capital”, como él la llama[8]. El objetivo de la Forma-Capital es la ilimitada acumulación de capital, concebida como un valor en sí misma que desvaloriza todos los demás. Su motor –sigue de Benoist- es el ideal delirante de la expansión indefinida, de la ilimitación.
Agrego que esta metáfora del crecimiento o del desarrollo, deriva su prestigio del crecimiento de los seres vivos, que también experimenta el bicho humano. Ahora bien, hay una relación, del punto de vista biológico, entre crecimiento y forma, ya que se pone fin al crecimiento de los seres vivos en cuanto han alcanzado el tamaño ideal para su función. Un diente crece hasta donde puede morder y masticar bien. Un caracol deja de añadirle anillos a su concha, pasado cierto número, porque un anillo más aumentaría su volumen hasta impedirle el desplazamiento. Observando el crecimiento de los seres vivos aparece la noción de límite, y la advertencia de que, al crecer en progresión geométrica, crecen del mismo modos los nuevos problemas, mientras nuestra aptitud para resolverlos se desarrolla, en el mejor de los casos, en progresión aritmética. Los griegos, hace mucho, trasladaron esa observación a los organismos políticos y sociales, y se plantearon la cuestión del tamaño social óptimo para alcanzar lo que el traductor latino de Aristóteles vertió como vita bona multitudinis, es decir, el buen vivir del conjunto social, su buena “calidad de vida”. La economía, en cambio, sería hoy el único terreno donde los árboles crecen hasta el cielo. Se postula el crecimiento indefinido, de modo exponencial, ni siquiera con la inflexión conocida de la curva logística[9]. Esta idea de la acumulación incesante, lineal y ascendente es la ilusión de la modernidad: la de haber superado todo límite, toda medida y convertir el exceso, la desproporción y la noción “misilística” del Progreso en su credo cotidiano. La Modernidad creyó poder anular la condena antigua de la hybris, de la desmesura arrogante que, según el viejo Heráclito, debía apagarse más que un incendio. La idea básica de la Modernidad, en su codificación económica podría resumirse en la fórmula Progreso= Desarrollo=Razón. El supuesto de esta idea, con raíz en la Ilustración, era que la realidad resulta transparente a la razón y explicable absolutamente por ella. A partir de allí; podía anunciarse que en el Progreso (en términos económicos, crecimiento exponencial) estaban llamados a participar, sin excepción y en el mismo grado, todos los pueblos del orbe. Lo que se descubre en la posmodernidad (entreacto que hoy transcurrimos, y que nombramos apenas por aquello que ya no es) son los efectos perversos que producen, a partir de determinado límite, las instituciones más destacables de nuestro Progreso: hospitales, escuelas, tribunales, entidades financieras, etc. En cuanto al Desarrollo exponencial, su triunfo a escala planetaria sería al precio de la destrucción de la biosfera. Se advierte así que la desrazonabilidad anida en la propia Razón, y que es posible morirse de Progreso. La reaparición, bajo diversas advertencias, del sentido del límite, de un nec plus ultra opuesto a la superstición progresista, resulta el síntoma más claro del fin de la Modernidad.
En ese marco, el pancapitalismo financiero globalizado habrá de implotar, probablemente a partir de sucesivos colapsos como los que viene experimentando desde los 90. Incluso su ciclo debiera, en el análisis histórico, cruzarse con el ciclo imperial norteamericano. En todos los imperios se observa, al momento de su declinación, una expansión financiera que sustituye a la expansión material anterior. El amesetamiento del ciclo imperial norteamericano, que probablemente siga a la circunstancia que la crisis actual se ha originado en su territorio, puede o no coincidir con un colapso definitivo del pancapitalismo, ya que aparecen otras formas imperiales, como la china, dispuestas a tomar el relevo en el momento oportuno.
En definitiva, puede pensarse que la implosión del pancapitalismo financiero replanteará de modo decisivo los términos de los procesos de mundialización y globalización en los que hasta ahora muchos países, como lo de la ecúmene hispanoamericana, por ejemplo, funcionaban como rehenes. Ante todo, practiquemos un distingo entre aquellos dos términos.
“Mundialización” indica, más bien, la tendencia a considerar el planeta como una unidad a todos los efectos, en especial el plano político. “Globalización” alude, en cambio, a la presencia omnímoda y ubicua de mecanismos o “soportes” impersonales como las redes tecnológicas de comunicación, los mercados financieros y, en general, los aparatos ajustados a “elecciones racionales” conforme la fórmula binaria costo/beneficio, portadores de su propia lógica interna, cuyas conclusiones resultan de sistemas expertos y que se satisfacen a ellos mismos en el desenvolvimiento de su propio juego. La mundialización se asocia a expresiones como one world, mundo uno, e –incluso- a las hipótesis que, con diverso asidero, pueden elaborarse sobre un “gobierno mundial”, llegándose, por ese camino, a la suposición de que un puñado de “superiores desconocidos” maneja desde las sombras las grandes decisiones planetarias. Globalización conlleva una nota aún más inquietante, ya que se refiere a una metafórica malla impersonal, autosuficiente e inexorable, que prescinde del hombre, reducido a una especie de ente anticuado, periférico y, pronto, quizás hasta virtual. Para fundar una ciudad se cavaba en la antigüedad un pozo, el mundus, que luego se tapaba, guardándose en su cavidad un puñado de terra patrum, es decir, de la tierra de donde habían partido los fundadores, a fin de purgar la culpa de haberla abandonado. Hoy, acorde con la mundialización, nuestra tierra es la Tierra y el mundo nuestra casa. La globalización –“globo”, además de la referencia geométrica o astronómica, expresa simbólicamente un poder ilimitado
[1] ) En puridad, un hedge fund llamado, en la jerga técnica y rimbombante, una “institución de inversiones alternativas”.
[2] ) Víctor Hugo Morales, relator deportivo “oriental”, es decir, uruguayo, llamó a Diego Armando Maradona “barrilete cósmico”.
[3] ) Ya escrito este artículo, el que se ha ocupado de tal ajusticiamiento por el cine es Oliver Stone.
[4]) El Producto Bruto resulta la expresión en dinero del flujo total de outputs (bienes y servicios) de la economía de un país determinado en un año. El PBI resulta de la operación anterior, añadidas las rentas percibidas del exterior y deducidas las pagadas al exterior del país considerado.
[5]) En los años 70, Jacques Berger, un economista liberal que escribía con el seudónimo de Ignoto Pastor, y Celso Furtado apuntaron certeras críticas sobre esta “vaca sagrada”, según la expresión del economista brasileño.
[6]) Bertrand de Jouvenel, “La Civilización de la Potencia - De la Economía Política a la Ecología Política”, ed. Magisterio Español, Madrid, 1979, p. 165
[7]) Según este Nobel, la culpa del desempleo la tiene el desempleado por no haber invertido suficientemente en su “capital humano”...
[8] ) Ver “Obiettivo Decrescita”, en “Transgressioni”, mayo-diciembre 2006, Florencia, p. 3/42.
[9]) La curva de crecimiento exponencial semeja una semirrecta que crece indefinidamente; es el caso, por ejemplo, del incremento de un capital colocado a una determinada tasa de interés compuesto. La curva de crecimiento logístico (descubierta por Vito Volterra en los años 20) presenta una forma de S: crece primero y luego tiende a achatarse hacia un límite. Esta última curva se aplica, por ejemplo, al crecimiento de la población y, en general, al de todos los seres vivos. Cesare Marchetti, en 1985, la ha extendido a los objetos producidos por el hombre.
[10] ) Reyes, emperadores, pontífices, aparecen llevando en mano un globo que representa la totalidad jurídica del poder sin límites que acompaña a su persona soberana.
En la imagen: ¿San Obama podrá impedir el Big Crunch?
1 comentario:
De lo mejor que leí en mucho tiempo. Los elogios sobran.
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