jueves, marzo 24, 2022
DE MAXIMA NON CURAT PRAETOR
UCRANIA VS. RUSIA: ¿HITLER CONTRA HITLER?
viernes, octubre 08, 2021
VOTACIONES O LA MÁQUINA DE ASUSTAR
domingo, julio 11, 2021
EL DERECHO DE PROPIEDAD COMO “DERECHO NATURAL SECUNDARIO” VISTO POR UN JURISTA
El papa Francisco ha hablado otra vez –antes lo había hecho en términos parecidos en “Fratelli tutti”- de la propiedad privada como “derecho natural secundario”. El “derecho natural primario” es la “destinación universal de los bienes”. Consecuencia para la tribuna: lo creado pertenece a todes, todxs, todos y todas. La propiedad privada correspondería a un derecho natural secundario, de segunda; ergo, para la doctrina de tribuna, una justificación descartable en nombre de aquel derecho natural primario, el de la pertenencia colectiva, al que debe sujetarse. Si esto es lo que dijo o quiso decir el papa Bergoglio ya deja de contar. En todo caso, doctores tiene la Iglesia y ahí están Elisabetta Piqué o Sergio Rubin, vaticanistas domésticos, para decirnos que lo que dijo no encaja con lo que otros entienden que fue su intención expresar. En definitiva, lo que importa son las repercusiones y el mensaje que de sus palabras extraen los sectores próximo al gobierno que más alardean de revolucionarios y los movimientos sociales que les sirven de acompañamiento, especialmente los que actúan en las tomas de terrenos. Ponga usted esas palabras en la cabeza de Juan Grabois, que de paso algún enchufe tiene en cierta oficina vaticana, y que chive la clase media, cruzada ahora por la pesadilla de que el título en papel sellado que le dio alguna vez aquel amable señor escribano se autodestruya como en “Misión Imposible”. Hasta puede ser que el profesor adjunto interino que detenta la presidencia produzca algún corolario al mensaje papal, porque le encanta colar comentarios al pie. Algunos suponen que el papa Bergoglio está atrasado de noticias porque se le confundieron los apuntes que tomó allá lejos en su noviciado jesuítico, pero otros sostienen que, en realidad, está exponiendo la línea doctrinaria del futuro, porque vamos hacia un mundo en el que la propiedad privada ya no tendrá sentido, reemplazada por un uso temporario de bienes intercambiables, como lo son ya hoy las Ecobicis. Una renta básica universal asegurará, en aquellas zonas del globo que puedan financiarla, un mínimo de subsistencia a toda la masa que ya no sea necesaria, para asegurar que ese personal esté calmo y entretenido; mientras tanto, las libertades políticas desaparecerán porque ya no hará falta teatralizarlas defectuosamente como hasta ahora y lo colectivo de la supervivencia de la especie pasará a ser el único referente universal y regulador del control social, para mantener la sostenibilidad ambiental del planeta. El papa, pues, nos estaría haciendo discretos anuncios como un profeta que desentraña los signos de los tiempos.
Pero hagamos abstracción de esta deriva y conversemos sobre el problema de la propiedad y el destino universal de los bienes como si del estado del mundo no tuviésemos la menor noticia; esto es, hagamos como si –en metáfora probablemente sin asidero histórico- estuviésemos debatiendo sobre el sexo de los ángeles en Constantinopla, año 1453.
La propiedad, como la familia, existe antes de que se pensase en definirla y de fijarla como “derecho”. En todos los momentos de la historia, los hombres (y, claro, las mujeres, las niñas y los niños) han tenido cosas que han llamado “suyas”. El cazador y el guerrero han poseído sus propias armas, y cada ama de casa neolítica ha creído que el cuenco de barro que ponía al fuego era suyo. Antes de que se pensase en el concepto de “derecho”, o que una inspiración superior soplase aquello del “destino universal de los bienes creados”, en todas partes los individuos y las individuas se arrogaban sobre algunos objetos la facultad de servirse de ellos y de impedir a los otros que se sirviesen de los mismos en las circunstancias habituales de su vida, sin darse cuenta de que ejercitaban un “derecho” ni suponer que así dejaban de lado un destino universal de sus cacharros y demás posesiones. Desde luego que había objetos que su utilidad aconsejaba apropiarse y otros que no, porque existían en abundancia y podía disponerse libremente de ellos, como el aire y el agua. La expresión “propiedad”, “apropiarse” de una cosa, hacerla propia, hacer de ella algo de uno mismo, proyección de uno mismo, expresa una tendencia profunda de la naturaleza del hombre; así como reivindica una facultad de disponer libremente de su persona, afirma la facultad de disponer de la cosa apropiada. Desde este punto de vista, la propiedad individual es tan natural como comer o reproducirse. Esto fue recogido en la definición romana de la propiedad como ius fruendi, utendi, y abutendi: derecho de disfrute, de uso y de consumo (abutendi, aclaro para la tribuna, no tenía el sentido de mal uso de nuestro “abusar”, sino de usar de algo hasta el fin, hasta consumirlo). Si lo propio del ius es la adjudicación de lo suyo de cada uno (ius suum cuique tribuere), ese “suyo” que alguien reivindica es algo “natural”; otra cuestión, que viene a continuación, es saber en qué circunstancias ese “suyo de cada uno” puede considerarse legítimo y, en consecuencia, adjudicable al reclamante. Y tras ese paso, queda a considerar el alcance del ejercicio de ese derecho legítimo.
Veamos lo de la “destinación universal de los bienes”. Aclaro, de movida, que quien esto escribe es un mero jurista. No teólogo, filósofo, sociólogo o politólogo: mero jurista que se cree convocado porque se está hablando de un “derecho”, el “derecho de propiedad”. “Merus legista, purus asinus” asentaba en un latín macarrónico Nicolás Ramiro Rico[1]. Y este firmante asinus –“burro”, para la tribuna-, aguzando sus orejas correspondientes, quiere avanzar en este escabroso terreno con paso tan lento como firme.
Para eso, muchachxs, debemos partir del ius, el derecho romano. Tranqui la tribuna, que lo ponemos fácil. Piensen en un pequeño pueblo fortificado, una comunidad de chacareros, bautizada Roma. El toro de Petrus en un trotecito entra en el predio de Paulus y siguiendo su natural impulso cubre a la vaca del susodicho. Cuestión: ¿de quién es el ternero? La respuesta no iba a provenir de una revelación de lo alto. Sin desconocer la presencia y persistencia de lo sacro en este mundo, estos chacareros pensaron el ius, centrado en un precepto: el adjudicar lo suyo de cada uno. Dejemos a los juris-prudentes elaborando la respuesta que hará jurisprudencia sobre el ternero. Allí se define la propiedad chacareramente como hemos visto: derecho de disfrute, uso y consumo. ¿Entonces –dirá el pequeño Grabois que todos llevamos adentro- esos romanos eran unos repugnantes individualistas? No, porque tanto el derecho romano público como el privado estaban empapados de un intenso sentido comunitario, orgánico, que convivía con una también fuerte afirmación del ciudadano, del civis. La comunidad se conformaba a partir del ciudadano, no el ciudadano a partir de la comunidad, como en la antigua Grecia. Para mayor paradoja, los juristas romanos aludían a que la humanidad partió de un estadio primario –aquí aparece la palabreja-, que llamaban indistintamente ius naturale o status naturae. Una primera constitución del mundo en que todo era común y donde no había sometimiento de unos por los otros. ¡Entonces todo era de todos y “naides más que naides”! grita el pibx de la Cámpora saltando sobre sus Legends of Summer de Air Jordan, versión La Saladita, y agitando su brazo izquierdo con muñeca que luce junto a varias cintitas el Patek Philippe Grand Master Chime imitación Ciudad del Este y culmina en mano que enarbola un smartphone legítimo. No, porque aquellos chacareros destinados a dominar el mundo de entonces pensaban que ese ius naturale era el que la naturaleza había enseñado a todos los animales, a todos los seres vivientes, en cierto modo prejurídico. Pero en la conformación de las comunidades políticas había surgido un “derecho de gentes”, un jus gentium, que justificaba tanto la propiedad como el dominio de unos sobre otros. Éste era secundario, cronológicamente, pero prevalecía sobre el primario porque aquél era el que, conforme la naturaleza de las cosas, se hallaba establecido en el mundo histórico y civil. Para comprender la importancia y expansión de este derecho de gentes, “el que usan todos los pueblos humanos”, el común a todas las gentes, hay que tener en cuenta lo que pasó con ese pequeño pueblo fortificado que llamamos Roma. Dos siglos después de su fundación controlaba las costas del Mediterráneo y una gran parte del antiguo imperio de Alejandro; sus siete colinas insignificantes habían logrado tanta fama como la Acrópolis o las Pirámides; el torrente montañoso que bañaba sus muros, el Tíber, era tan famoso como el Nilo y su expansión comercial se había mantenido a tono con sus conquistas. Roma tenía que manejar la pluralidad. Haciendo entrar bajo su constitución a diversos pueblos, no les pedía abandonar sus tradiciones. Cicerón teorizaba que todo ciudadano romano tenía dos patrias: de un lado, la natural, su ciudad natal, la de sus ancestros y tradiciones; por otro lado, de derecho, la ciudad romana, que se superponía a la anterior, como el orden jurídico se superpone al orden histórico. Así se establecía un universalismo “concreto”, donde la unidad implicaba la diversidad, que culminó en el 212 de nuestra era, al extenderse la ciudadanía a todos los hombres libres del imperio El derecho de gentes se aplicaba a este vasto universo, de acuerdo con la utilitas, la conveniencia y adecuación a la naturaleza de las cosas, punto de partida de la concreción del ius al caso. La utilitas funcionaba como causa, razón de existir del ius gentium, y procuraba como consecuencia concretar lo justo del caso, esto es, poner en orden, poner “derecho”, lo torcido por el entuerto.
Este derecho romano recogido por los glosadores y canonistas fue de conocimiento de los teólogos y moralistas medievales. Santo Tomás de Aquino leyó finamente a los juristas, pero era teólogo, no jurista. Cuando expone sus principios sobre la propiedad en dos artículo de la Summa (II-II. Q. 66, a. 1-2) lo hace a propósito del hurto y de los deberes del rico con respecto a la limosna. Tampoco es un economista ni se plantea como aumentar la producción de bienes: estos últimos los toma, según los pensadores de su tiempo, como un dato estable y la cuestión es cómo administrarlos con el mayor provecho para el bien común. Tiene muy en claro que el derecho natural “primero” es el que la naturaleza enseñó a todo bicho viviente y allí (fuera de la cuestión previa que resulta de distinguir la situación antes o después de la caída original) no hay lugar a la propiedad, porque en ese punto estamos situados antes de todo “derecho”. Pero en el mundo social y humano, la existencia de la propiedad es de toda conveniencia para el orden de las comunidades ya que permite alcanzar la vida buena. Si para los teólogos y moralistas medievales el ius gentium de los romanos era un derecho positivo, o un derecho natural secundario, esto es, derivado, o el derecho natural propio del hombre, es una empresa insoluble, porque hubo opiniones para todos los paladares, donde se inscribe también la del papa Bergoglio y la que de allí descule la escuela graboisiana. Para dar una idea de lo complejo del asunto, y de lo difícil, digamos en defensa de Francisco, que es ser papa en medio de estos líos –más aún cuando se incita a hacerlos- le cuento a la tribuna una historia –a todos nos gusta un cuentito. Allá por el siglo XIV (año 1322) el Capítulo General de los franciscanos declaró que Jesús y los apóstoles no habían tenido ninguna posesión natural. Los franciscanos, afirmados en su voto de pobreza, repudiaban la propiedad y se sentían ajenos al derecho. El papa francés Juan XXII, que había hojeado a los canonistas, encontró esta chicana para responderles: renunció a la titularidad de los bienes de los franciscanos –provenientes de limosnas, donaciones y legados- que estaban en manos de la orden pero formalmente pertenecían al pontífice, y a continuación procedió a declarar como herejía la decisión del Capítulo. La reacción de los franciscanos consistió en acusar a su vez de hereje al papa. Se fundaban en que en 1279 el papa Nicolás III, un Orsini que Dante va a colocar en el octavo círculo del infierno, había señalado que la renuncia a los bienes en comunidad podía ser un camino de salvación. Para fundamentar la irrevocabilidad de este decisorio, se redactó desde la orden la primera defensa teológica de la infalibilidad papal en materia de fe y costumbres. Juan XXII, a su turno, condenó en una bula esa doctrina como “obra del diablo”, declaró que la propiedad privada existía desde antes de la Caída y que los apóstoles tenían posesiones. Grabois podría por aquí encontrar un camino para convertir su organización en columna de fraticelli, enfrente de un Macri al que se revistiera con los oropeles de un Orsini anatematizador.
Con estas breves anotaciones pretendo, desde el enfoque de un jurista, esto es, de alguien que reivindica la tradición más que bimilenaria del ius, intervenir en el alboroto desatado a partir de las expresiones pontificias, donde aturden políticos, comentaristas y jurisclastas de todo pelaje, para que, al menos, antes que las respuestas de confección puedan plantearse mejor las preguntas.
[1] ) En “El animal ladino y otros estudios políticos”, Alianza Universidad, Madrid, 1980, p. 103. El epígrafe se halla a la cabeza de “Breves Apuntes Críticos para un Futuro Programa Moderadamente Heterodoxo de Derecho Político y de su muy Azorante Enseñanza”. Fue un grande y original estudioso del Derecho Político, hoy desaparecido de los programas de estudio universitarios, y que el que el que escribe por largos años profesó.
sábado, febrero 27, 2021
LA LUCHA POR EL PODER JUDICIAL
Una instantánea del sistema que enfrentamos
Cada día podemos tomar una instantánea de la lucha en torno al dominio del poder judicial. Ellas muestran sucesivos avances, retrocesos para tomar nuevo impulso hacia adelante, escaramuzas constantes. No es un conglomerado de demasías y corruptelas aisladas entre sí. Tenemos enfrente una acción sistemática de adquisición y concentración de poder sobre la rama judicial, a partir de circuitos de retroacción que se van potenciando entre sí, con manifestaciones normativas, políticas, mediáticas, económicas, financieras y de adoctrinamiento. En este campo, el de la justicia, nos enfrentamos y nos enfrenta un sistema.
El primer e inmediato objetivo de esta acción sistemática es obtener indemnidad para la ex presidente y sus acólitos. El objetivo mediato es el establecimiento de un régimen político hegemónico, que asegure la continuidad, preferentemente dinástica. Para eso se requiere que la rama judicial, el ministerio público y los mecanismos de designación y remoción de los magistrados y funcionarios estén bien disciplinados y respondan a las directivas del poder.
Veamos cuáles los senderos que van convergiendo para facilitar aquella acción sistemática. A comienzos de los años 70 surge en Italia un movimiento del “uso alternativo del derecho”. Mientras el ejecutivo y el legislativo permanecían loteados entre la vieja clase política, la rama judicial debía asumir, por la vía creativa del derecho, la función transformadora y revolucionaria. Esa actitud creativa de la judicatura, desligándose de la norma existente, debía concentrarse en la dialéctica reaccionario (el derecho recibido)/progresista (el derecho creado). La administración de justicia se politiza así, más allá de lo que toda formulación jurídica implica de politicidad, hasta convertirse en parcial, ideológica, tronantemente partidista. Surge la sindicación de los magistrados en “Magistratura Democrática”, que será “Justicia Democrática” en España y, más tarde, “Justicia Legítima” entre nosotros. Llegamos así a mediados de los 80. Los antiguos revolucionarios se han hecho pragmáticos, algo descreídos acerca de cambiar la historia, tentados por el mundo de los negocios. El conflicto principal conservador/progresista sigue manejando el lenguaje forense, pero ahora no al servicio del proletariado sino de la propia promoción del grupo. La militancia es puerta de acceso a la magistratura y vía regia para los ascensos. Por otra parte, el agrietamiento de las instituciones ejecutiva y legislativa lleva a un aumento de la judicialización de la política, lo que aumenta la cuota de poder de la magistratura militante. Y sobre la dialéctica reacción/progreso se monta una corriente de ultragarantismo y cuasi abolicionismo penal, donde destaca Luigi Ferrajoli y, entre nosotros Eugenio Zaffaroni. Por otra parte, en esta apretadísima síntesis, los 90 muestran el desarrollo de una corriente, el neoconstitucionalismo, que señala el fin del Estado de derecho clásico, centrado en la figura del legislador, a ser sustituido por el Estado constitucional, cuyo protagonista es el juez. El juzgador debe apoyar su sentencia en principios, muchos de ellos postulados “ad hoc”, que extrae de la constitución, no de la local, sino de lo que Kant llamó la “constitución cosmopolítica”, conformada por los tratados posmodernos sobre derechos humanos. De esta fuente surgen valores y, en una sociedad pluralista y multicultural como la actual, debe el juez dirimir conflictos de principios y valores ponderando, esto es, pesando, en un ejercicio subjetivo, cuál de esos principios y valores prepondera.
La ley es dejada de lado. El desprecio a la ley puede provenir de dos fuentes. Una es cuando los destinatarios advierten que no se trata de una ordenación de la sociedad en vistas al bien común, sino de un artilugio hecho a medida de un grupo de presión e influencias. Muchas veces, el desprecio resulta del espectáculo de cómo los cuerpos legislativos despachan las leyes, o más bien las reciben hechas, como ha ocurrido entre nosotros al registrar nuestro Congreso, al barrer y sin discrimen, los DNU del Ejecutivo dictados durante la emergencia de la pandemia, con poderes extraordinarios no autorizados por ley alguna. Pero otra fuente de desprecio a la objetividad de la ley, esa “razón sin pasión” que decía Aristóteles, proviene de las corrientes jurídicas que muy rápidamente he sintetizado y, en especial, de las que confluyen bajo el rótulo de neoconstitucionalismo. Tuvimos un ejemplo muy claro de este menosprecio de la ley y de los fundamentos clásicos del derecho cuando, a partir de la asunción de la presidencia por Néstor Kirchner, volviendo nuestra Corte Suprema sobre sus propios pronunciamientos, y dejando de lado las leyes, la Constitución y las convenciones internacionales con jerarquía constitucional se estableció, con la solitaria disidencia del doctor Carlos Fayt, una justicia de dos velocidades, una para las causas comunes y otra para aquellas causas de “lesa humanidad” donde no rigen las garantías fundamentales, según ha venido señalando desde hace mucho la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia, a la que pertenezco. Y no sólo con aquella composición de la Corte Suprema tuvimos estas demasías. Nuestro alto tribunal actual había decidido que correspondía aplicar el llamado “2 x 1”, la ley penal más benigna, en un caso de “lesa humanidad”, como la ley autorizaba. Pergeñó entonces el Congreso una extravagante “ley interpretativa” que abolía tal aplicación, pero que jamás podía obrar con efecto retroactivo. Entonces nuestra Corte, con la ahora solitaria disidencia de su presidente, el doctor Carlos Rosenkrantz, dio vuelta su fallo anterior, en el sentido de inaplicar el beneficio. Un jurista, el doctor Andrés Rosler, se sintió obligado a publicar un libro cuyo título expresa una verdad del doctor Perogrullo, tan obvia como imprescindible para que la tuvieran presente nuestros ministros del supremo tribunal: “La Ley es la ley”.
Imaginemos ahora un desguace total del poder judicial y del ministerio público, así como el manejo a voluntad del Consejo de la Magistratura, bajo un gobierno que ya sin tapujos pretenda moldear la vida política y social con una ideología “progresista” y neblinosamente “revolucionaria” –“socialismo siglo XXI, Foro de San Pablo, Grupo de Puebla, etc.- , sobre un entramado político y financiero de influencias y negocios que aseguren el dominio de una nueva clase privilegiada sobre la masa de población reducida a la subsistencia y la subciudadanía. Tal sería la culminación de la acción sistemática señalada al principio. Los integrantes del “poder judicial”, del ministerio público, del Consejo de la Magistratura estarían reducidos a marionetas del círculo de poder. Recordemos que cuando se habla de independencia judicial –para la que nuestra Constitución ofrece algunos resguardos- nos referimos ante todo a la integridad, independencia práctica y libertad de espíritu de los que integran el cuerpo. Y estos atributos no pertenecen propiamente a la esfera del “poder” sino, de acuerdo con la antigua distinción romana, a la esfera de la “autoridad”, al saber jurídico y la voluntad de búsqueda de lo justo del caso, socialmente reconocido y refrendado por el ejemplo, el único argumento efectivo en la vida civil. Que hay aún jueces así en nuestros cuerpos tribunalicios, es muy cierto. Que su excelencia está opacada por la sombra del sistema que pretende su sujeción, es muy cierto también. Que se ha logrado echar sobre nuestra agencia judicial un manto de descrédito, lo dicen los sondeos de opinión. Aún estamos a tiempo de remontar la lucha por el poder judicial a que nos enfrenta la acción sistemática que busca anularlo, a condición de tener en claro cuáles son las causas de que el mal avance, y que no se trata de descontentos aislados gestionables con cambalacheos de pequeña política. Un sistema se hunde por inadaptación a las circunstancias o bajo el peso de sus contradicciones internas. Allí están los puntos donde debemos actuar de consuno.-
SCOTUS YA TOMÓ POR HÁBITO ESCURRIR EL BULTO
Este artículo es un post scriptum a una colaboración anterior titulada “SCOTUS ESQUIVA EL BULTO”. Es que el alto tribunal norteamericano reincide en hurtarle el cuerpo a una cuestión de la mayor importancia institucional: cómo asegurar la confianza ciudadana en su sistema electoral, que es el zócalo de su régimen político. No es cuestión baladí, porque más de setenta millones de norteamericanos piensan que en las elecciones de noviembre del año pasado un amaño permitió que su voto fuera escamoteado y surgiera un ganador fraudulento. No se trata de establecer aquí si hubo o no, efectivamente, trampa electoral. Lo que interesa del punto de vista jurídico político, es que esa difundida creencia no tuvo una respuesta de autoridad, de saber socialmente reconocido y ampliamente respetado, que tomara el toro por las astas y decidiera de un modo u otro sobre la cuestión. Esa autoridad residía en la Corte Suprema, en SCOTUS[1], y SCOTUS se contorsiona cuanto puede, esquiva el compromiso y calla. Como veremos, sigue callando. A nadie se le escapa que tales decisiones cruciales son muy difíciles y no aseguran a sus firmantes, precisamente, ulterioridades calmosas. Pero eso debieron tenerlo en cuenta antes de jurar sus cargos en un órgano de tal proyección jurídica y política.
Como señalé en el artículo anterior, la primera oportunidad que tuvo SCOTUS para pronunciar su palabra de autoridad fue en diciembre pasado, en el caso “Texas vs. Pennsylvania”. ¿Qué se discutía allí? Texas argumentó que, de acuerdo con la constitución (art. I, sección 4; art. II, sección 1), las modalidades de la elección para representantes y senadores federales, así como compromisarios para la elección presidencial, deben ser establecidas por la legislatura de cada estado. Pero –proseguía el accionante- en varios estados, a comenzar por Pennsylvania, se habían reformado esas leyes electorales por actos de funcionarios ejecutivos, en algunos casos, o tribunales superiores de tales estados, sin intervención legislativa. Se destacaban, sobre todo, las reformas acerca de las condiciones de validez del voto por correspondencia. En consecuencia, proseguía Texas, dichas reformas resultaban inconstitucionales y viciaban el resultado electoral obtenido –apuntándose, ante todo, a los electores para presidente obtenidos en los estados accionados. Para justificar la legitimación de que un estado –al que acompañaron otros y el titular del ejecutivo, como amici curiae- pudiese impugnar la constitucionalidad de actos realizados en otros estados, se invocó que, por dichos actos, se había perjudicado a Texas, ya que los electores surgidos de los comicios federales allí realizados correctamente, debían enfrentar compromisarios inconstitucionalmente elegidos, que falsearían el resultado. Por tratarse de una controversia entre estados de la Unión, correspondía la competencia originaria de SCOTUS (art. III, sección 1, semejante al art. 117 de nuestra constitución). Y aquí SCOTUS calló por primera vez. La competencia originaria impedía que denegase sin más la cuestión por vía del certiorari negativo[2], pero así lo hizo, señalando que no se había acreditado el interés legítimo de Texas para accionar –lo que habría debido ser materia de decisión fundada con el recurso abierto, no simple denegatoria cerrándole la puerta. Sólo los jueces Thompson y Alito manifestaron en disidencia que el tribunal carecía de discrecionalidad para “planchar” el caso y que debía haberse pronunciado, en un sentido o en otro. Retenga el lector que, para abrir un recurso, se requiere por lo menos el voto favorable de cuatro de los nueve miembros del cuerpo. En el artículo que sirve de antecedente a éste, manifesté que, a mi juicio, la defección de SCOTUS en pronunciarse de un modo u otro acerca de una cuestión decisiva que afectaba las bases del sistema político, asentado en la confianza en el resultado electoral, en medio de una tensión extrema, afectaba en lo profundo la autoridad del cuerpo.
Podía pensarse que, una vez asumida la presidencia por Joe Biden, la cuestión planteada por Texas quedaría sepultada como un recuerdo remoto de un conflicto superado. Sin embargo, el 22 de febrero pasado, SCOTUS debió pronunciarse en “Republican Party of Pennsylvania vs. Veronica Degraffenreid, acting secretary of Pennsylvania et. al”, 592 US 2021[3]. Aquí el reclamo fue efectuado por el Great Old Party de Pennsylvania, el partido del elefante, por la modificación de la ley electoral que regía en el estado, relativa a votos por correspondencia, realizada por la corte suprema estatal, esto es, no por acto legislativo, por la que se extendió el límite de validez de los votos enviados por correo, que era por ley hasta las 20 del día de las elecciones, a un plazo de hasta tres días después de clausurado el comicio, invocándose el colapso del correo y los problemas que provocaba el Covid-19. La cuestión planteada, pues, era qué competencia tenían funcionarios no legislativos para reescribir las reglas electorales fijadas por ley. Y prestemos atención a que el alcance de una decisión en el caso no afectaría el pasado –la elección de noviembre de 2020- sino los futuros actos electorales en cuanto a su justificación constitucional. SCOTUS esta vez apretó aún más los dientes y puso directamente el sello de “denegado” al recurso. Tres jueces expresaron su disidencia: Thomas y Alito, otra vez, y ahora se sumó Gorsuch. No se alcanzó el mínimo de cuatro necesario para abrir el recurso, resaltándose el silencio de Barrett[4] y Kavanaugh. Algunos párrafos de la disidencia de Clarence Thomas, más potente, si cabe, que la firmada en conjunto por sus colegas Alito y Gorsuch, merecen destacarse:
· Las elecciones son de fundamental importancia en nuestra estructura constitucional.
· A través de ellas se ejerce el autogobierno (el “gobierno por el pueblo”)
· Pero sólo hay tal ejercicio cuando incluyen procesos “que dan a los ciudadanos (incluso los candidatos perdedores y sus partidarios) confianza en la imparcialidad de las elecciones”
· Las reglas poco claras amenazan con socavar este sistema. Siembran confusión y, en última instancia, reducen la confianza en la integridad y la imparcialidad de las elecciones.
· Un sistema electoral carece de reglas claras cuando, como aquí, diferentes funcionarios disputan quién tiene autoridad para establecer o cambiar esas reglas. Este tipo de disputa genera confusión porque es posible que los votantes no sepan qué reglas seguir. Peor aún, con más de un sistema de reglas establecido, los candidatos en competencia podrían declarar la victoria bajo diferentes conjuntos de reglas.
· Cambiar las reglas en medio del juego ya es bastante malo. Tales cambios de reglas efectuados por funcionarios que pueden carecer de autoridad para hacerlo es aún peor. Cuando esos cambios alteran resultados comiciales pueden dañar gravemente el sistema electoral, del que la gobernabilidad de la disidencia tanto depende.
· Una elección libre de pruebas contundentes de fraude sistemático no es suficiente por sí sola para generar confianza en las elecciones. También es necesario tener la seguridad de que el fraude no pasará inadvertido.
· Es difícil la revisión judicial de un proceso electoral. Aprovechemos ahora que tenemos la oportunidad.
· “Uno se pregunta qué espera este tribunal (para pronunciarse). No logramos resolver esta disputa antes de las elecciones y, por lo tanto, proporcionar reglas claras para futuras elecciones. La decisión de dejar la ley electoral envuelta bajo un manto de dudas es desconcertante. Al no hacer nada, invitamos a una mayor confusión y erosión de la confianza de los votantes. Nuestros conciudadanos merecen algo mejor y esperan más de nosotros”.
El silencio de SCOTUS, nos está diciendo Thomas, afecta la creencia en la limpieza de las elecciones, base del sistema político; en la eficacia de la constitución, tradicionalmente presentada como un pacto entre el Supremo Hacedor y los convencionales de Filadelfia y su posteridad; y en la autoridad de SCOTUS como guardián del “arca sagrada de todas las libertades” ciudadanas, para emplear una frase emblemática de nuestra propia Corte. Y esto lo observamos desde una latitud en que desde el gobierno se avanza cada día en una guerra contra aquellos elementos del poder judicial y del ministerio público que se presumen no adictos; en que la autoridad de ese mismo poder judicial y de su cabeza, la Corte Suprema, ha ido perdiendo a girones prestigio y autoridad, pero que ahora, haciendo de la cola pecho y del espinazo cadera, como enseñaba el “Martín Fierro”, cierra filas cuando se oye tocar a degüello. El silencio, en estos casos, no es virtud.-
[1] ) Por su acrónimo en inglés, “Supreme Court of the United States”
[2] ) Semejante al art. 280 de nuestro Código Procesal Civil y Comercial
[3] ) Decidido en conjunto con su similar “Jake Corman v.Pennsylvania Democratic Party”
[4] ) En las audiencias ante el Senado, para la prestación del acuerdo, la hoy justice se había comprometido a excusarse en las causas electorales que pudieran suscitarse por las elecciones presidenciales de noviembre del año pasado. Su silencio puede interpretarse como una excusación tácita.