lunes, diciembre 24, 2012

DETRÁS DE LOS  SAQUEOS



Sobre los escombros de las góndolas, casi todo el elenco estable mediático, oficialista u opositor, volcó un manto de palabras, que varió entre el cruce mutuo de acusaciones y el esfuerzo de cubrir, como en la historia del viejo Noé pasado de vino patero, la desnudez de quien está rebasado por los hechos, pero igual debe pontificar interpretaciones. Por un lado colgaron el sambenito a Moyano y Barrionuevo, y la respuesta desde esa parte fue empapelar a su vez al gobierno, bastante empapelable él, por cierto. Suspiró explicaciones Albertito Fernández, despachó homilías Morales Solá y gargarizó, con esa dificultad expresiva seguramente adquirida en Georgetown, Abalito Medina. Y estamos ahora como al principio, hasta que venga el próximo desmadre.

Comentarios acertados andan por la red, para el que busque. Recomiendo, como siempre a www.todosgronchos.blogspot.com. Voy a señalar sólo un probable marco interpretativo de estos sucesos, más allá de la crónica local.

Como la cuestión se sitúa en la insoportabilidad de las condiciones de pobreza y de indigencia, partamos de una premisa: en la posmodernidad, tanto en la Argentina como en el resto de Iberoamérica y en buena parte del mundo, existe una deriva constante, predominantemente estructural, no coyuntural, de las formas situacionales de la pobreza y de la indigencia hacia el estado o condición de la miseria, con fines de control social y manipulación política, y el modo de gestionar la miseria a que se echa mano para evitar una hecatombe, es la reducción de los miserables a una forma remozada de la esclavitud. Lo novedoso en la posmodernidad es la segregación de la sociedad de ambos extremos: los ricos devenidos ultrarricos y los pobres devenidos miserables, que constituyen dos subsociedades en sí, separadas, secesionadas, del resto, sometidas, a su vez, al desmigajamiento individualista extremo que resulta la pauta general y obligatoria.

Teóricamente, nuestras sociedades son democráticas. No se concibe otra forma de mando político ni, aún más, otra "forma de vida" que no sea la democrática. La apelación al mito fundante de la "soberanía del pueblo" permanece inscripto en las constituciones, aunque ya como una rémora y dato casi arqueológico. Aunque la palabra "democracia" sea una de las más pronunciada a diario, y aunque el concepto mismo de ella se haya extendido fuera de su ámbito propio, jurídico y político, de forma gobierno, para abarcar cualquier forma de relación humana -democracia en el "matrimonio igualitario", democracia en el "fútbol para todos"; democracia en el gamberrismo escolar, etc.- lo cierto es que vivimos en un estadio posdemocrático.. La desaparición del pueblo -única presencia real en la vida pública- como sujeto político, ha terminado reduciendo el ámbito de los regímenes al Estado Constitucional y a la Constitción populista. El Estado Constitucional, último avatar del Estado de Derecho liberal-burgués, sustituye lo que llamábamos sociedades por un adunamiento de individuos portadores de derechos subjetivos destinados, en el conflicto entre sus pretensiones, a maximizar sus proyectos biográficos particulares; en otras palabras, en una sumatoria de lo que los griegos llamban idiotái -sing. idiotés- , que según Werner Jaeger, era "el individuo que no se halla encuadrado dentro de la polis y de la comunidad humana, sino que se mueve a su antojo". Se mantiene, además, el mito de que las demasías de poder encuentran su valla en la división o separación o equilibrio de los tres poderes clásicos; principio de "separación geográfica" mal leído en Montesquieu. que la experiencia prueba como fallido -"Montesquieu ha muerto", pronunció lapidariamente Alfonso Guerra, vicepresidente del entonces triunfante en España Felipe González, ya en  1985. En supuesta compensación,  se yergue la jurisdicción constitucional como superpoder -"poder constituyente constituido", como se autotitula- : la gente puede saber lo que quiere cuando no se le pregunta; pero si se le pregunta, sólo puede responder válidamente la contramayoritaria justicia constitucional. La Constitución populista es la aparente respuesta a esta sustracción del pueblo. El líder populista es el pueblo. Como en las antiguas monarquías absolutas, resulta el representante inmediato, único e inapelable del pueblo. Un monarca, un déspota deslustrado rodeado de cortesanos aprovechadores, al estilo de la actual egoarquía argentina. Aquí los problemas son de recambio y sucesión, como se nota hoy en torno al lecho doliente de Chávez moribundo. En ambos casos, a la democracia se le ha perdido el pueblo y no sabe dónde está. No existe siquiera una masa reconocible, sino fragmentos reclamantes. de los travestis a los wachiturros, cada uno armado con "su" derecho.

¿Pero cómo se perpetúan estas seudodemocracias liberales y estas seudodemocracias populistas? Por el miedo que inspira la guerra civil, el estado de naturaleza que tendría lugar de desaparecer cualquiera de los dos regímenes. La fórmula de la continuidad es permitir y alentar  la misma idea de orden político, del "buen orden" o eutaxia clásica, permitiendo todo tipo de desórdenes, que se vocea combatir, pero sólo en apariencia. Es una situación de "pax apparens", de paz aparente, de preguerra civil continuada, como dice Eric Werner, cuyos instrumentos permiten consolidar, extender y perpetuar el poder seudo democrático. Criminalidad organizada, inseguridad notoria, narcotráfico unido a guerrilla, sustitución del puntero político por el dealer de la droga, control de la calle por la horda esclava, reducción del poder en términos de autoridad simbólica, etc., son los mecanismos de esta perpetua amenaza, de esta fábrica de miedo sin guillotinas a la vista, de este encadenamiento progresivo en nombre del desorden perpetuado bajo la apariencia del cumplimiento de la ley.

Los saqueos organizados a partir de la masa esclava mantenida en el freezer de la indigencia forman parte de esta maquinaria perversa.

 

martes, diciembre 18, 2012

ÚLTIMOS VESTIGIOS DEL ESTADO




Una extraordinaria película de Pierre Schöller, "El Ministro", en su titulo original "L'Exercice de l'État".   Bertrand Saint-Jean (Olivier Gourmet) es un dirigente que promete, recién llegado a la pulpa del "partido único y permanente de los políticos", sin haber pasado por las grandes escuelas. Ocupa la cartera   de Transportes en un gabinete que, indistintamente, puede ser de izquierda o de derecha, esas categorìas demodées y manifiestamente inútiles. La proyección comienza con una pesadilla del ministro: unos  personajes encapuchados van montando diligentemente un despacho ministerial bien franco-français, con ese lujo exacto que deja los arreglos rapaces de Boudou en el Senado reducidos a mobiliario de inquilinato.  A un costado, algo que se confunde al principio con una alfombra de cuero, abre un ojo y se revela como un gran caimán. El Leviatán, la bestia del agua, aquella representación de la forma polìtica estatal que Hobbes puso bajo la advocación de un versículo del Libro de Job: "non  est potestas super terram quae comparetur ei". Bueno, hoy está lejos de serle aplicable el lema en toda su extensión, pero la bestia todavía impresiona. Los servidores en caperuza
conducen a una mujer desnuda -¿la política?- a la presencia del Leviatán. Frente a él, la mujer abre sus piernas en entrega y luego se desliza en el interior de las fauces. 


 
 
 
Nuestro  ministro se despierta, agitado y en erección. Suena el teléfono. Gilles, su director de gabinete (Michel Blanc), un enarca eficaz que es como la sombra de aquel aparato estatal que fue, lo despierta para comunicarle que se ha desbarrancado un ómnibus con escolares en una camino de montaña, cubierto por la nieve. Comienza entonces la jornada del ministro, en cuyo gabinete tiene un lugar preponderante la comunicación y su respectiva asesora. La función política ministerial se expresa en el cuerpo y en la palabra (vemos al  protagonista agitarse, sufrir, vomitar, fastidiarse, recogerse en silencio ante los cadáveres de los adolescentes pensando en las declaraciones que ha de hacer, pasando entre los periodistas, hablando constantemente por su celular).  Ahorro relato para impulsar al lector a conseguir la pelìcula. Partidario de cara a los medios  de no privatizar las estaciones de ferrocarril, el ministro recibirá del premier la directiva, venida del presidente, de encabezar la privatización. Los politicos son administradores del desencanto -una conversación entre Gilles y un viejo amigo también enarca, que le trae la "precisa" sobre el cambio de rumbo, dice mucho al respecto- y el objetivo fijado a Saint-Jean es recuperar, con su figura de outsider, el 5% de caída de imagen que la privatización puede producirle al gobierno. Nuestro protagonista toma como chofer a un desocupado (la imagen es la de devolver los parados a la vida laboral activa), un hombre simple y silencioso -el pueblo, en definitiva, con el que Bernard intentará recuperar patéticamente su entusiasmo de otrora.  Entre dos actos y varias intrigas, le señala tomar una autopista que va a inaugurar en pocos días y un accidente, en el que el político y gente de su equipo se salvan, troncha la vida del chofer. Recomiendo el discurso in pectore del ministro, mientras  por pedido de la familia sólo hay el rezo de un responso. Y la escena de Gilles, en su despacho, repitiendo el discurso de André Malraux cuando la entrada de los resto de Jean Moulin al Panteón. Entronizado en el inodoro de su despacho, nuestro ministro recibe la buena nueva de que acaba de ser designado en la cartera de Trabajo -otras agitaciones lo esperan.
 
Suelo admirar las ficciones políticas norteamericanas, en las que mucho se aprende. Pero allí hay government, todavía con resto, y aquí hay État, en el último aliento.  No hay un panfleto fácil sobre o contra los políticos; más bien, expresa  respeto por esos morituri leviatanescos. La corrupción está, pero es periférica -quizás para nuestro asombro sudaca o hasta decepción comparativa. Los vestigios del Estado, de la bestia que de a poco se retira, la palabra que quiere ser justa y es apenas eslógan comunicacional acertado, las convicciones que giran según la veleta, el empeño por lo que sabe un fiasco anunciado, todo eso, y más, muestra esta película. El infierno de una pasión inútil, cuando el bien común es una entelequia y de la procura de la vida buena hemos pasado, apenas, a sobrevivir la nuda vida con mínimo decoro.-